Cuando el presidente de Zimbabue, Robert Mugabe, destituyó el 6 de septiembre a su vicepresidente Emmerson Mnangagwa para favorecer las ambiciones de poder de la primera dama, Grace Mugabe, olvidó que el sigilo y los ataques por sorpresa contra oponentes políticos le valieron a su antiguo aliado el apodo ‘Cocodrilo’.
En su única comunicación desde que fue cesado, Mnangagwa prometió que regresaría de su exilio en Sudáfrica para “volver a controlar los resortes de nuestro bello partido y país” y los militares le han hecho el trabajo sucio: deshacerse de los Mugabe para que su partido, la Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (Zanu-PF, por sus siglas en inglés) lo nombre nuevo líder.
Desde aquel comunicado no se ha vuelto a saber nada del político, de 75 años, un veterano de la guerra de liberación que desarrolló fuertes lazos con el ejército durante su etapa frente al Ministerio de Defensa. Ni siquiera después de ser designado número uno de la Zanu-PF de forma provisional y candidato para las presidenciales del 2018, el también exministro de Justicia y portavoz del parlamento ha roto su silencio.
Aunque ahora es visto como el salvador de la democracia zimbabuense y es vitoreado por los mismos que se manifiestan contra Mugabe, Mnangagwa tiene un pasado oscuro: como ministro de Seguridad tras la independencia en 1980 jugó un papel clave en la matanza de más de 20.000 miembros de la etnia ndebele.
La llamada operación Gukurahundi, que muchos califican de genocidio, fue una purga étnica contra simpatizantes de la Unión del Pueblo Africano de Zimbabue (Zapu), que se saldó con la fusión de la formación Zanu-PF y le valió a Mugabe su ascenso a la presidencia, ya que hasta entonces gobernaba como primer ministro.
En el funeral de su hermano, en el 2010, dijo: “Para los que fuimos instruidos para destruir y matar y hemos visto la luz en los últimos años de nuestras vidas, nuestra recompensa está en el cielo”. Sin embargo, el nuevo líder de la Zanu-PF habría tenido entre ceja y ceja otra recompensa más terrenal: su nombre ha estado vinculado desde hace años a posibles conspiraciones para acabar con el reinado de Mugabe y ascender a la jefatura de Estado.
Estas teorías, unidas a las que lo situaban como un paciente aspirante a sucesor de Mugabe, tras su muerte, desencadenaron la ira de Grace Mugabe, que también sueña con heredar la presidencia de manos de su marido. Tras conseguir en el 2014 una vicepresidencia que creía ganada, Grace inició una campaña pública de desprestigio contra él.
La campaña tuvo un punto de inflexión cuando Mnangagwa fue hospitalizado de urgencia con síntomas de haber sido envenenado tras un mitin de Grace, lo que el entonces vicepresidente consideró como un intento de asesinato. Tan solo un día después fue destituido.
Grace interpretó su silencioso exilio como una victoria, pero los viejos aliados de Mnangagwa en las Fuerzas Armadas apenas tardaron una semana en alzarse contra el Gobierno y detener al presidente, a la primera dama y a sus ministros afines en respuesta a las purgas en el seno de la Zanu-PF.
El nombre de Mnangagwa sale ahora en todos lados para encabezar un Gobierno transitorio de concentración hasta las presidenciales del año que viene, en las que tratará de convertirse en presidente de Zimbabue tras eliminar de una vez por todas a sus adversarios políticos.
EFE