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Internacional

Inglaterra y Escocia: el pretendido ‘divorcio’ de un matrimonio no consumado

La aspiración segregacionista de los escoceses ha sido un tema recurrente a través de los años. La imagen muestra a miembros del movimiento ‘Todos bajo una bandera’ cuando marchaban, en mayo pasado, por la independencia y en defensa del Servicio Nacional de Salud, en Glasgow.

La aspiración segregacionista de los escoceses ha sido un tema recurrente a través de los años. La imagen muestra a miembros del movimiento ‘Todos bajo una bandera’ cuando marchaban, en mayo pasado, por la independencia y en defensa del Servicio Nacional de Salud, en Glasgow.

Foto:Jeff Mitchell. Getty Images

El Parlamento escocés no puede convocar un referendo separatista sin consultar con Londres. 

Mucho se habla de los movimientos independentistas en Europa, de los ya conocidos catalán y vasco, que intentan separarse de España; el de la autoproclamada República de Kosovo, reconocida por una gran mayoría de países, salvo por los aliados de Serbia; el bretón, que pretende el reconocimiento de la Bretaña, escindiéndola de Francia; el sardo, para desmembrar Cerdeña de Italia; el siciliano, que quiere desligar la isla de la península, y los movimientos galés, irlandés y escocés, que proyectan salirse del Reino Unido, en concreto de la regencia londinense.
No obstante, así como el origen de la guerra de los Balcanes, y la segregación yugoslava –que dio lugar a la “creación” de Croacia, Eslovenia, Bosnia, Serbia, Albania y Montenegro–, solo pueden ser entendidos remontándose a Roma, algunos de aquellos movimientos emancipadores solo se explican bajo ese mismo prisma.
El mejor ejemplo es la “independencia” de Escocia, que se ventila reiteradamente, y vuelve a tener vigencia tras la muerte de Isabel II (en el castillo escocés de Balmoral, su residencia de verano) y, sobre todo, con la reciente decisión del Tribunal Supremo del Reino Unido de que el parlamento escocés no puede convocar un referendo con esos fines, previsto para el 19 de octubre de 2023, sin la anuencia de Londres. A lo cual Nicola Sturgeon, ministra principal de Escocia, respondió en Twitter que, en una democracia, la voz de los escoceses “no puede y no será silenciada”.
Frente a este espinoso asunto se suele acudir a la historia reciente: el referendo de 2014, en el que los escoceses dijeron “No” a su separación, por estrecho margen; el de 1997, que creó el parlamento escocés (allí donde Sheena Wellington, defensora del canto popular escocés, entonó la celebérrima A man’s a man for a’ that; o el de 1979, que no logró quorum.

El asunto comienza
con Julio César, quien, empeñado en la guerra de las Galias, realizó el primer avance romano en las costas de la isla conocida como Britania en el 55 a. C.

Quienes se atreven a ir más atrás aluden a la creación de la Liga Nacional de 1921, que desde Londres luchó por la segregación.
El asunto no es sencillo. Se debe comenzar por el principio: fue Julio César quien, empeñado en la guerra de las Galias, hizo el primer avance romano en las costas de la Britania (55 a. C.), según algunos, en retaliación por el presunto respaldo de algunas tribus a los galos. Al año siguiente, gracias al apoyo de cinco tribus aborígenes que se le sometieron, el César derrotó a Casivelono, rey de los catuvelaunos, y llegó hasta el Támesis.
No obstante, el dominio sobre la parte del sur de la isla no se consolidó, pues el general romano debió regresar a las Galias, no sin antes haber dejado reyes “aliados” –como Mandubracio, rey de los trinovantes– y algún deber tributario que no se sabe si se cumplió.
Solo un siglo después, con la excusa de apoyar a la tribu aliada de los atrovantes, enfrentada a los catuvelaunos, pero motivado más por sus riquezas minerales, el emperador Claudio emprendió la conquista de la parte suroriental de la isla en 43 d. C., fundó Londinium (hoy Londres), y constituyó la provincia de Britania, con capital en la moderna Colchester.
Para la consolidación territorial se acudió a algunos reinos vasallos, como el de los brigantes, cuya reina apresó y entregó a Carataco, entonces rey de los catuvelaunos, al gobernador Escápula, y conducido en cadenas a Roma, fue exhibido como trofeo por el emperador.
Durante los años siguientes la expansión seguiría hacia el territorio de los siluros, en la actual Gales.
Pero el control de la isla siempre fue problemático. Baste recordar que bajo Nerón una insurrección de los icenos, encabezados por su reina Budica, puso en aprietos a la provincia, una revuelta que fue aplastada por el gobernador Suetonio Paulino, quien tras la conocida batalla de Watling Steet (61 d. C.), ordenó masacrar aproximadamente a cuarenta mil personas, incluidas mujeres embarazadas y niños.
Otro hubiera sido el destino del territorio escocés, entonces Caledonia, si hubiera prosperado la intención del gobernador Julio Agrícola, duodécimo regente de la península, quien tras la batalla del Monte Graupios (83 d. C.) logró someter y circunnavegar toda la isla, pero la envidia del emperador Domiciano le obligó a retornar, llevando no solo al “desistimiento” de esta empresa, sino a que la cultura latina penetrase exclusivamente en la parte central y meridional.
La situación no varió a comienzos del siglo II de la era cristiana, pues los límites de Britania se mantuvieron, aunque el emperador Trajano logró una mayor extensión del imperio, al llevar el águila romana hasta más allá del Danubio y el Tigris.
Requiere hacerse énfasis, en cambio, en lo sucedido hace 1.900 años, cuando el emperador Adriano, con miras a defender precisamente el centro y sur de la isla, de las hordas de pictos y escotos que venían del norte, ordenó la construcción de una muralla de más de 120 kilómetros que atravesó la isla de oriente a occidente, llamada precisamente Muro de Adriano (122 d. C.), y con ello selló el destino de pueblos nunca unidos.
No es un dato menor recordar que, a pesar de estar hoy íntegramente en territorio inglés, algunas partes de la imponente obra se levantan a pocos metros de la frontera con Escocia.
Un tiempo después Antonino, ‘el Piadoso’, quiso ampliar la zona de influencia romana enfrentando a los caledonios, y estableció una nueva muralla más al norte, llamado comúnmente Muro de Antonino, de aproximadamente 93 kilómetros. Pero esta última frontera fue permeada fácilmente, a tal punto que fue abandonada por Marco Aurelio.
Los esfuerzos del emperador Septimio Severo por recuperarla fueron infructuosos, pues asolada la parte norte de la provincia por incursiones de meacios y caledonios, se dirigió a pacificarla en el 208 d. C., aunque su ejército perdió cerca de cincuenta mil hombres y no obtuvo victoria militar de resonancia.
Por eso, aunque permaneció allí alrededor de tres años, su muerte, precisamente en Eboracum, actual York (211 d. C.), supuso volver a los límites señalados por el muro adrianeo original.
La situación continuó siendo inestable. Como reacción a la ‘Gran conspiración’ del 368 d. C., en la cual las mismas tropas romanas franquearon la entrada de los pictos, una fuerte reacción imperial llevó a crear la provincia de Valentia, precisamente entre las dos murallas, abandonada en los albores del siglo V, cuando las últimas legiones se retiraron de la isla.
Fue a fines de ese mismo siglo, o en el siguiente, que los escotos provenientes de Irlanda se asentaron definitivamente en la parte noroccidental de la isla, mientras que los pictos permanecieron en el oriente; en el centro y sur, entretanto, anglos, sajones y jutos, fueron desplazando a los nativos britones (a quienes se vincula la leyenda del rey Arturo).

Primer rey de Escocia

La historia siguió separada: en los territorios de las actuales Inglaterra y Gales se conformaron los “siete reinos anglosajones”, unificados por el rey Athelstan en la primera mitad del siglo X, cuya casa, la de Wessex, gobernó hasta que fue desplazada por la de Normandía (1066 d. C.), sustituida a su vez por la de Plantagenet (1154 d. C.).
Por otro lado, en tierras escocesas, luego de dos siglos Kenneth I unificó los pueblos septentrionales (843 d. C.) formando el llamado Reino de Alba –razón por la cual se le considera el primer rey de Escocia–. Este reino subsistió por casi tres centurias, hasta que el fallecimiento de Alejandro III dejó como única descendiente y heredera legítima al trono a su hija Margarita, de apenas tres años.
La muerte prematura de la joven princesa, en 1290 d. C., no solo desencadenó el afán de muchos condes de convertirse en sucesores, sino un peligro de guerra civil, aprovechado por el entonces rey inglés Eduardo I ‘Piernas largas’ (1272-1307 d. C.), para invadir las tierras del norte.
Fue en ese ambiente que se produjo la llamada Primera Guerra de Independencia, de la que fueron protagonistas héroes escoceses, como el famoso William Wallace (quien inspiró la película Corazón valiente, protagonizada por Mel Gibson), ahorcado y descuartizado en 1305 d. C., y Andrew Murray, muerto en combate.
Y en el siglo XIV, en tanto que Inglaterra estaba regentada aún por la Casa Plantagenet, en Escocia gobernaban Roberto Bruce, mejor conocido como Roberto I de Escocia (1306-1329 d. C.), y Roberto II Estuardo (1371-1390), fundador de la famosa dinastía.
A mediados del siglo XV, mientras la casa escocesa de los Estuardo se mantenía sólida, la lucha por la sucesión del trono inglés llevó a la Guerra de las Rosas, entre las casas de Lancaster y York –que se presentaban como legítimas continuadoras de la Plantagenet–, que terminó por abrir paso a la dinastía Tudor, famosa por Enroque VIII, quien proclamó su emancipación del poder papal y se declaró cabeza de la Iglesia anglicana (1534 d. C.), y por la católica María I (hija de Enrique y Catalina de Aragón), quien intentó derogar la reforma de su padre.
La tensión Tudor-Estuardo se mantuvo por mucho tiempo: recuérdese que Isabel I, hija de Enrique y Ana Bolena, llamada la ‘reina virgen’, no solo retomó el camino anglicano, sino que ordenó decapitar a su prima, la reina escocesa María Estuardo, mártir del catolicismo (1587 d. C.).
También es de anotar que, a la muerte sin descendencia de Isabel I, cruel paradoja, subió al trono Jacobo VI de Escocia, hijo de María, quien gobernó Inglaterra como Jacobo I, lo que llevó a que la Casa Estuardo regentase los dos países hasta los albores del siglo XVIII.
Si la separación entre el norte y el sur estuvo marcada por el Imperio romano, y la ocasional congregación solo ha sido fruto de las ambiciones de diversos reyes, es decir, no ha existido jamás una comunidad entre estas naciones, cabe preguntarse: ¿cómo se fraguó la creación de la Gran Bretaña?
De un lado, de la conocida “acta de establecimiento” (1701), aprobada en Londres, que, al abrir la puerta para el ingreso de la Casa protestante de los Hannover, vetó el acceso a la corona británica a los católicos.
Y de otro, del ‘acta de Unión’ (1707), suscrita por los parlamentos de Inglaterra y Escocia, obtenida solo cuando se garantizó el pago de una gruesa suma de dinero, debida por los escoceses, quienes se habían embarcado en la llamada “aventura del Darién”, como se llamó al fracasado proyecto de crear una colonia, la Nueva Caledonia, en nuestro istmo de Panamá, entonces perteneciente al Nuevo Reino de Granada.

No puede hablarse
de ‘divorcio’ entre las dos naciones, pues no hubo matrimonio consumado

En fin, como el conocimiento de la historia permite entender el hoy, se ha de concluir que no cabe hablar de “divorcio” de dos naciones entre las que jamás hubo matrimonio consumado, como lo demuestra, aún hoy, el “acta de protocolización” construida por Roma hace 1.900 años. Pero, si tercamente se quisiera insistir, deberían invocarse, como causal, los coqueteos escoceses con la vieja Colombia.
* Exfiscal general de la Nación y exdirector de la Justicia Penal Militar. 
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