La vida de Carlos Mosquera, un joven de padres inmigrantes que llegó a Estados Unidos cuando apenas tenía cinco meses, dio un giro de 180 grados a mediados de 2013. Hasta ese momento, Mosquera era una promesa del fútbol estadounidense al que varias universidades del país le habían ofrecido becas por su talento deportivo y logros académicos.
Pero todo cambió durante un entrenamiento con el equipo de su colegio en el que recibió un golpe que le provocó una fractura de tibia y peroné. Tras la operación, su médico le recetó oxycodone, un opioide que se utiliza para mitigar el dolor.
Aunque una semana más tarde Mosquera se sentía mejor, continuó utilizando el medicamento de manera rutinaria. “El médico me lo formuló unas cuantas veces más. Le mentí diciéndole que aún sentía dolor. Pero cuando dejó de hacerlo, seguí buscándolo a través de amigos y, luego, en el mercado negro. La droga me hacía sentir en paz y la idea de no tenerla me causa ansiedad”, dice el joven, quien prefirió usar un nombre ficticio para contar su historia.
En los últimos 4 años, Mosquera lo perdió todo. Aunque logró ingresar a la Universidad de Virginia con una beca, la adicción le ganó la batalla y fue expulsado de la institución por bajo rendimiento. Ha estado cuatro veces en recuperación y dos sobredosis con opioides lo tuvieron al borde de la muerte.
Su caso es uno entre cientos de miles de estadounidenses y decenas de comunidades en el país que están siendo arrasadas por lo que las autoridades han bautizado como “la peor epidemia de drogas en la historia de EE. UU.”
La situación no es nueva. De hecho, fue parte integral de la exitosa campaña del presidente Donald Trump, pues cuando acusó a los mexicanos de ser “criminales y violadores” se refería también al tráfico de heroína desde el vecino país y a la violencia que este fenómeno genera en las calles del país. Pero, el asunto cobró nuevamente relevancia con la publicación, este mes, de dos reportes que le han dado nuevas dimensiones a la tragedia.
El primero, de la Universidad de Columbia, en Nueva York, sostiene que en EE. UU., el consumo de heroína (un opioide semisintético que se produce de las plantas de amapola), se quintuplicó en solo una década: de por menos 0,3 por ciento de casos entre la población en el 2001 pasó al 2 por ciento de consumidores en el 2013.
El segundo reporte, de la Agencia Federal para la Investigación y Calidad de la Salud, documentó un aumento del 99 por ciento entre el 2005 y el 2014 de pacientes que ingresaron a las salas de emergencias por abuso de opioides. Según este estudio, tan solo en el 2014, más de un millón de personas fueron atendidas en hospitales del país por síntomas de sobredosis.
Ambos reportes, sin embargo, serían solo la punta del iceberg. De acuerdo con el Centro para el Control de las Enfermedades (CDC), en el 2015, las muertes por abuso de drogas en el país sumaron unas 52.000 personas en el 2015, y, según datos preliminares, se estima que esa cifra fue de 59.000 en el 2016. Dos tercios de estas muertes están relacionadas con el consumo de opioides sintéticos y semisintéticos, más que las causadas por armas de fuego (unas 33.000 en el mismo periodo) y casi las mismas ocasionadas por accidentes de tránsito (unas 40.000).
En total, entre 1999 y 2015 han perecido más de 560.000 personas por el abuso de esas sustancias. Algo solo comparable con todos los decesos atribuidos al sida desde que apareció en la década de los ochenta.
“Esta crisis se está robando las vidas de más de 50.000 estadounidenses todos los años. Eso es casi la misma cantidad de gente que perdimos en la guerra de Vietnam. Y, lo más grave es que la situación está empeorando”, le dijo a EL TIEMPO Rafael Lemaitre, quien trabajó durante muchos años en la Oficina del Zar Antidrogas de Estados Unidos (ONDCP).
Como todas las epidemias, la de los opioides no nació de la noche a la mañana. Pero, su origen es mucho más controvertido que la epidemia del crack en los 80 o cualquier otra que se recuerde.
Según Lemaitre, a comienzos de los años 80, la comunidad médica del país llegó a la conclusión de que el dolor era un “quinto signo vital” que hasta entonces había sido menospreciado y que debía ser considerado para evaluar un problema de salud.
A eso se sumó la aparición de drogas como el Oxycodone o el Hidrocodone, que fueron promocionadas por los laboratorios como la panacea, no solo para el tratamiento de enfermedades terminales, sino para manejar dolencias comunes, como la artritis o el dolor de espalda.
Los doctores, presionados por los laboratorios y los mismos pacientes, comenzaron a recetar estas drogas de manera rutinaria. Para ponerlo en contexto, de las 79 millones de prescripciones médicas para opioides que se recetaron en 1991, se pasó a casi 260 millones en el año 2012, según datos de la CDC. Es decir, más de una prescripción médica por cada adulto estadounidense.
Bertha Madras, profesora en el departamento médico de la Universidad de Harvard, sostiene que al 'boom' de los opioides contribuyeron dos reportes financiados por laboratorios y publicados en 1981 y 1986, en los cuales se concluía que estas drogas no solo eran seguras para el manejo a largo plazo de dolores diferentes a los producidos por el cáncer, sino que no causaban adicción.
“El problema comenzó cuando se comenzó a tratar enfermedades crónicas con las mismas drogas que se empleaban para episodios agudos de dolor. Fue una especie de tormenta perfecta”, explica Kim Johnson, director del Centro para el Tratamiento de Abuso de Sustancias del gobierno de EE. UU. Mientras laboratorios, distribuidores, médicos y farmacias hacían fortunas con la avalancha de los opioides, gran parte del excedente de la droga terminó en el mercado negro o siendo consumida en fiestas de adolescentes.
Todo bajo la mirada indiferente –algunos dicen cómplice– del Gobierno y el Legislativo, que tardaron muchos años en reaccionar. De hecho, la DEA, encargada de monitorear la proliferación de sustancias controladas –como se clasifica a estas drogas en EE. UU.–, pasó casi dos décadas ampliando los cupos de su producción para satisfacer la creciente demanda.
Los primeros signos de la epidemia comenzaron a registrarse a comienzos de este siglo. A diferencia de los estragos causados por otras drogas –como el crack y la cocaína–, la penetración de los opioides no se limitó a los grandes centros urbanos o a las minorías (como los afroamericanos).
Su epicentro se esparció por decenas de estados con altas poblaciones rurales y de raza blanca como Nueva Hampshire y Virginia del Oeste.
Esto sucedió en gran parte porque las drogas de prescripción médica no cargaban con el estigma del ‘crack’ o la heroína administrada por vía intravenosa. “Hay que recordar además que eran drogas recetadas por los mismos doctores”, añade Madras.
La situación comenzó a cambiar de rumbo a partir del 2007, cuando el laboratorio Purdue Pharma (que produce Oxycontin) tuvo que pagar una multa de 600 millones de dólares luego de declararlo culpable por engañar a doctores, pacientes y agencias reguladoras al minimizar los efectos adictivos de la sustancia. Hoy se sabe que estas drogas producen adicción si son consumidas con frecuencia y que la dosis tiende a incrementarse con el tiempo en la medida en que los usuarios desarrollan tolerancia.
Desde entonces, las autoridades han venido apretando las riendas. La DEA ha reducido las cuotas de producción y ha reclasificado el riesgo de varias de estas sustancias para limitar su acceso. A los médicos se les ha instruido para recetarlas en casos de enfermedades crónicas, solo cuando sea muy necesario y luego de un minucioso estudio de la historia del paciente. Así mismo, se han establecido nuevas guías para limitar la cantidad de dosis que se le entrega a un paciente afectado con dolores agudos.
Aunque estos pasos eran urgentes y han reducido de manera sustancial las sobredosis con drogas de prescripción médica, el remedio ha sido igual de grave que la enfermedad.
“Miles de personas que ya eran adictas quedaron en el aire cuando estas drogas comenzaron a desaparecer del mercado negro y se hizo más difícil adquirirlas. De allí su transición a la heroína, una droga ilegal pero disponible en las calles que tiene efectos muy similares a los opioides de prescripción”, afirma Silvia Martins, profesora en epidemiología y una de los autoras del estudio de la Universidad de Columbia.
La heroína que hoy se consigue no solo es 10 veces más potente, sino cinco veces más barata que las pastillas de laboratorio, lo que explicaría el impresionante aumento de sobredosis causadas por la sustancia.
Aunque esta droga nunca desapareció de las calles de EE. UU., la nueva demanda ha provocado un tsunami en su producción, tráfico y venta.
Para darse una idea, el año pasado, las autoridades del país decomisaron tan solo en la frontera sur, cuatro veces más cantidad de heroína que en el 2015. Más que una medida de éxito, lo que esa cifra indica es un creciente volumen del tráfico, pues se estima que por cada kilo decomisado otros 10 logran entrar.
De acuerdo con el más reciente informe de la DEA sobre tráfico de estupefacientes, el 80 por ciento de la heroína que ingresa a EE. UU. estaría llegando de México. Colombia, con unas 1.000 hectáreas cultivadas de amapola, también tendría una fracción del mercado.
Para agravar más las cosas, desde hace un par de años, las autoridades comenzaron a detectar la presencia de fentanil, otro opioide sintético hasta 100 veces más poderoso que la heroína. Tan poderoso que solo algunos gramos pueden generar una visita a la sala de urgencias.
Según Maura Healey, fiscal de Nueva York, el fentanil es ahora la droga preferida por los narcos mexicanos, pues es más barata de producir que la heroína y su potencia en minúsculas porciones permite traficarla con mayor facilidad. Solo el año pasado fue la responsable de miles de sobredosis, entre ellas la del cantante Prince, y se teme que irá copando el mercado a un ritmo acelerado.
Si bien el panorama se ve negro, Lemaitre cree que hay motivos para tener esperanza. “Este es uno de los pocos temas frente al que demócratas están de acuerdo y trabajan de la mano para incrementar los fondos necesarios para expandir el tratamiento y la prevención”, dice, no sin antes aclarar que falta mucho camino por recorrer. Teme, por ejemplo, que los republicanos que intentan reformar la ley de salud que se aprobó bajo la administración de Obama eliminen una provisión que obliga a las aseguradoras a tratar la adicción como una enfermedad y ofrecer tratamiento para los adictos.
Trump, por su parte, ha indicado que la problemática figura alto en sus prioridades, por lo que nombró un panel de expertos para encargarse de su estudio y ofrecerle recomendaciones sobre la manera de enfrentarla.
Pero, como dice Madras, políticos y funcionarios deben entender que la única salida para esta crisis es un enfoque integral que abarque toda la cadena del problema. “Apretar la producción, restringir el tráfico y educar a médicos, pacientes, jóvenes y padres sobre los peligros de estas drogas. E, igual de importante, ofrecer tratamiento y ayuda para los millones de adictos que ya hay en el país”.
Solo así, quizá, serán menos los que tengan que vivir la pesadilla de la que aún no se despierta el joven Mosquera.
SERGIO GÓMEZ MASERI
Corresponsal de El Tiempo
En Twitter: @sergom68
Washington