En casi todos los retratos que Francis Bacon pintó, los personajes tienen una sonrisa a medio camino entre un grito y una risotada. Con ese rictus ambiguo, esa mueca indescifrable, el pintor quiso sintetizar el horror del siglo XX. Bacon jamás hubiera imaginado que, un tiempo después, uno de sus personajes cobraría vida y se convertiría en presidente de Estados Unidos. Si no me creen, miren a Donald Trump: en su cara se ha instalado esa misma expresión que oscila entre la ira contenida y la risa histérica.
Hemos sido testigos –durante esta agotadora presidencia que todavía no cumple un año– de momentos calcados de un lienzo del artista británico. Recordé la atmósfera lúgubre de sus cuadros, hace unos meses, cuando vi la fotografía en la que Kathy Griffin posa con una cabeza ensangrentada, idéntica a la de Trump, entre sus manos. La broma le costó caro a la comediante estadounidense: a los pocos días fue despedida de su trabajo. Más adelante posteó un video en YouTube en el que decía, entre lágrimas, que Trump y su familia estaban decididos a acabar con su vida. Estados Unidos se afincó en la era de las decapitaciones públicas por cuenta de bromas grotescas. Bacon sonreiría, encantado, ante semejante carnicería.
Es un lugar común decir que el mundo se desplomó con el comienzo del ciclo trumpiano. Parece ser que la humanidad entró en una época sombría en ese lejanísimo inicio del 2016, cuando Donald empezó a hacerse notar. Pero tengo la inquietante impresión de que desde que el señor presidente es una presencia constante en mi vida –en la de todos–, me río más. El desastre que significa el hecho de que Trump sea presidente tiene al menos algo bueno: ha desatado una fuerza humorística contenida que estaba reprimida. Y seamos honestos: el mundo tampoco iba tan bien antes de su llegada.
El gesto de Griffin es fallido: por violento y porque, en su literalidad, no es gracioso. No trasciende la fantasía primaria de decapitar a Trump (que a estas alturas debe de ser bastante común). La escenificación es pobre, ya que apenas busca una gratificación inmediata. Sin embargo, vi en esa representación burda un impulso de transgresión. Lo mismo me ocurre cuando veo la parodia del mandatario que hace Alec Baldwin. Hay un cuerpo político que toma forma, en sus actuaciones, y se enfrenta al poder brutal de Trump. No en vano en esta temporada que acaba de terminar, Saturday Night Live volvió a ganar un puesto preponderante —que había perdido— en el canon de la comedia estadounidense. Esto, gracias o a pesar de Trump.
Al lado de Baldwin, McCarthy y el resto del elenco de SNL, están Trevor Noah, Stephen Colbert y Chelsea Handler, por citar algunas nuevas voces de la comedia que se fortalecieron. Su opinión ganó un peso inusitado en el debate público. Los límites, por supuesto, son difusos. Después de la respuesta desmedida de Trump a la broma de Griffin, Baldwin —en su nuevo papel de némesis del tirano— llamó públicamente al presidente “un idiota senil”: un comentario que no tiene nada de gracioso.
Trump es un blanco fácil. No solo es un hombre de apariencia ridícula, con gustos dudosos e ideas peligrosas. Además, sus apariciones están plagadas de momentos de humor involuntario. Pero quizás lo que lo hace una presa más suculenta es que no se sabe burlar de sí mismo. Su antecesor, Barack Obama, si bien entendía las bromas que le hacían, siempre participaba en ellas. Y salía triunfante, con una sonrisa a prueba de todo.
Reírse del poder, invariablemente ha sido un alivio social. La caricatura política es una catarsis, un escudo en el que rebotan los abusos. Ante el estilo agresivo de Trump, ha renacido un humor que confronta, sin miedo a golpear fuerte. A lo mejor no sea un espectáculo agradable, pero es edificante. Y, seguramente, las cabezas seguirán rodando.
FELIPE RESTREPO POMBO
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