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Europa

Roma: ‘Pan y circo’... y templos

En la antigua Roma, los coliseos llegaron a ser no solo símbolos de la exuberancia del Imperio, sino de la manera como los emperadores creían ofrecer divertimento a un pueblo ávido de emociones que hoy vemos como brutales.

En la antigua Roma, los coliseos llegaron a ser no solo símbolos de la exuberancia del Imperio, sino de la manera como los emperadores creían ofrecer divertimento a un pueblo ávido de emociones que hoy vemos como brutales.

Foto:istock

Una exhaustiva andanza por la historia ya milenaria que ha tenido esta expresión.

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“Pan y circo”, esa celebérrima expresión de Juvenal, que ridiculizó vivencias del Imperio, invita a constatar si a esos instrumentos de manipulación del pueblo, que podían traducirse, de un lado, en entregas gratuitas de trigo, y de otro, en la recreación que suponía la dotación de circos máximos, teatros, anfiteatros, se unía otro: el de los sitios de culto.
La ciudad primitiva tuvo en época de Rómulo sus primeros juegos, en honor a los dioses, y en Numa Pompilio, su segundo rey, la divinización de Rómulo, a quien se dedicó un templo, y los cultos a Jano –el dios de las dos caras, conocedor del pasado y el futuro-, y a Fides, la Pistis griega, hija de Saturnus y Virtus.
Tarquino Prisco, el primer monarca etrusco, dispuso la construcción del Circo Máximo y organizó juegos públicos de un esplendor hasta entonces desconocido, y después de vencer a los sabinos ordenó poner sobre el Capitolio los cimientos del templo, que había ofrecido.
Durante los cinco siglos de la república se dedicaron centenares de templos, bien en el entorno de guerras contra latinos, etruscos, veyenses, volscos, galos, ecuos, sídicos, samnitas, auruncos, ínsubros, cenómanos, cartagineses, macedónicos, dálmatas, teutones, cimbrios, ya para conjurar pestes, con miras a celebrar el fin de crisis internas y hasta para proteger los puertos; lo que iba de la mano de juegos, como los saturnales, los Máximos, “en homenaje a los dioses inmortales”, los escénicos (en medio de una peste, con miras a aplacar la ira de los “celestes”), los anuales y los cuatrienales.
Para conmemorar sus victorias y procurar la consolidación del culto a los dioses, Augusto hizo levantar templos solo en la capital, Damasco, Heliópolis, Nimes, Lyon, Vienne, Pola, Ankara, Afrodisias y Barcelona, pero al mismo tiempo dotó o incentivó la dotación de teatros en Verona, Pompeya, Espoleto, Volterra, Aosta, Taormina, Tarragona, Cartagena, Atenas, Leptis Magna, Caesarea Maritima y Scythopolis (Beit She’an), y anfiteatros en Ostia, Capua, Nimes, Lyon, Orange, Mérida.
Bajo los emperadores Julio-Claudios, Flavios y Antoninos se edificaron o restauraron templos en Roma, Capua, Nola, Mérida, Tarragona, Baelo Claudia, Pompeya, Córdoba, Vienne, Ramnunte, Dura Europos, Alejandría, Salerno, Tívoli, Itálica, Pérgamo, Sbeitla, Atenas, Afrodisias, Antinopolis, Éfeso, Delfos, Alejandría, Epidauro, Heliópolis, Florencia, Lyon y Gerasa, y al mismo tiempo, buscando el favor popular, teatros en Bosra, Trimontium (Plovdiv), Nicea, Petra, Taormina, Benevento, Cartago, Troya, Hierápolis, Filadelfia, Bulla Regia, Cuicul, Dougga, Abrotonum, Corinto, Atenas, Aizanoi, Gerasa, Itálica, Vasio Vocontiorum (Vaison-La Romaine), Baelo Claudia, Sagunto, Tarragona y Gerasa, anfiteatros en Roma, Verona, Ampurias, Deva Victrix (Chester), Pozzuoli, Tarragona y Pola, y circos máximos en Roma, Valencia y Mérida, aptos para espectáculos teatrales, carreras de bigas, cuadrigas, juegos de circo que se ofrecían de “mañana al atardecer”, batallas navales y “combates de gladiadores durante seis días enteros”, en los que se hacían aparecer en la arena hasta “mil bestias feroces”.
Los primeros Severos (Septimio, Caracalla y Avito) tampoco descuidaron la construcción de templos, como en la capital y Emesa, ni la de un nuevo circo en Roma, teatros en Ostia y Pérgamo y el Hipódromo de Bizancio, justo cuando el apologista cristiano Tertuliano afirmaba que con el bautismo “los cristianos renunciamos a los espectáculos teatrales” y todo en el circo refleja “idolatría”, por lo que recomendaba alejarse de esos lugares de “impureza” y “deshonestidad” que tenían en sí carácter “demoníaco”, así como de las tragedias y las comedias, que tenían “implícito lo ilícito y lo impío”, y concluía diciendo que si se quería percibir gloria en la tierra a través de la sangre, “ahí está, tienes la de Jesucristo”.
Alejandro Severo, que concluyó un imponente templo pagano en Cuicul, así como la iglesia cristiana más antigua de la que se tenga conocimiento, en Dura Europos, gustaba más de los juegos atléticos, ya que en relación con comediantes, aurigas y gladiadores acostumbraba a decir que bastaba con mantenerlos a modo de mal necesario, para la “diversión pública”.
Mientras que en medio de la penuria de la “crisis militar” del siglo III Maximino el Tracio pudo haber concluido el portentoso anfiteatro en El Djem, Filipo el Árabe, que acudió a un gran despliegue de juegos y espectáculos con motivo de la celebración del milenio de la ciudad, Novaciano, cristiano ortodoxo que llegaría a ser considerado “antipapa”, insistía en que circos y teatros eran representaciones paganas, “escuelas de vicios e inmoralidad”.
Luego de que Constantino estableció la libertad de cultos en todo el Imperio, se abrió la opción a sitios de culto al dios de los cristianos en Roma, Tréveris, Antioquía, Nicomedia, Aquilea, Jerusalén, Belén y Constantinopla, la “Nueva Roma”, pero el gasto de ingentes sumas de dinero por este “enviado de Cristo” iba de la mano con la destrucción de templos paganos, como en Afaka, Aegae, Mamre y la misma Jerusalén, sin descuidar el esparcimiento popular, como lo demuestra la remodelación del hipódromo de Constantinopla.
Juliano, quien en desarrollo de su política anticristiana emitió el llamado Edicto de Restauración, que llevó a la reapertura de templos paganos, la reconstrucción de los destruidos, e incluso la destrucción de alguna iglesia levantada sobre espacios sagrados paganos, como en Antioquía, justificó los espectáculos sólo como un instrumento para “mantener entretenido al pueblo”, pues odiaba los juegos circenses, estimó “tenebrosos” los de los gladiadores y consideró “sacrílego” el teatro, afirmaciones similares a las de los pensadores cristianos, pero que tuvieron justificaciones diametralmente contrapuestas a las “morales” de estos: de los odiados juegos dijo: “Raramente voy, en las fiestas de los dioses”, sobre las competencias de gladiadores afirmó que sólo se explicaban en cuanto se consagraban a los dioses, y el no haber prohibido el último fue simple resignación ante el gusto popular.
Cuando Teodosio I oficializó la religión ortodoxa cristiana como oficial del imperio proliferó la construcción de templos cristianos o la transformación de los paganos, como en Roma, Milán, Florencia, Damasco, Salónica y Alejandría, y la destrucción de los paganos, tanto en Oriente, como los de Antioquía y Heliópolis, como en Occidente, donde fue particularmente útil el fervor del “caritativo obispo” Martín De Tours. Lo anterior no supuso descuidar los juegos circenses, como lo corrobora otra remodelación del antiguo hipódromo de Constantinopla.
Con Honorio, en Occidente, no solo se multiplicaron los templos cristianos, como en Roma, Milán y probablemente Florencia, mientras que, en Oriente, Porfirio, obispo de Gaza, obtenía permiso de Arcadio para destruir todos los templos paganos de esa ciudad y erigir iglesias cristianas sobre algunos de ellos. En el entretanto, aunque en Oriente Juan Crisóstomo, patriarca ortodoxo de Constantinopla, había afirmado la “inmoralidad” de los juegos y las representaciones teatrales, y en Occidente el mismo Agustín, aparte de considerarlos inmorales, los cuestionaba por haber sido “creados” por los dioses, las autoridades imperiales insistían en su celebración, desprovistos eso sí de reminiscencias paganas.

Como quien conoce la historia puede conocer el hoy, habrá que llamar la atención sobre la permanente necesidad de mantener aplacado al vulgo en Roma a través de templos

Justiniano se preocupó en erigir nuevos templos en homenaje a la ortodoxia cristiana, en Constantinopla, Roma, Filipos, Gerasa, Nicea, Éfeso, “Kaluta”, y hasta en el Sinaí, y destruir las últimas huellas de los paganos, como en Heliópolis y File, todo esto acompasado con la multiplicación de los juegos, como lo recuerda la famosa “revuelta de Nika” entre verdes y azules (a. 532), cuya represión generó alrededor de treinta mil muertos, que se inició precisamente alrededor de una carrera de cuadrigas que se celebraba en el hipódromo de Constantinopla.
Aunque con el transcurso de los siglos los dioses fueron diversamente manipulados, como placebo contra miedos, males, enfermedades y pandemias (pues al ser su designio, era necesario reconciliarse con ellos), con el fin de buscar su “favorecimiento” en las guerras, o para legitimar el ejercicio del poder (afirmando ser sus “protegidos”, sus “encarnaciones”, y luego, como acaeció con el de los cristianos, sus “enviados”), y los mismos dioses variaron, los templos permanecieron, en cuanto necesarios para aprovechar la neurosis colectiva de acudir a figuras regentes de un orden universal, por lo que es pertinente afirmar que, junto al “Pan y circo", instrumentos para mantener adormecido al pueblo de los que hablaba el poeta de Aquino, se encontraban los sitios de culto.
El secular aprovechamiento de las creencias populares, tal vez permita reconocer razón a Cicerón, para quien “los hombres sabios son educados por la razón, los de poco entendimiento por la experiencia, los ignorantes por la religión y las bestias por la naturaleza”, y a Séneca, quien afirmaba que “la religión es considerada por la gente común como verdadera, por los sabios como falsa y por los gobernantes como útil”.
En fin, como quien conoce la historia puede conocer el hoy, habrá que llamar la atención sobre la permanente necesidad de mantener aplacado al vulgo, no solo mediante subsidios y espectáculos gratuitos, sino a través de templos, símbolos esenciales de las expresiones religiosas, y con ellas, al riesgo, más elevado en las tendencias monoteístas, el de la fanatización, que conduce a pensar que determinada creencia es verdad y, por tanto, se debe imponer a los demás.
FABIO ESPITIA
Para EL TIEMPO
*Doctor en investigación, con énfasis en derecho penal y romano, de la Universidad degli Studi di Bari. Docente Universitario. Exfiscal general de la Nación
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