En la colección de hechos que han sacudido al mundo –como el brexit, el ‘No’ colombiano al plebiscito por la paz o el triunfo de Trump– se podría sumar un acontecimiento que si bien todavía no está consumado, porque el tribunal supremo israelí aún no se pronuncia, sí siembra zozobra sobre las reales intenciones del Gobierno de Israel respecto al futuro del pueblo palestino y su verdadero compromiso frente a la paz y el consenso de que la salida del conflicto es la de dos Estados, uno al lado del otro.
El parlamento (Knesset) votó una ley que le permite al Estado declarar tierras israelíes a terrenos privados palestinos en los que los colonos han construido viviendas sin autorización –pero con la tolerancia del Gobierno–, en Cisjordania ocupada. Es la “legalización del robo”, clamaron del lado palestino.
En ese sentido, la legislación internacional es clara: todos los asentamientos judíos en territorio ocupado por Israel en la guerra del 67 son ilegales. Más aún, el IV Convenio de Ginebra, que Israel no aplica, reza que es ilegal que una potencia ocupante efectúe el traslado de una parte de su población al territorio por ella ocupado. Y ni hablar de la resolución 2334 del Consejo de Seguridad de diciembre, que condenó sin atenuantes la colonización. Hasta la administración Trump dijo que eso hace poco por la paz.
También es ilegal internamente, porque la confiscación o expropiación de tierras privadas palestinas va contra la ley, y las compensaciones a los legítimos propietarios no mitigan la violación de dicha ley. Por eso se teme que lo que viene sea una anexión pura y dura de Cisjordania, que es junto con Gaza y Jerusalén este, como capital, a lo que aspiran los palestinos para su Estado.
Pero en el Israel de Netanyahu todo puede pasar. Hace días se oponía al proyecto. Pero cuando los ultranacionalistas religiosos amenazaron con retirarle apoyo para seguir en cabeza del Ejecutivo, y ante un eventual adelanto de elecciones, terminó dejándolo pasar. Por años, el país se ha vendido al mundo como el único en la región con una democracia verdadera y apego al Estado de derecho. Por eso, la Corte Suprema es la última esperanza.
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