Khalid Masood, el hombre que desató el terror en Londres la semana pasada, no tuvo que atravesar el globo para llegar a Westminster pues nació en Kent, no requirió de armas sofisticadas ya que le bastó un cuchillo y un auto alquilado en Birmingham, tampoco hizo falta que viajara a Yemen o Pakistán para hacerse yihadista porque el islam radical abunda en Europa o puedes conocerlo desde una laptop. No necesitó nada distinto de lo que ofrece cotidianamente la economía de mercado y la sociedad libre en la que creció.
Las democracias tienen el desafío de frenar un terrorismo cada vez más burdo que ataca con camiones o automóviles en Niza, Berlín y ahora Londres. Esas “armas” no pueden ser prohibidas ni sometidas a control especial, y su uso no puede ser advertido con suficiente anticipación por las innumerables cámaras de seguridad que hacen que la capital británica sea también la capital mundial de la videovigilancia.
El dilema es mayor para estos sistemas políticos porque están basados en un poder público limitado, en el respeto de la privacidad y de las libertades. Es por eso que las leyes antiterroristas como el Patriot Act en EE.UU que fue aprobado de manera masiva por el Congreso tras los atentados del 9/11, o la norma británica análoga, generan polémica por dar a las autoridades facultades que van desde registros sin orden judicial hasta detenciones preventivas.
Las democracias tienen el desafío de frenar un terrorismo cada vez más burdo que ataca con camiones o automóviles en Niza, Berlín y ahora Londres
Los defensores de ese tipo de legislación esperan que los organismos de inteligencia puedan conocer, de manera expedita, las comunicaciones de hombres como Masood para descubrir sus planes de atentar contra la seguridad, o puedan asilarlo si sus comportamientos resultan sospechosos. Pero episodios como el de la semana pasada no dan pie a ese tipo de medidas porque se trata de “lobos solitarios” que no se vinculan a ninguna célula terrorista ni la necesitan, por lo cual sus actividades previas a los atentados no suelen ser alarmantes.
(Vea también: 'Tensión en Londres por atentados cerca del Parlamento británico')
El “superterrorismo” que golpeó a Nueva York y el El Pentágono en 2001, estaba enmarcado en una operación de gran complejidad con una red que podría haber sido rastreada en cualquiera de las etapas del proceso: la transferencia de dinero, el entrenamiento de los kamikazes, el acceso a los vuelos comerciales, etc.
Incluso desde Hamburgo, donde operaba la célula de Mohamed Atta. Pero nada de eso podría haberse hecho con Khalid Masood o Syed Farook (autor de la masacre de San Bernardino en California) quienes no necesitaron ingentes recursos, ni contactos, ni mucha anticipación.
Los lobos solitarios -a quienes el Estado Islámico reclama como “soldados” suyos sabiendo que nadie más reivindicará el ataque- son hoy la amenaza más difícil que enfrenta Occidente. Basta un hombre que esté dispuesto a morir y quiera entrar en la historia de la infamia por la promesa de un cielo con 72 vírgenes a su disposición.
Por eso, más allá de las medidas de seguridad, es necesario el compromiso con un islam moderado para combatir las incubadoras de terroristas que hay en las madrazas y mezquitas radicales, no solo en las lejanas Indonesia o Afganistán, sino en lugares como Molenbeek (Bruselas) en pleno corazón de Europa.
CRISTIAN ROJAS GONZÁLEZ
Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana
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