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Lecturas Dominicales

Siempre Dante

Estatua de Dante frente a la Basílica de Santa Croce, Florencia.

Estatua de Dante frente a la Basílica de Santa Croce, Florencia.

Foto:iStock

El mundo conmemora este martes los 700 años de la muerte del autor de la Comedia. 

juan esteban constaín
Este próximo martes 14 de septiembre, o más bien desde la víspera el lunes 13 por la noche, el mundo conmemora un siglo más de la muerte en Ravena, en 1321, de Dante Alighieri, quizás el más grande poeta de todos los tiempos, y que empiece la pelea. Setecientos años de ese día en el que, según dijo Boccaccio, Dante descansó por fin en los brazos de su amada Beatrice y dejó atrás las miserias de este mundo.
(Le puede interesar: 700 años de la muerte de Dante).
Las conmemoraciones históricas suelen revelar y explicar mucho más al presente que las hace que al pasado que con ellas se celebra o se evoca. Todo aniversario, el que sea, es un espejo de quien lo oficia, en especial si se trata de un acto público, porque en él se proyectan los intereses y las contradicciones, las intenciones, las angustias, los problemas de quienes acuden a la historia para fijar en ella una idea de su propio tiempo.
Eso suele pasar con la eternidad, que no dura para siempre, en cambio la historia sí –por ahora– y en su versión oficial y conmemorativa, a través de los años, vamos viendo cómo evoluciona el pasado: cómo cambia el pasado con cada nueva generación que lo piensa y lo renueva y se asoma en él y lo usa para resolver sus conflictos y para extraerle nuevas preguntas y nuevas respuestas, siempre distintas.
El caso de Dante es muy elocuente en ese sentido, como suele serlo en todos, y esa es una de las claves de su grandeza, porque su fama póstuma ha servido para encarnar y atizar, a lo largo de los siglos, los propósitos más diversos: el de la unidad italiana, por ejemplo, o el de la supremacía cultural de Florencia en el Renacimiento. El del esplendor del catolicismo medieval, pero también el de su ancestro pagano y secular.
Lo interesante es que esa fama póstuma de Dante, digámoslo así, y sé que suena absurdo, alcanzó a tocarle a él en vida, a pesar de las amarguras del exilio y la derrota. O incluso gracias a ellas, pues su periplo de corte en corte por toda Italia, tras su expulsión de Florencia en 1302, no hizo más que acrecentar su aureola de mártir y su renombre como el más brillante, talentoso y docto de los poetas y pensadores italianos. 

Lo interesante es que esa fama póstuma de Dante, digámoslo así, y sé que suena absurdo, alcanzó a tocarle a él en vida, a pesar de las amarguras del exilio y la derrota

Y sin duda lo era, sin duda. Aunque hablar de ‘Italia’ en esa época es un error y una ficción, salvo por la geografía, porque en términos políticos y culturales la península era un enjambre de poderes feudales muy diversos y enfrentados entre sí y una suma de realidades regionales y lingüísticas que eran a la vez frontera y abismo, las grietas de una nación con más pasado que cualquiera pero que fue la última en llegar a serlo de verdad.
Por eso Dante tiene el valor que tiene, no en vano, en el relato mítico de la unidad italiana y su espíritu nacional. Pasaron muchos siglos antes de que ese proyecto se consumara en 1861, pero el origen de todo está allí, no en Roma sino en ese poeta llamado Durante di Alighiero degli Alighieri, el Dante, el sumo poeta, el más grande. En él y en su lengua que es solo suya y se volvió la de todo un país, el suyo.
Por eso en 1865, al cumplirse el sexto centenario del nacimiento de Dante, el Reino de Italia, que acababa de crearse y era un milagro –un milagro sin la bendición de la iglesia, además–, lo celebró como si fuera un hecho religioso y no literario, la religión de la patria. También en 1921, cuando el sexto centenario de su muerte, hace cien años, el Reino de Italia botó la casa por la ventana para honrar al más grande de sus hijos.
l retrato más conocido de Dante Alighieri, obra del pintor renacentista Andrea del Castagno y conservado por la Galería degli Uffizi, es presentado tras su reciente restauración.

l retrato más conocido de Dante Alighieri, obra del pintor renacentista Andrea del Castagno y conservado por la Galería degli Uffizi, es presentado tras su reciente restauración.

Foto:EFE / Gallerie degli Uffizi

En ambos casos lo que importaba era el presente, no el pasado; en ambos casos Dante era un símbolo y un instrumento: un fantasma cuyo nombre servía para reivindicar, como el que más, la validez de un proyecto político cosido con sangre y con lágrimas, como lo dice, creo, algún personaje de Corazón, la novela de Edmondo De Amicis. Más que Cavour o Garibaldi o los Saboya, Dante fue el gran prócer de la unidad italiana.
Pero eso es así por su grandeza literaria, por la proeza y el misterio excepcional que es su obra. Tanto que se discute mucho, desde hace mucho, qué tan grande es Dante de verdad, qué tan buen poeta es. Como si su importancia política y cultural eclipsara su poesía, mucho más celebrada y citada que leída, porque además arrastra consigo, como pasa siempre con los clásicos, el estigma y la maldición de serlo, el peso de lo sagrado.
Es una desgracia porque los grandes libros, con su fama y su gloria abrumadoras, se vuelven, por eso mismo, libros intocables, libros que nadie quiere visitar. Al final hay que leerlos como lo que son también, libros prohibidos en cuyas páginas está siempre la clave para profanarlos y desentrañar su luz y su riqueza. Ese es el único método que hay para los clásicos, tomarse su veneno que es veneno y es antídoto a la vez.

Los grandes libros, con su fama y su gloria abrumadoras, se vuelven, por eso mismo, libros intocables, libros que nadie quiere visitar

Con Dante pasa eso, hay que meterse en la selva oscura. Si uno coge, por ejemplo, la Vida Nueva, se encuentra con el que es quizás el más moderno de los libros que alguien haya escrito jamás, en cualquier época. Eso que ahora llaman tantos la ‘autoficción’ está ya toda allí en ese texto de vanguardia que es relato y es diario de lecturas, crítica literaria, poesía, ficción y reflexión. Todo, impresionante.
Por eso se dice siempre que la obra de Dante es la mejor expresión y síntesis de la sabiduría medieval, lo cual no es solo cierto sino que es también (para muchos, por desgracia demasiados) escandaloso, pues el medioevo se sigue asociando con la oscuridad, la decadencia, la ignorancia y la enfermedad. Ese falso esquema dialéctico que contrapone la luz de la Antigüedad, las tinieblas de la Edad Media, y otra vez la luz de la Modernidad.
Ya se sabe que ese esquema es una caricatura estúpida y falaz y que, como lo dijo en su momento Johan Huizinga, entre otros, la llamada ‘Edad Media’ es un periodo fundamental y aleccionador de la historia de Occidente, que nace allí como concepto y como proyecto consciente, y lo es por su riqueza, su complejidad, su erudición y su sabiduría. Ni la Antigüedad ni la Modernidad existirían, valga la paradoja, sin la Edad Media.
Y quien mejor encarna esa paradoja es Dante, porque en su obra lo que se resume y lo que brilla y desemboca es eso: toda la labor de preservación –sí, preservación– de la cultura grecorromana que hizo la iglesia desde el siglo V, pero adobada ahora, en el siglo XIII en el que Dante nació, por una nueva sensibilidad que había estado fraguándose quizás desde el año 1000 o al menos desde que empezaron las cruzadas en 1095.
El siglo XIII, el siglo de Dante, es el siglo en el que empieza la Modernidad, podría decirse también. Por dos hechos que lo inauguran y que están relacionados hasta lo más profundo, pues además ambos fueron promovidos por el mismo Papa, el siniestro Inocencio III. El primero de esos hechos fue la cuarta cruzada, en la que los occidentales saquearon Bizancio en 1204; y el segundo de ellos fue la cruzada contra los cátaros, iniciada en 1209.
Ambas cruzadas, si se piensa bien, fueron una puñalada en el corazón mismo de la Cristiandad, ya que las dos fueron un ataque de Occidente contra sus propios correligionarios y no contra el islam: la primera, contra los griegos; la segunda, contra los albigenses. Pero hay una coincidencia clave: ambos ámbitos, Bizancio y la Provenza de los cátaros, el mediodía francés, eran el epicentro de una luminosa agitación cultural.

Si uno coge, por ejemplo, la 'Vida Nueva', se encuentra con el que es quizás el más moderno
de los libros que alguien haya escrito jamás, en cualquier época

En el caso de Bizancio lo que había era, nada menos y nada más, la continuación de Grecia: la filosofía, la ciencia, la lengua de Homero y de Platón; en el caso de Provenza era la lírica de los trovadores y el ‘amor cortés’: la poesía como una concepción del mundo, la literatura como la forma más elevada del conocimiento y de la vida, pero ejercida por individuos orgullosos de serlo: autores en el sentido más profundo y novedoso de la palabra.
Cuando esas cruzadas destruyeron ambos mundos, sus sobrevivientes encontraron un refugio inesperado: por un lado, la corte imperial de los Hohenstaufen en Sicilia; y por el otro, la Florencia de los comerciantes, donde nació Dante. Eso explica la explosión cultural de la Italia del siglo XIII, y también el recrudecimiento de todos los conflictos que la habitan, empezando por el de la lucha a muerte entre el Papa y el Emperador.
Dante es hijo de eso: es hijo de la escolástica y de la cultura universitaria que en Occidente habla latín (y un poco de griego, aunque después de 1204 mucho más) para poder descifrar a Dios como el silogismo que es; y es hijo de la literatura de los trovadores provenzales que le enseñaron sus maestros, discípulos de aquellos, en esa lengua, la lengua de hoc. Porque en Provenza había surgido, de la mano de Ovidio, la religión del amor.
Más que de la mano de Ovidio, el poeta latino, de la de quienes lo redescubrieron en la Francia meridional del siglo XII y luego llevaron esa idea del mundo a Italia. Fue Dante quien mejor entendió que su destino no estaba en copiar esa cultura sino en recrearla desde la suya propia, y no en latín sino en toscano, el dialecto en el que hablaba la gente del pueblo y del barrio: el latín de la calle, trabajado por los siglos, no el de los monasterios.
Eso es la Comedia, llamada muy pronto la Divina Comedia: un prodigio que lo contiene todo: la astronomía, la mitología, la teología, todo. Y la religión del amor sublimada en una mujer, Beatrice. Una novela de viajes y de aventuras, de iniciación, y un tratado filosófico, eso es la Comedia. Para contarla (para cantarla) Dante se inventó no solo la lengua sino el lenguaje: la perfección de un estilo y un metro que aún hoy son inexplicables.
Hace setecientos años murió en Ravena, desterrado, el más grande de los poetas. Iba a decir que murió lejos de su patria, Florencia, pero él es la patria.
Aquel que hizo mover al sol y a las demás estrellas, Durante di Alighiero degli Alighieri. Un siglo más, así se cuenta la eternidad. 

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JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
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