Decía Warren Buffet que una de sus mejores estrategias de inversión es tratar de comprar acciones en negocios que son tan geniales que hasta un idiota puede dirigirlos. Porque tarde o temprano, así será.
Aunque a primera vista este pueda parecer otra lección más de un excéntrico multimillonario sobre el mundo financiero, de esta sencilla frase se puede extraer una valiosa lección sobre el poder político y, para este caso en particular, sobre la victoria de Donald Trump en las pasadas elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Para entenderlo mejor vale la pena hacer una breve revisión de lo que alguna vez fue este país.
Al leer la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos a algunos les sorprendería que la palabra democracia no es mencionada ni una sola vez. La razón es sencilla. Los Padres Fundadores, lejos de tener como objetivo principal la recreación de una democracia pura y directa, en realidad buscaban generar un entramado institucional capaz de prevenir la concentración y el uso arbitrario del poder político contra la libertad de los ciudadanos, incluyendo aquel poder emanado de las mayorías aplastantes.
Al respecto, Thomas Jefferson en su segundo discurso inaugural lo expresó de esta manera:
"¿Qué otra cosa es necesaria para hacer de nosotros un pueblo feliz y próspero? Todavía una cosa más mis compatriotas: un gobierno sabio y austero que evite que los hombres se dañen entre sí, pero que los deje libres para regular la persecución de su industria y prosperidad, y que no tome de la boca del trabajo el pan que se ha ganado."
Una explicación igualmente elocuente fue ofrecida por el propio James Madison en el Federalista X. Allí, manifestó las ventajas que una república con poderes estrictamente delimitados puede otorgar para restringir las pretensiones de los grupos organizados con intereses que pudieran poner en riesgo los derechos de los demás.
De esta forma, durante poco más de un siglo, la idea de un Estado limitado que se mantuviera al margen de la vida de los ciudadanos y protegiera la libertad - entendida como la ausencia de la coerción arbitraria proveniente del gobierno o de terceros- contó con un importante respaldo dentro de la población estadounidense.
Expresado en términos económicos, para principios del Siglo XX los gastos de los gobiernos estatales y locales de EE. UU. alcanzaban apenas el 8 por ciento del Producto Interno Bruto del país, el 99 por ciento de la población no pagaba impuesto sobre la renta, el gobierno federal contaba con alrededor de 400.000 empleados -menos del 1 por ciento de la fuerza laboral- y cerca de 165.000 soldados estaban en servicio activo.
Sin embargo, el ideal de un gobierno limitado paulatinamente empezó a cambiar, imponiendo cada vez más una mayor carga burocrática sobre los hombros de los ciudadanos.
Para el año 2015, el peso de los gobiernos estatales y locales en el PIB llegaba a cerca del 35 por ciento, el total de empleados del gobierno sumaban más de 22 millones de personas y las fuerzas armadas contaban con más de 3 millones de miembros activos.
En menos de 50 años el número de programas de subsidios gubernamentales pasó de 1.019 en 1970 a 2.329 en el 2016 y el número de normas, leyes y reglas pasó de 7.401 en 1976 a más de 169.593 para el año 2010. En efecto, el poder político aumentó de forma impetuosa su influjo sobre la vida y la libertad de los estadounidenses que por cada vez más motivos se veían obligados a tener al gobierno como una figura cotidiana en sus vidas.
Los efectos de esta extralimitación de funciones del gobierno, sin embargo, van mucho más allá del ámbito económico.
Desde la Segunda Guerra Mundial el Congreso de los Estados Unidos no ha declarado ninguna guerra. En otras palabras, el uso de las fuerzas militares en Corea, Vietnam, Irak (1 y 2) y Afganistán han sido todas realizadas a discreción del Ejecutivo y sin la correspondiente y constitucional declaración de guerra por parte del Congreso.
De la misma manera, durante la administración de George W. Bush, como consecuencia de los ataques del 11 de septiembre, se firmó la Autorización para el Uso de Fuerza Militar que otorgó un amplio margen de discrecionalidad a la cabeza del ejecutivo para perseguir al terrorismo en el lugar del planeta que el Presidente considerara pertinente.
Con toda certeza, aquellos que respaldan un Estado cada vez más grande y poderoso, no suelen prever que en algún momento ese poder puede ser ejercido por sus adversarios.
Así, el ejercicio unilateral del poder por parte de la rama ejecutiva y en contra de la idea del Congreso como un contrapeso, es también una evidencia de la erosión a los límites al poder. Un ejemplo reciente es la manera en que el presidente Barack Obama se justificó en la inacción del Congreso para expedir órdenes ejecutivas que dieron origen a la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés) y Acción Diferida para Padres de Estadounidenses y Residentes Legales (DAPA, por sus siglas en inglés).
Este exceso contó con una escasa oposición del partido Demócrata, el mismo que durante la pasada campaña presidencial mostró un temor justificado al observar en Donald Trump un contrincante impredecible, errático y con altas probabilidades de abusar de ese poder estatal cada vez más condensado.
En definitiva, Estados Unidos se ha alejado poco a poco de sus principios fundacionales y las facultades del gobierno han desbordado los límites que la Constitución alguna vez le impuso. No obstante, una valiosa lección quedara para la posteridad: la mejor estrategia para evitar los abusos del poder es mantener un Estado tan pequeño y limitado en sus funciones que cualquier personaje con ínfulas de déspota o tirano pueda llegar a dirigirlo. Porque tarde o temprano, así será.
JULIO CÉSAR MEJÍA QUEVEDO
Director del Movimiento Libertario
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