Quizás sea una herencia –¿o una tara?– que nos dejó la educación cristiana: el colombiano supone que para ser feliz hay que sufrir. O mejor: cree que su felicidad es más sabrosa o más valiosa si antes ha tenido que soportar golpes, dramas, tragedias.
No es la idea de sobreponerse a las adversidades o de sortear los obstáculos que a diario se presentan. Es algo más profundo: es la convicción íntima de que para llegar al paraíso prometido o para estar más cómodo en él por toda la eternidad hay que padecer males, no tener lo que hay que tener y conformarse con los dolores.
Quizás por eso los colombianos todos, los 23 que están en guayos en el Mundial de Fútbol, los 30 mil que persiguen a estos por toda Rusia y los 50 millones que los ven por televisión, tienen una felicidad multiplicada con la clasificación de la Selección de fútbol a los octavos de final de la Copa del Mundo luego de su victoria 1-0 sobre Senegal.
Es jueves en Samara; la vieja capital de los cosmonautas soviéticos en la época del socialismo y la guerra fría, la Selección y su pueblo tocaron el cielo con las manos como disparados en un viejo Soyuz, tras haber padecido todos los males y pobrezas posibles en la tierra del grupo H.
Hay un mérito enorme en ello, pues la lista de percances es agobiante: perdió el primer partido contra un Japón inesperado y quedó condenada a ganar y a volver a ganar; su volante ancla, Carlos Sánchez, fue expulsado en ese juego y sancionado para el siguiente contra Polonia y un imbécil ruin en las redes sociales lo intimidó; su volante ancla bis, Abel Aguilar, se lesionó; su volante estelar y máximo crac, James Rodríguez, también cojeó y no jugó en dos de los tres partidos y, finalmente, hubo que remar contracorriente en todo un angustioso, complicado y deficiente partido in extremis contra Senegal que, entre otras cosas y según dicen, es una voz que navegó desde un lenguaje nativo: sanu gaal, que significa “nuestra canoa”.
Pues “remando” contra esa canoa, que en colombiano significa esforzándose como un macho, la Selección que no tuvo la chispa ni la explosión de la goleada sobre Polonia, clasificó como primera de su zona gracias a un Yerry Mina convertido en inesperado goleador salvador, con una Falcao solitario y sin balas de plata y con un David Ospina de ocho brazos en arco.
Obstáculos hubo, como también hombres para sortearlos. Homo sapiens y homo faber. Los que pensaron y trabajaron en la cancha y la zona técnica. Más lúcidos contra Polonia, más luchadores contra Senegal, más nublados contra que contra Japón.
Quizás Colombia ganó el grupo con esa palabra mística y mágica que en fútbol es la jerarquía, un algo que está en el juego sin saberse bien lo que es, pero que va con los ganadores, los que vencen sin saberse a veces bien cómo lo hacen, los que han aprendido a ganar y lo hacen tan naturalmente como respirar, como hablar. Colombia era la favorita para imponerse en el grupo y así pasó remando contra canoa.
Ese es quizás el gran mérito de esta Colombia que ya llegó a los octavos de final para enfrentar a Inglaterra, el martes en Moscú: lo hizo a pesar de ese largo listado de vicisitudes que la condenarían a la eliminación en otra época, en otro momento. Pero no ahora.
Quizás esta Selección Colombia del Mundialazo de Brasil 2014 y de ahora, haya clasificado porque adquirió esa jerarquía intangible que pesa y se vuelve triunfos, así se logren a pesar de esto y de lo otro; con golpes, dramas, tragedias, siendo felices, muy felices porque sufriendo, como enseñaron en la clase de catequismo del Padre Astete, es mejor, ¡carajo!
GABRIEL MELUK
Enviado especial de EL TIEMPO
Samara (Rusia)
En Twitter: @MelukLeCuenta
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