En enero de 2001, George W. Bush tomaba las riendas de Estados Unidos intentando disuadir las acusaciones de fraude tras las elecciones y mostrándose como un “conservador compasivo”, en comparación con los otros candidatos republicanos.
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Cuando apenas habían transcurrido ocho meses de su primer mandato como presidente, Bush tuvo que enfrentarse a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, cuya respuesta fue declarar la “guerra contra el terrorismo”, una campaña militar internacional iniciada en Afganistán para derrocar a los talibanes, destruir al grupo terrorista Al Qaeda y capturar a Osama bin Laden, autor intelectual de los ataques.
Para 2003, su administración comenzó la guerra de Irak bajo el pretexto, que más tarde se demostró como falso, que el régimen de Sadam Hussein poseía un programa activo de armas de destrucción masiva y que el Gobierno iraquí representaba una amenaza para Estados Unidos y Occidente.
Bush pasó de ser un candidato presidencial que se oponía a la idea de Construcción de nación (nation-building) –expresión que se refiere al proceso de estructurar una nación forjando una identidad nacional por medio del poder del Estado– a ser un presidente comprometido a escribir la atribulada historia de Oriente Próximo bajo este concepto.
Bajo su mandato, EE. UU. asumió la responsabilidad de la estabilidad y el desarrollo político de Afganistán e Irak intentando exportar su modelo democrático a través de la intervención militar. Un ambicioso objetivo que, 20 años después, demostró ser un rotundo fracaso en momentos en que la inestabilidad política en la región le muestra al mundo su peor cara.
“La gran fractura en Oriente Próximo fue precisamente el comienzo de este intervencionismo liberal que se da luego del 11 de septiembre. La seguridad nacional fue la excusa para que EE. UU. exportara un modelo hegemónico y cambiara las dinámicas geopolíticas a nivel global”, le explica a EL TIEMPO Daniel Linsker, asociado de la consultora global de riesgos y estrategias Control Risks.
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Tropas de Estados Unidos atraviesan Siria e Irak en 2003.
EFE / Ahmed Mardnali
El regreso de los talibanes a Afganistán (...) no es más que el resultado de algo que ya estaba gestándose y nos hacía entender que a lo que estábamos volviendo era al statu quo del pasado
Y es que antes del 11 de septiembre, si Estados Unidos sentía que podía ignorar el caos en un lugar tan lejano geográficamente como Afganistán, con la llegada de la globalización, la intersección del terrorismo religioso y las armas de destrucción masiva, esas áreas periféricas se convirtieron en la preocupación central.
“La globalización hizo que termináramos con un Oriente Próximo, probablemente, siendo el más inestable en toda su historia. Del optimismo inicial que desató el 11S, en donde fuimos testigos de las altas expectativas tras la Primavera árabe o los procesos de paz de Oslo, 20 años después tenemos un proceso de paz entre Israel y los palestinos muerto, a Siria con un dictador asentado en el poder, a Líbano desbaratándose, Irak siendo un desastre, Irán gobernado aún por los ayatolás y, por supuesto, el regreso de los talibanes a Afganistán visto como el cierre fatal de ese nation-building que no es más que el resultado de algo que ya estaba gestándose de tiempo atrás y nos hacía entender que a lo que estábamos volviendo era al statu quo del pasado”, señala Linsker.
Según los expertos, la visión conservadora de la promoción de la democracia que quería impulsar Bush –y que fue mantenida por los gobiernos subsiguientes– requiere, para poder funcionar, “de una combinación de factores más allá de una intervención militar”. “Es claro que para lograr este objetivo también se necesitaba de un cambio de cultura que francamente nunca vimos durante estos años en Oriente Próximo”, resalta por su parte el analista Oliver Wack.
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La plaza Tahrir de El Cairo fue escenario de protestas contra Mubarak, hoy expresidente de Egipto.
Khaled Desouki / AFP
La historia así lo demostró. Tan solo en Egipto, tras la salida en 2011 de Hosni Mubarak, asentado en el poder por casi 30 años, se dio la entrada de los Hermanos Musulmanes pasando de un dictador a una fuerza política con la misma visión antidemocrática.
“Mientras no exista esa aceptación cultural de lo que implica una democracia, que va mucho más allá de votar, muchos países de Oriente Próximo demostraron que este modelo de democracia occidental, por ahora, no se aplica a ellos. Lastimosamente lo aprendimos de la peor manera”, sentencia Wack.
El retorno de los talibanes al poder en Afganistán, las facciones del Estado Islámico avivando la hoguera y Saif al-Islam, hijo del asesinado dictador Muamar al Gadafi, apareciendo tras una década de caos con ganas de postularse a la presidencia demuestran que la historia se repite.
“La idea de la exportación de la democracia a través de la intervención militar no funcionó y lo único que ha causado en Oriente Próximo es la exacerbación del conflicto”, expresa Wack, mientras que Linsker agrega que, paradójicamente, la salida definitiva de Estados Unidos de Afganistán puso sobre la mesa que “lo único que mantenía la cohesión interna del país era un régimen represivo y poco tolerante de la democracia y de los derechos humanos”.
Y este parece un “negocio a largo plazo”, como lo advirtió el célebre politólogo estadounidense Francis Fukuyama. “Ya sea por razones de derechos humanos o de seguridad, EE. UU. ha intervenido mucho durante los últimos 20 años y ha asumido un nuevo compromiso de construcción nacional cada dos años desde el final de la Guerra Fría. Lo hemos negado, pero estamos en este negocio a largo plazo. Será mejor que nos acostumbremos y aprendamos a hacerlo, porque es casi seguro que habrá una próxima vez”.

Desfile de vehículos Humvee por parte de los talibanes este miércoles 1.º de septiembre en Afganistán.
EFE/EPA/STRINGER
Si bien los talibanes parecen los mismos, en realidad también vemos nuevas fuerzas y lógicas que obedecen a la evolución del terrorismo en estos últimos 20 años
¿Cómo o dónde será esa próxima vez? Es un interrogante cuya respuesta se halla en escenarios poco imaginables hace dos décadas.
“Las arenas de combate han cambiado en estos 20 años, teniendo el mundo virtual como un nuevo espacio de ataque, aunque los blancos siguen siendo los mismos. Mientras que en los años 90 era esencial para los talibanes tener una base en Afganistán para poder operar, hoy en día la proliferación de zonas grises en África subsahariana y otras partes de Oriente Próximo hacen que existan suficientes puntos desde donde grupos terroristas internacionales, como el Estado Islámico o Al Qaeda, lanzan sus ataques”, reflexiona Wack.
En ese sentido, algo que también cambió después del 11S fue la noción de terrorismo. “Los atentados fueron un llamado de alerta para el mundo, nos hicieron ver que ese no era solo un tema que afectara o le compitiera a ciertas naciones”, puntualiza Linsker, quien considera que el Afganistán versión 2021 “va a ser diferente”.
“Si bien los talibanes parecen los mismos, en realidad también vemos nuevas fuerzas y lógicas que obedecen a la evolución del terrorismo en estos últimos 20 años”, dice.
Eso, sumado a una región hambrienta de tener una guía de cómo comportarse, le abre los caminos a que múltiples ofertas cambien de nuevo la lógica sin que signifique necesariamente estabilidad.
“Están recibiendo múltiples ofertas de China, de los rusos e incluso de los europeos. Tal vez lo que vamos a tener en los próximos años sea mucha más inestabilidad en un Oriente Próximo carente de legitimidad”, afirmó Wack.

El presidente George W. Bush habla con el primer ministro de Canadá, Jean Chretien, antes informar a la nación del inicio de los ataques militares en Afganistán en octubre de 2001.
AFP / Casa Blanca / archivo
En sus memorias, Decision Points (2010), Bush le dedica todo un capítulo a Afganistán y escribe: “Afganistán fue la misión suprema del nation-building. Habíamos liberado al país de una dictadura primitiva y teníamos la obligación moral de dejar atrás algo mejor. También teníamos un interés estratégico en ayudar al pueblo afgano a construir una sociedad libre, porque un Afganistán democrático sería una alternativa esperanzadora a la visión de los extremistas”.
Sin embargo, políticos y analistas lo criticaron unánimemente por no hacer coincidir su elevada retórica con los programas, políticas y presupuestos para implementarlos.
“La tarea resultó ser aún más abrumadora de lo que esperaba”, escribió Bush, afirmando que parte de la dificultad radicó en la enorme complejidad de la tarea. “La democracia es un viaje que requiere que una nación cree instituciones de gobierno como tribunales, fuerzas de seguridad, un sistema educativo, una prensa libre y una sociedad civil vibrante”, señaló.
Más allá de eso, el problema residió en la capacidad del gobierno de EE. UU. “Nuestro gobierno no estaba preparado para la construcción de una nación”, escribe Bush.
La gran lección de Afganistán, y del resto de países de Oriente Próximo, parece ser que la construcción de una nación y el fomento de la democracia requieren de mucho más tiempo y esfuerzo del que las burocracias están acostumbradas a gastar en política exterior.
“Permitir que los extremistas recuperen el poder traicionaría todos los logros de los últimos años. También pondría en peligro nuestra seguridad. Olvidar esa lección sería un terrible error”, afirmó el expresidente. Ahora sus palabras resuenan en medio del resurgimiento de los mismos insurgentes 20 años después.
STEPHANY ECHAVARRÍA NIÑO
SUBEDITORA DE INTERNACIONAL
En Twitter: @dulcitodemora
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