Este miércoles fue un día histórico para Brasil, si realmente Brasil hace historia. En el escenario internacional, llegamos al día como lo que siempre hemos sido: una república bananera. El país del todo vale, con problemas estructurales profundos, políticamente inestable, visto con cautela por la comunidad internacional.
Las bambalinas del escenario político que llevaron al proceso de impeachment dejaron dudas sobre su legitimidad. Al mismo tiempo que el escándalo que envuelve a Petrobras y la mayor crisis de la economía en décadas afectaron la credibilidad de la comunidad internacional en el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff, la conducción de la destitución expuso al Congreso –desmoralizado y corrupto– y evidenció los problemas estructurales de Brasil, sin solución en el corto plazo. (Lea también: Tras destitución de Dilma Rousseff, ¿qué viene para Brasil?)
La destitución no debe restaurar la confianza externa en Brasil. Es probable que la imagen simbólica que quedará para la historia de este proceso traumático será la de la emblemática votación en la Cámara.
Resonarán, a través del tiempo, los discursos que acompañaron los votos de los congresistas (“por la familia”, “por Dios”, “por la paz en Jerusalén”).
Poco se acordaban de los motivos del proceso. Todos ya conocían el último acto de ese teatro de horror, a pesar de la conducción para garantizar legitimidad legal.
Y eso no pasó desapercibido por la comunidad internacional. La destitución de la presidenta no cambia el sistema político fragmentado, que permite la existencia de 27 partidos preocupados por su propia relevancia y supervivencia.
No significa ni siquiera el cambio de Gobierno. El PMBD está en el poder desde la redemocratización, gobernando desde la pasarela. Apenas asume ahora la posición de protagonista. En la práctica, nada cambia. (Además: Dilma Rousseff, una eterna luchadora en la política)
El déficit presupuestal, los gastos públicos fuera de control, corrupción endémica, desigualdad, ilegalidad, violencia y otros problemas estructurales que alejan al Brasil del modelo de un país desarrollado, a los ojos del mundo, no se van con la presidenta, porque no son exclusivos de su gobierno.
En el corto plazo, con la implicación de la cúpula del PMBD, blanco del Lava Jato, en los mismos escándalos que arruinaron la imagen de Brasil junto a los inversionistas, es improbable que el gobierno de Temer logre restaurar la imagen de Brasil y la credibilidad del mercado externo. El mundo nos seguirá viendo con desconfianza.
En el corto plazo no hay perspectiva de cambios estructurales. La prometida reforma del seguro social, considerada imprescindible para el surgimiento de la economía, está lejos de concretarse. No existe aún un proyecto de reforma presentado al Congreso.
A largo plazo, la reforma política que, ahí sí, representaría un cambio histórico real para Brasil y su imagen en el exterior no está en discusión. (Lea: Después de 13 años, Lula da Silva vuelve a ser de la oposición)
Existe el riesgo de que el impeachment legitime el sistema político actual y fortalezca a aquellos que tienen el interés de mantener todo como está, lo que es peligrosísimo para el país.
Además de eso, la posesión definitiva de Temer ocurre a pesar de la rebeldía de la población, que quiere nuevas elecciones. En el último siglo solamente cinco presidentes elegidos por voto popular en Brasil concluyeron sus mandatos.
Este miércoles, una vez más, el gobierno cambió para que Brasil siga siendo el mismo.
ADRIANA CARRANÇA
Columnista de ‘O Globo’ / GDA (Brasil)