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Lecturas Dominicales

Escolios a un texto explícito

Nicolás Gómez Dávila, autor de 'Escolios a un texto implícito', 
en su biblioteca, con cientos de ediciones antiguas y textos clásicos.

Nicolás Gómez Dávila, autor de 'Escolios a un texto implícito', en su biblioteca, con cientos de ediciones antiguas y textos clásicos.

Foto:Archivo Revista Cromos

Se publica un libro con las anotaciones que Ernesto Volkening hizo a los Escolios de Gómez Dávila.

Pero también han llegado,
en la dorada plenitud de ese instante,
las fieles señales que, a mi favor,
rescatan cada día el ávido tributo de la tumba…
Álvaro Mutis, ‘Un gorrión en el Menshuar’.
En algún momento de 1949, por lo que he podido averiguar, el joven poeta bogotano Álvaro Mutis presentó a dos de sus mejores amigos en la vida que no se conocían hasta entonces: Nicolás Gómez Dávila y Ernesto Volkening. Ningún rastro sobrevive de ese encuentro, por desgracia, pero no es raro imaginárselo siendo Mutis como era, con sus carcajadas exuberantes y su entusiasmo sin límites por la inteligencia y la amistad.
Los dos tenían una vida muy diferente, casi contrapuesta: Gómez Dávila era uno de los ricos herederos de don Nicolás Gómez Saiz, banquero, comerciante de telas, miembro emblemático y apuesto de esa aristocracia bo-gotana que parecía vivir para siempre en el siglo XIX y en la que hasta la servidumbre hablaba en francés para reproducir aquí, en el trópico, en el páramo, el ‘spleen’ de París.
Volkening, en cambio, era un inmigrante que había huido de Alemania en 1934 a causa de la persecución de los nazis por su militancia socialista, y cuando llegó a Bogotá ese mismo año a buscar a su padre, también prófu-go de su patria, le dijeron que había muerto hacía cinco días en una pensión del Parque Santander y le dieron como herencia lo único que había dejado sobre su mesa de noche: un ejemplar del Afrodita de Pierre Louÿs.
Nicolás Gómez Dávila era millonario y vivía de la renta, entre otras cosas porque nunca cometió el error, tan común entre los aristócratas bogotanos, de meterse a acrecentar la fortuna de sus mayores con ideas ruinosas y fu-nestas. Eso jamás. Ernesto Volkening, en cambio, sobrevivía como traductor de catálogos comerciales para las empresas de la ciudad. Caminaba todo el día, comía en restaurantes populares.
Ambos, sin embargo, y cada uno a su manera, eran espíritus de excepción: cultos, refinados, solitarios. Eso fue lo que debió de pensar Mutis al presentarlos, que cómo era posible que dos seres así no se conocieran en la vida y no compartieran su grandeza, su lucidez, su resignación ante un mundo tan necio contra el cual solo quedaba el refugio de los libros, que es refugio y es consuelo.
Porque ambos lo habían leído todo y en su lengua original. Por caminos muy distintos –tan distintos como sus vidas– y con acentos e intereses muy diferentes, sí, pero con una sabiduría que debió de sorprenderlos a los dos desde el primer momento, y eso los unió para siempre y los hizo amigos y confidentes, pares en el sentido más profundo y más bello de la palabra.
Por entonces era muy célebre la tertulia que Gómez Dávila tenía los domingos por la noche en su casa, en su biblioteca descomunal de la que Arnold Toynbee, de visita alguna vez por Bogotá, dijo que era la mejor biblioteca privada del mundo, rebosante de ediciones antiguas, textos clásicos, libros con las tapas de cuero o pergamino que la hacían ver, según Volkening, como una abadía benedictina.
Pero Volkening jamás iba a esa tertulia: su timidez y su discreción se lo impedían, su desdén por los chismes políticos, su distancia con el círculo social de “don Nicolás”, como lo llamaba. Aunque Alberto Zalamea, que sí iba, me dijo un día que la razón verdadera por la que “don Ernesto” (como le decía Gómez Dávila) nunca estaba allí era porque su presencia lo cambiaba todo, le daba otro vuelo a la conversación.
Era como si hubiera una sintonía entre esas dos almas, decía Zalamea, que creaba una especie de halo y barrera que aislaba a los demás y los dejaba por fuera de ese universo de guiños y referencias, autores que solo ellos dos conocían, señas masónicas de una amistad que implicaba una serie de conocimientos y sutiles pactos y evocaciones que hacían muy difícil, casi imposible, que nadie más pudiera entrar allí.
En el diario de Volkening, que fue publicado durante años en la revista Eco, de la cual él era el director y el alma, se ve su devoción irrestricta por Gómez Dávila, el deslumbramiento ante el prodigio de su inteligencia. El 10 de noviembre de 1972, luego de una larga conversación hasta la medianoche con “don Nicolás”, dice Volkening: “Mi buena estrella, como si en ella quedara escrito que un día tendríamos que encontrarnos…”.
Y añade: “¿Cómo es posible que en nuestros días se reúnan en una persona tantas y tamañas cualidades del espíritu? Alrededor de 1880 aún había en Alemania hombres de su talla. Tuve que llegar a los sesenta y cuatro años de edad para ver y creerlo...”. Luego, el 7 de septiembre de 1976, sentencia categórico: “Fuera de Nicolás Gómez Dávila no veo a nadie que sepa la hora que marca el reloj del mundo…”.
Pero esa amistad permitió no solo un diálogo brillante en torno a los libros y los días, sino que también hizo posible la concepción de la obra de ambos maestros: la de Gómez Dávila, un tesoro de la filosofía y una especie de milagro teñido por la belleza, el humor y la sapiencia; la de Volkening, la obra crítica más importante y visionaria que se haya escrito jamás en Colombia.

Lo fundamental es lo que hay en este texto único: la lectura de uno de los libros más grandes escritos en Colombia, hecha por el mejor lector que hubo aquí

Volkening era un autor ‘público’: un crítico cuyos textos se publicaban en Eco, donde él fue el primero en demostrar, por ejemplo, la grandeza de García Márquez, su valor perdurable y universal. Pero allí también reveló y tradujo lo mejor de la literatura europea, desde Elias Canetti hasta Thomas Bernhard, explicada y atizada en su español que parecía –y era– una lengua inventada, un dialecto solo suyo y luminoso y adictivo.
Gómez Dávila era un autor ‘privado’ y clandestino: un pensador que en la soledad de su biblioteca, ante ese fuego, iba tejiendo una lenta meditación sobre los temas fundamentales de la teología, la filosofía, la política, el arte, la vida. Ese es el ‘texto implícito’ al que alude el título de sus libros, un texto al cual le iba clavando, hasta agrietarlo e iluminarlo, sus ‘escolios’, sus comentarios al margen: Escolios a un texto implícito.
Los aforismos de don Nicolás son un fulgor que contiene su propia sombra: una lámpara que riega su luz sobre sí misma para resaltar así su contorno, todo lo que está por fuera. Ese es también el texto implícito: lo que invoca cada escolio y nos lo ofrece como una revelación y un secreto. Parece un acertijo o un misterio pero es más bien lo contrario, el conjuro que lo resuelve y le da sentido. Un estallido, una epifanía.
Gómez Dávila iba escribiendo sus escolios en unos cuadernos de colegio y los dejaba madurar en silencio, hasta que el rescoldo se enfriara; hasta que solo quedara el recuerdo del fuego, su poesía. A veces ese proceso de destilación duraba años, entonces lo compartía con unos pocos amigos. En 1973 le entregó siete tomos de sus notas a Ernesto Volkening, quien de inmediato se propuso leerlas y comentarlas una por una.
Volkening llenó a su vez una serie de cuadernos con sus comentarios a los escolios –escolios a los escolios, digamos–, y luego se los devolvió a su autor como si allí se prolongara su diálogo de años, de siglos. Esos cuadernos estaban en la biblioteca de Gómez Dávila, adquirida por el Banco de la República. Y ahora por fin se publican en una impecable edición hecha por Alfredo Abad, Francia Goenaga y Efrén Giraldo.
Pero lo fundamental es lo que hay en este texto único: la lectura de uno de los libros más grandes escritos en Colombia, hecha por el mejor lector que hubo aquí. Como si tuviéramos el privilegio, de eso se trata, de asistir a las conversaciones nocturnas de este par de sabios solitarios; como si gracias a este libro pudiéramos entrar por fin al territorio sagrado de su amistad y su diálogo.
La historia de la literatura, de hecho, nos recuerda amistades y diálogos así: Cicerón y Ático, Petrarca y Boccaccio, Montaigne y Étienne de la Boétie, Chateaubriand y Joubert (tan parecida esta amistad, por otro lado, a la de Mutis y Gómez Dávila, que los adoraban). Es una larguísima y noble tradición: la del amor intelectual, la de la hermandad que nace en la lectura y la escritura compartidas.
Pero estos Diarios de lectura de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, como se llama el libro, son un caso excepcional y muy feliz. Primero, por el hecho de que en un mismo tiempo y lugar se encontraran dos seres así; y segundo, porque de ese encuentro quedó este testimonio alucinante: el espejo que les contrapone Volkening a las ideas de Gómez Dávila, y sobre el cual añade las suyas propias con no menos gracia y belleza.
Un espejo que prolonga un texto, eso es este libro, escolios a un texto explícito. Así había que leer a Leonardo Da Vinci, que escribía al revés: en su reflejo, por la espalda. Y como le pasó con García Márquez cuando era feliz e indocumentado y dijo de él que era lo más grande que nos había pasado y nos iba a pasar, y nos pasó, Volkening también acertó en su juicio sobre Gómez Dávila, al que consideraba un clásico sin igual.
Ahora es muy fácil reconocerlo, cuando en Europa los filósofos más prestigiosos no pueden creer que en Bogotá, Colombia, hubiera un pensador así. Y sus libros se leen en todas las lenguas y sobre ellos se escriben tratados, tesis, más libros. Eso don Ernesto ya lo sabía y así lo dijo en la soledad de su diario: “Para encontrar a uno que sea de la talla del autor de los Escolios sería necesario remontarse hasta Pascal…”.
“La crítica literaria incluye todo lo que al hombre inteligente se le ocurra decir sobre un libro…”, escribió Nicolás Gómez Dávila en un escolio. No hay una definición mejor del destino de Ernesto Volkening, ejercido con nobleza, discreción, lucidez, decoro y una sabiduría como ha habido muy pocas en nuestro país, que fue el suyo.
La buena estrella –la de ambos– que quiso que dos seres así se encontraran en la vida también hace posible, hoy, que sus lectores seamos partícipes, al menos testigos, de ese milagro.
Basta abrir las páginas de este ‘diario’ y su luz nos llega intacta: qué afortunados fuimos de que se conocieran, qué afortunados somos de poder leerlos. Juntos aquí, para siempre. 
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
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