En enero del año pasado, pocos días después de posesionarse como nueva vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Karris convocó en su despacho una reunión del más alto nivel para discutir la situación de Centroamérica. Joe Biden, su jefe y nuevo ocupante de la Oficina Oval, le acababa de asignar el portafolio de la región, con especial énfasis en el llamado Triángulo Norte, zona compuesta por Honduras, Guatemala y El Salvador, que desde el comienzo fue identificada como prioritaria para la joven administración demócrata por ser el origen de buena parte de la inmigración ilegal hacia EE. UU. y ruta para el narcotráfico.
Gran parte de la cita se enfocó en Juan Orlando Hernández, el entonces presidente en Tegucigalpa (Honduras). De acuerdo con funcionarios de la DEA y del Consejo Nacional de Seguridad, Hernández estaba untado hasta el cuello en el tráfico de droga y existía un proceso en su contra abierto por una corte de Nueva York, pero secreto hasta ese momento.
Harris, que antes de su paso por el Senado y de llegar a la Casa Blanca había sido fiscal en California, no lo dudo ni un instante: “Entonces hay que empapelarlo. Vamos por él”, habría dicho la vicepresidenta según personas que asistieron a ese encuentro. Pero sus asesores le recomendaron una pausa.
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Primero, porque EE. UU. tenía como costumbre –no escrita– evitar el encausamiento de presidentes en ejercicio por razones prácticas. Mientras Hernández permaneciera en el poder gozaba de inmunidad y la revelación de un proceso en su contra podría desatar una crisis en el país y la región. Además, le dijeron a Harris que EE. UU. necesitaba de Honduras para enfrentar la crisis migratoria que se veía venir y que amenazaba con descarrilar los primeros meses de la administración Biden.
Ese día, sin embargo, se desarrolló una especie de hoja de ruta para lidiar con la explosiva situación: mientras Hernández permaneciera en el poder, EE.UU. evitaría cualquier contacto gubernamental y trabajaría en su lugar con la sociedad civil y las personas de su entorno. Paralelamente, se le retiraría su visa –algo que sucedió oficialmente en junio del año pasado– mientras avanzaba la investigación en su contra y se preparaba el golpe definitivo.
Para nosotros, el acceso a las élites es clave. Y no es tan importante si se trata de un violador de derechos humanos o un narcotraficante mientras sirva al propósito.
Ese golpe llegó el pasado lunes, 15 días después de que Hernández abandonó el poder. El Departamento de Estado de EE. UU. entregó a la Cancillería hondureña una solicitud de arresto con fines de extradición contra el expresidente para que responda por cargos de narcotráfico elevados por la fiscalía sur de Nueva York.
A las pocas horas, Hernández abandonó su residencia esposado de manos y pies. Un desenlace dramático para una de las personas más poderosas de Centroamérica y el inicio de un nuevo capítulo judicial mientras el país resuelve su futuro próximo con Xiomara Castro a la cabeza.
De acuerdo con la solicitud, que fue conocida por este diario, a Hernández se lo acusa de participar en una “violenta conspiración de narcotráfico” y de ser responsable de exportar a EE. UU. más de 500 toneladas de cocaína procedentes de Colombia y Venezuela. Así como de recibir cientos de millones de dólares en sobornos desde el 2004 para permitir el flujo de drogas de su país y proteger a delincuentes, al igual que su posible rol en el asesinato de varios de sus socios.
Cargos que el expresidente niega con vehemencia y, dice, están basados en testimonios de criminales que cooperan con las autoridades de EE. UU. para reducir sus sentencias.
"Juan Orlando Hernández es un maleante y sacó provecho de nosotros porque descubrió que mientras cooperara con nosotros en los temas migratorios podía sobornarnos para ignorar todo lo otro".
Aunque la solicitud de extradición y arresto de Hernández fue explosiva, tanto en Washington como en Tegucigalpa era un secreto a gritos. Especialmente por el caso de su hermano, el congresista Juan Antonio ‘Tony’ Hernández, otra poderosa figura en Honduras, que fue capturado en el 2018 cuando estaba de visita en Miami, Florida, y que tras un proceso ante el distrito sur de Nueva York fue condenado en octubre de 2019 a cadena perpetua más 30 años por la importación de más de 185 toneladas de cocaína.
A lo largo de todo su proceso, tanto fiscales como testigos apuntaron a que el expresidente siempre estuvo detrás de los negocios de su hermano. De hecho, según los fiscales, la primera elección de Hernández en el 2013 fue financiada por dineros del narcotráfico, y describieron a la dupla como los culpables de haber convertido a Honduras en un narco-Estado.
Como parte de la evidencia, las autoridades presentaron supuestos pagos del ‘Chapo’ Guzmán, jefe del cartel de Sinaloa, a los Hernández. Algo que también salió a relucir durante el juicio del narcotraficante mexicano en el 2019. En el proceso, las autoridades describieron cómo los Hernández vendían armas a los narcos mientras les avisaban con anticipación de redadas de la DEA en conjunto con la policía.
“Convirtieron a Honduras en eje del tráfico internacional de droga y uno de los sitios más violentos del mundo”, dijo uno de los fiscales en el proceso contra ‘Tony’. Pero lo que no dijeron, al menos no en público, es que por décadas Washington optó por mirar para el otro lado mientras los hermanos Hernández supuestamente hacían de las suyas.
“Para nosotros, el acceso a las élites es clave. Y no es tan importante si se trata de un violador de derechos humanos o un narcotraficante mientras sirva al propósito. Juan Orlando Hernández es un maleante y sacó provecho de nosotros porque descubrió que mientras cooperara con nosotros en los temas migratorios y en la lucha contra los narcos podía sobornarnos para ignorar todo lo otro”, decía recientemente a la revista New Yorker el exembajador de EE. UU. en Honduras Cresencio Arcos.

Seguidores de Juan Orlando Hernández protestan al conocer su detención.
Efe
Algo especialmente notorio durante la presidencia de Donald Trump. A pesar de los polémicos cambios constitucionales que permitieron la reelección de Hernández en el 2017, el presidente republicano fue de los primeros en felicitarlo. De hecho, lo declaró “un aliado valioso y confiable”.
En gran parte porque Hernández, un conservador, se ‘casó’ con Trump en el tema migratorio, que fue clave para su triunfo en el 2016. Al punto de firmar un acuerdo de tercer país, que le permitía a EE. UU. enviar a Honduras a migrantes detenidos en la frontera con México. Y la cooperación continuó sin trabas pese al arresto y condena de su hermano en el 2019 por narcotráfico.
“Tras su salida del poder –dice una fuente en Washington–, Hernández dejó de ser útil y de allí lo que estamos viendo”.
Aun así, su futuro es bastante incierto. Una extradición a EE.UU. sería un gran triunfo para Biden y de paso un fuerte mensaje para otros líderes de la región como Nayib Bukele, en El Salvador, que caminan por el sendero de la autocracia. Pero no será fácil. Hernández cuenta con algo de inmunidad por ser parte del Parlamento Centroamericano, y su partido sigue siendo poderoso en el Congreso hondureño.
El caso, que debe ser resuelto por la Corte Suprema de Justicia, le fue asignado a un juez que según la prensa hondureña tiene estrechos nexos con el partido conservador.
Y aunque Xiomara Castro es enemiga de Hernández –lo ha acusado en el pasado de narcotráfico–, y depende mucho de la asistencia de EE. UU., tiene su propia agenda. Que ha sido muy criticada por haber promovido en el Congreso una amnistía para su esposo, el expresidente Manuel Zelaya, y miembros del exgobierno. Por ende, pujar ahora por la extradición de su rival sería polémico y podría salirle costoso.
En cualquier caso, lo de Hernández en Honduras es toda una novela de alta tensión cuyo último capítulo apenas ha comenzado a escribirse.
SERGIO GÓMEZ MASERI
Corresponsal de EL TIEMPO
Washington
En Twitter @sergom68