Realmente se dimensiona el lugar donde uno está cuando ve con sus propios ojos sus sitios icónicos, esos que uno ha esperado literalmente toda una vida para estar ahí. Pero antes de ello uno debe hacer todo un ritual que incluye vuelos, aeropuertos y hoteles, cada uno con sus especiales retos (distancias, no dormir, emplear el bilingüismo, moverse en un mundo nuevo).
Cumplido todo esto, comienza el propósito del viaje. Tras quince horas de vuelo y otra de trámites aeroportuarios, Rusia se abrió a mis ojos el 21 de mayo de este año.
Ya el gigantismo propio de este país se revela en el aeropuerto internacional de Sheremétievo, el segundo más grande de Moscú después del de Domodédovo. Muy a las afueras de la capital rusa, Sheremétevo es una amplia instalación con siete terminales, interconectada con el metro por el tren de alta velocidad Aeroexpress.
No obstante, en las salidas, como en todos los aeropuertos, hay flotillas de taxis esperando por los turistas para llevarlos a la ciudad por tarifas que oscilan entre los 900 rublos (40.000 pesos) y los 4.000 (180.000), dependiendo del lugar de destino, del taxista y del cliente. El viaje ya es todo un espectáculo para la vista: la Moscú moderna se alza entre construcciones de máximo lujo y grandes complejos comerciales, con el río Moscova como testigo. De noche, es una imagen sin igual.
El taxi demoró una hora para llegar al hotel, el Sebastopol Classic, una mole de estilo soviético en el suroeste de la ciudad. A la mañana siguiente comenzó realmente el reto de moverme por una ciudad completamente extraña, pero que parecía conocer por todo lo que había leído y visto sobre ella. Gracias a unas básicas nociones de ruso dadas por Jhon Torres, editor de Justicia de EL TIEMPO, pude sortear muchas barreras, entre ellas saludar, comprar comida y desplazarme.
El metro
A cinco minutos a pie del hotel está la estación de Kajóvskaya, parte de la línea verde del tendido de 333 kilómetros del metro de Moscú. La precisión de reloj de cada uno de los trenes hace que uno pueda decir que en media hora se llega a la Plaza Roja y es así. Ocho estaciones después (Varshavskaya, Kashírskaya, Kolomenskaya, Teknopark, Avtozavodskaya, Paveletskaya, Novokuznetskaya y Teatralnaya) se llega a la emblemática plaza. Es un conjunto mágico: el mausoleo de Lenin y el Kremlin a la derecha, la catedral de San Basilio al fondo, el pasaje comercial GUM a la izquierda y los museos de la Victoria de 1812 y de Historia Nacional.
Al ver ese paisaje, adquirió forma física para mí lo que siempre había estado en mi mente. Impactado por la impresión, mi instinto de amante de la historia me llevó a ‘visitar’ el cadáver embalsamado de Vladimir Illych Ulyanov Lenin. Tras una hora de paciente fila y revisiones por parte de agentes de seguridad, entré al mausoleo, vi al líder revolucionario muerto en 1924, y salí sin tratar de despegar mi mirada de ese cuerpo conservado. ¿Fotos? ¿Videos? No se pueden hacer. Hay cárcel para quién se atreva a hacerlo.
Aún con esa rara emoción de ver a Lenin, la muerte vestida de mármol lo sigue rodeando a uno, pues en una especie de pasillo están las tumbas y bustos de otros líderes de la revolución y jefes soviéticos como Mijaíl Kalinin, Semión Timoshenko, Kliment Voroshílov y José Stalin. La tumba del líder georgiano que gobernó la Unión Soviética entre 1930 y 1953 es la que más flores tiene.
Después de este repaso de historia y política, me desplacé a la catedral de San Basilio, la postal por excelencia de Moscú.
Mandada a construir en 1551 por orden de Iván IV El Terrible, en su interior reposan reliquias de las más famosas escuelas de arte religioso ortodoxo. Una de las atracciones de esta visita es oír a los miembros de la agrupación coral masculina Doros interpretar letanías ortodoxas con gran maestría y pureza.
Todo en aquella plaza es histórico, incluso el viejo arte del consumismo. El GUM fue la primera pasarela comercial del país, abierta en 1893. Grandes diseñadores y joyerías exhiben lujosos artículos en sus vitrinas, pero la estantería más visitada es la de los helados. Por 50 rublos (2.000 pesos) se degusta tal vez uno de los mejores helados del mundo con recetas exclusivas. Fue una de mis paradas más frecuentes en Moscú.
Tal vez la vista más impactante de la ciudad sea la del teatro Bolshói cuando cae la tarde (que en ese incipiente verano era a las 11:00 p. m.). Las luces tenues resaltan sus columnas y hacen más reluciente y magnificente la cuadrilla de caballos que adorna su parte superior. El regreso a mi hotel desde Teatralnaya tenía que tener esa última impresión diaria.
Museos
Moscú es una ciudad plena de museos, pero dos captaron mi atención: el de la Victoria Nacional de 1812 y el de Historia Nacional. En el primero, se hace todo un recuento de la era napoleónica, desde el esplendor del emperador francés en Austerlitz hasta la derrota en Waterloo, con dos pisos enteros dedicados a la guerra ruso-francesa.
En el segundo museo, se pueden conocer vestigios de la Rusia prehistórica, con sus primeros habitantes, hasta la era zarista.
Moscú y ‘lo soviético’
En mi recorrido, pude notar que hay una realidad histórica muy palpable: la Rusia moderna no niega que fue soviética. La hoz y el martillo aún se ven en muchas partes y muchas de las colosales obras soviéticas moscovitas siguen en pie, como el Parque Gorki, el Monumento al Obrero y la Campesina, las Siete Hermanas (rascacielos mandados a construir por Stalin para competir con el Empire Estate de Nueva York) y el mismo busto de Carlos Marx cerca al Bolshói.
Pero este sovietismo es apenas una fachada. El distrito de Arbat, en pleno centro de la capital, es el símbolo de una Rusia zambullida en el capitalismo. Cafés y tiendas de diseñadores atiborran el espacio en medio de un larguísimo bulevar que evoca a las calles de cualquier capital occidental.
Matrioskas
La guía dada por el cónsul de Colombia en Moscú Hernando Piñeros me facilitó llegar a Izmailovo, una especie de ‘Pueblito Ruso’ con un Kremlin en miniatura construido en la década de los noventa en una Moscú que venía siendo muy afectada por la recesión económica.
Allí, grupos de comerciantes montaron un mercado de pulgas en el que el producto más vendido son las famosas muñecas matrioskas, símbolo de Rusia en el mundo. Las hay para todos los gustos y presupuestos. Una matrioska de treinta piezas puede llegar a costar cerca de 30.000 euros.
San PetersburgoTal vez la máxima emoción de este viaje la experimenté en la ciudad que Pedro El Grande (1682-1725) hizo construir a orillas del Báltico. A cuatro horas de Moscú en el tren de alta velocidad Sapsan, San Petersburgo puede ser definida como un museo con río y mar en el que el sol veraniego ilumina las fachadas de dorado.
Y nada más basta con visitar el Museo Estatal del Ermitage, la Plaza del Palacio y la Catedral de San Isaac para sentirse pleno en todo sentido, invadido de arte y gozo cultural. Al modo ruso, la belleza de esos dos lugares es colosal.
La Plaza del Palacio y el mismo Palacio de Invierno (donde está el Ermitage) son lugares realmente históricos. Fue allí donde los bolcheviques de Lenin tomaron el poder en 1917. San Petersburgo era por entonces la capital rusa.
La ortodoxia
A 25 años de la caída de la Unión Soviética, el cristianismo ortodoxo vive una época de esplendor en Rusia, cuestión que pude comprobar en mis visitas, tanto a la Catedral de San Isaac como a Sérguiev Posad, una población que creció en torno al Santuario de San Sergio de Rádonezh, a las afueras de Moscú. Las mujeres, ataviadas con sus velos, cantan fervorosamente las letanías y los hombres se postran ante las imágenes religiosas ricamente ornamentadas.
Los templos, como la Iglesia de Cristo Salvador, en Moscú, deslumbran por su extrema belleza e invitan a la oración incluso al no ortodoxo.
La despedida
Mi travesía por Rusia (o al menos por una parte de este país transcontinental) terminó el 7 de junio, a solo cinco días de la celebración del día nacional del país. Las calles ya se estaban adornando de banderas y lemas patrióticos y, por extraño que parezca a algunos, no se veía ningún póster, retrato o alusión del presidente Vladimir Putin, aunque tiene un 85 por ciento de popularidad.
El taxi me recogió en el hotel a las 3 de la mañana, pues no quería tener ninguna sorpresa en Sheremétievo. Me cobró 900 rublos. A las 4:30 a. m. ya estaba en sala de espera.
A las 6 de la mañana le dije adiós a Rusia con las maletas cargadas de matrioskas, discos y libros.
LUIS ALEJANDRO AMAYA E.
Subeditor Internacional
En Twitter: @luisamaya2