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Armero: las lecciones que el lodo no enterró

Cerca de 20.000 personas, un tercio de la población de Armero, murieron en la tragedia de 1985. El lugar del desastre fue declarado campo santo.

Cerca de 20.000 personas, un tercio de la población de Armero, murieron en la tragedia de 1985. El lugar del desastre fue declarado campo santo.

Foto:Archivo El Tiempo

La desaparición de un pueblo del Tolima en 1985 motivó la creación de un sistema de prevención.

Natalia Puentes
Los 90 millones de metros cúbicos de agua, lava, piedra y árboles que pasaron sobre Armero, Tolima, el 13 de noviembre de 1985 –sorprendiendo a sus habitantes en medio del sueño, la repetición de un partido de fútbol o una cena tardía a las 11:30 de la noche–, parecían entonces una amenaza “desconocida e impredecible”, según la describió el gobernador de Caldas de la época, Jaime Hoyos.
Fue, en efecto, la segunda tragedia volcánica más mortal del siglo XX, detrás de la del monte Pelée, en Martinica, en 1902. Un tercio de la población de Armero, 20.000 personas, murió en una noche por la avalancha de hielo derretido que generó la erupción del volcán Nevado del Ruiz, a 50 kilómetros de allí.
El desastre, sin embargo, no llegó sin avisar. Durante meses, recuerda Francisco González, director de la fundación Armando Armero, y por entonces un estudiante que visitaba su pueblo cada fin de semana, los habitantes se habían acostumbrado a la ceniza que tapaba los parabrisas de los carros y servía de juego para los niños.
El 24 de septiembre, 19 días antes de la erupción, Hernando Arango Monedero, representante a la Cámara por Caldas, citó a los ministros de Minas, Gobierno, Defensa y Obras Públicas a un debate en el Congreso. Explicó el antecedente de un deshielo súbito en 1595, registrado en los archivos históricos, y la ola “de 160 metros de altura” que descendió por la ladera del volcán llevándose lo que encontró a su paso.
Tras aclarar que no pretendía ser un “profeta de desgracias”, Arango Monedero concluyó su ponencia con una predicción involuntaria: “Que no se diga mañana que no se advirtió, que no se diga”.
Esas palabras fueron, de alguna forma, fundacionales. “En Colombia, en términos de gestión del riesgo, se habla de antes de Armero y después de Armero”, dice Carlos Iván Márquez, director entre 2011 y 2018 de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo (UNGRD), una entidad que, de hecho, es heredera de la tragedia.
“En 1985, Colombia se dio cuenta de que no contaba con un sistema de atención de desastres. Había ruedas sueltas, cada institución trataba de hacer lo que podía”, explica. Tres años después de la avalancha se creó la Ley 46 de 1988, que dio origen a la UNGRD, y por primera vez se centralizaron los esfuerzos para no solo responder ante la naturaleza, sino también para intentar predecirla.
Tras más de dos décadas de evolución, en 2012, como reacción a la emergencia por el fenómeno de La Niña, se emitió la nueva norma de gestión de riesgo, la 1523, que establece criterios aún más específicos para prevenir desastres, incluidos aquellos originados por las megaobras de ingeniería.
Esa fue la hoja de ruta con base en la cual, ante la coyuntura de Hidroituango, se ordenó en 2018 la evacuación preventiva más grande de la historia del país: 25.500 personas de los municipios de Valdivia, Caucasia y Tarazá, ante el riesgo de colapso de la presa por un derrumbe en el túnel de desviación del río.
“La evolución del sistema de gestión de riesgo ha sido muy grande y le ha costado mucho sufrimiento a Colombia. Hoy tenemos consejos de gestión en los 32 departamentos y en poco más de 800 municipios”, dice Eduardo José González, actual director de la UNGRD.
El fortalecimiento del sistema, reconocido en 2018 por la funcionaria de más alto rango en la ONU en materia de reducción de desastres, Mami Mizutori, por estar integrado en los planes de desarrollo del país y contar con una proyección hasta 2030, se ha construido sobre una historia de tragedias y aprendizajes; “Siempre en esa ingrata ecuación de vidas perdidas y posterior reflexión”, como señala el prólogo del libro Colombia menos vulnerable, que cuenta la historia del sistema, publicado por la UNGRD en 2016.
Los progresos han venido detrás de las catástrofes, como poniendo parches para el futuro, y los casos de éxito se caracterizan por pasar casi desapercibidos. El triunfo de un esquema de alerta ante desastres es, después de todo, que no haya una tragedia que reportar.
Eso fue lo que pasó la madrugada del 12 de agosto de 2018 en Mocoa. O mejor, lo que no llegó a pasar. Un año antes, el 31 de marzo de 2017, una avalancha devastó la capital del Putumayo y dejó cerca de 330 muertos.
A partir de este hecho, la UNGRD y el Instituto Geofísico de la Universidad Javeriana comenzaron a trabajar en un sistema de alerta que detectó algo inusual en la noche del 12 de agosto de 2018.
“En tres horas cayó una cantidad de lluvia equivalente a un mes de precipitaciones en Bogotá”, explica Alfonso Mariano Ramos, profesor de la Universidad Javeriana y director del proyecto. Ese dato fue suficiente para que a las 3:33 de la madrugada, cuando dejó de funcionar el sensor cauce arriba, en el cruce de las quebradas Taruca y Taruquita, se dispararan las alarmas.
Once minutos después, el torrente de lodo golpeó la ciudad; derribó dos puentes que recién se estaban reconstruyendo y echó abajo varias casas. Estas, sin embargo, estaban vacías. Veinte mil personas, sorprendidas por las sirenas en medio del sueño o en su desvelo, evacuaron. No hubo muertos ni heridos.
El legado de Armero, y de las demás tragedias que han obligado a dar pasos para mejorar la gestión del riesgo, no es solo el desarrollo de capacidades para prever los desastres, las cuales ya existían hace 35 años, sino sobre todo la consciencia de que estas señales deben ser tenidas en cuenta, y que, al hacerlo, se salvan vidas.
Natalia Puentes
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