El Tratado de Roma, firmado en la capital italiana el 25 de marzo de 1957 –en un día de lluvia, según las crónicas–, dio inicio a la construcción política de la Unión Europea, un intento de hacer que los europeos cooperaran y dejaran de matarse entre sí tras haber provocado en la primera mitad del siglo XX dos guerras mundiales y decenas de millones de víctimas.Aquella Europa de seis países fundadores fue creciendo y este sábado, cuando cumplió 60 años, contaba con 28 países.
Con los años se creó el mayor mercado unificado del planeta, se eliminaron las fronteras interiores, se aprendió a dirimir las diferencias negociando y no en los campos de batalla, se integró a los antiguos regímenes comunistas liberados del yugo de la Unión Soviética y hasta se creó una moneda común.
Millones de personas viajan hoy sin apenas trámites desde la costa atlántica de Portugal hasta los confines del este de Polonia, desde Irlanda hasta Grecia. Millones de jóvenes europeos han estudiado en otro país gracias a programas como el Erasmus, abriendo así las mentes y los corazones, pues son millones las parejas y los niños salidos de esos encuentros.
Poniendo las luces largas, los logros de la construcción europea aventajan claramente a sus crisis. Los europeos nunca vivieron mejor y la luz de progreso que durante décadas emanó la pequeña UE de seis miembros sirvió de guía para que la Europa del Este y países como Portugal, España y Grecia tuvieran una aspiración democrática mientras pasaban por décadas de dictaduras.
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Tarde casi siempre y mal en algunas ocasiones, los europeos fueron encontrando soluciones a sus distintas crisis, pero hoy el bloque se encuentra en una encrucijada, en lo que los analistas llaman una “policrisis”. El mundo cambió y a Europa, señora elegante pero lenta, le cuesta seguirle el ritmo.
La última década fue de crisis financiera y económica, que dejó desempleo, más pobreza y más desigualdad. Con ella vino una amarga novedad. Las diferencias económicas entre los países del bloque, que llevaban décadas disminuyendo, volvieron a aumentar.
La crecida de las ultraderechas xenófobas, cabalgando una mezcla de miedos reales y ficticios a la inmigración y a la crisis económica, dio pie a tendencias nacionalistas enfrentadas a otras más globalizadoras.
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La falta de solidaridad para gestionar la llegada masiva de refugiados o las nuevas amenazas, como el terrorismo yihadista y una envalentonada Rusia, hacen que la Unión Europea esté en un punto clave de su existencia. Sin olvidar, claro, el euroescepticismo, o esa mirada cada vez más desconfiada de un buen número de europeos hacia las instituciones comunes.
Y sumado a todo lo anterior, el primer gran paso atrás: la decisión de los británicos, adoptada vía referéndum (2016), de abandonar el bloque.
Este miércoles, la primera ministra británica, Theresa May, notificará formalmente al Consejo Europeo sobre la intención del Reino Unido de abandonar el bloque. Eso activará el Artículo 50 del Tratado de Lisboa y dará inicio a dos años de complejas negociaciones para concretar la retirada.
La UE perderá así a su segunda potencia económica tras Alemania –con permiso de Francia–, a un país de 60 millones de habitantes, una potencia nuclear y con asiento permanente y derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y a un puente natural en sus relaciones con Estados Unidos.
No en vano el presidente de la Comisión Europea (poder ejecutivo de la UE), Jean-Claude Juncker, calificó este hecho como “un fracaso” y “una tragedia” para los 28, que pronto pasarán a ser 27.
Pero la mirada no está en el espejo retrovisor, sino concentrada en cuáles deben ser las apuestas hacia el futuro para que uno de los proyectos plurinacionales y pluriculturales más ambicioso que haya construido el hombre pueda sobrevivir y seguir avanzando.
La Comisión Europea reconoce por primera vez que la deconstrucción es posible, que la profundización hacia un macro-Estado es prácticamente imposible por falta de voluntad política y de apoyo ciudadano y que lo más práctico sería transitar por el camino de la “Europa a diferentes velocidades”. Es decir, que unos países sigan adelante con ciertos proyectos mientras otros no se les sumen.
La Europa “a varias velocidades” ya existe. No todos comparten el euro, no todos son miembros del espacio Schengen sin fronteras. Pero Jean-Claude Juncker lo subrayó esta semana al decir: “Ya no es la hora de imaginar que todos podemos hacer todo juntos”.
Guntram Wolff, director del centro de estudios Bruegel, de Bruselas, explicó a EL TIEMPO que la “Europa a varias velocidades es una realidad desde hace tiempo y que el desafío ahora es gestionar las tensiones que pueden surgir entre los que vayan hacia más integración y los que se queden fuera. Eso va a crear tensiones entre el este y el oeste del bloque”.
Fabian Zuleeg, director del European Policy Center, dijo a EL TIEMPO que el nuevo enfoque del concepto de “Europa a varias velocidades refleja la dificultad de embarcar a todos los Estados miembros en acuerdos sobre temas tan complejos como las políticas migratorias, de defensa o económicas”. Según Zuleeg, “esto puede crear algunas divisiones, pero hay que tener en cuenta que es cuestión de elección y que se deja la puerta abierta, es decir que los que se quedan fuera pueden unirse más adelante al grupo de países que se integran a un ritmo más veloz”.
Charles de Marcilly, director de la oficina de Bruselas de la Fundación Robert Schuman, considera que en el futuro esa Europa a varias velocidades es absolutamente “indispensable” para “progresar en los asuntos de seguridad y defensa o sobre la Unión económica y monetaria, por ejemplo”.
Pero este analista también reconoce que países como República Checa, Hungría, Polonia y Eslovaquia “tienen miedo de ser relegados a una segunda división”. Y explica: “Si un día hay un presupuesto de la eurozona, es probable que se destinen fondos que sean de una u otra forma sacados de los presupuestos europeos. Eso significará menos transferencias y menos solidaridad presupuestaria para los países fuera de la eurozona, como Polonia por ejemplo”.
Otro bloque de países, como Holanda, Bélgica y Luxemburgo, también ven lo de las dos velocidades con inquietud, por el temor de un fortalecimiento aún mayor de la posición de fuerza de Alemania y Francia en la conducción de la UE.
La reunión de Roma de este sábado fue precedida de una pequeña cita de los dirigentes europeos con el papa Francisco, tal vez en busca de inspiración divina para vislumbrar el camino futuro de los europeos. La cumbre oficialmente sirvió para reafirmar “su futuro común”.
En Roma se firmó una declaración para recordar aquel Tratado de 1957 que firmaron Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo y que decía que se comprometían a “establecer los fundamentos de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”.
Para Wolff, las grandes prioridades de los próximos años deberían ser “arreglar los bien conocidos problemas de la eurozona, hacerla más resistente y gestionar el ‘brexit’ ”. Zuleeg, por su parte, asegura que las prioridades ahora serán “atajar la policrisis –socioeconómica, migratoria, de seguridad–, gestionar el ‘brexit’ y la inseguridad geopolítica, pero sobre todo el desafío que los populistas suponen no solo para la UE, sino para nuestras propias democracias”.
El rumbo no está claro, pero como le gustaba decir a un diplomático francés ahora jubilado: “E la nave va”.
IDAFE MARTÍN PÉREZ
Para EL TIEMPO
Bruselas
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