Yo era un escritor joven. Hasta ayer. Hasta hace cinco minutos.
Diez años atrás, al bajar del avión para asistir a la primera edición de Bogotá 39, todos hicimos el mismo gesto: mirar el programa y calcular qué puesto ocupábamos en la tabla de juventud. Yo iba como por el medio. Jorge Volpi, al límite de la jubilación. Rodrigo Blanco, insultantemente nuevo (el muy canalla incluso podría volver hoy para la segunda edición).
Y eso que 39 es un número generoso. Los futbolistas se retiran a los 34.
Meter en un mismo hotel a cuatro decenas de escritores mayoritariamente solteros y sin problemas de colesterol es un experimento muy interesante. Una especie de Gran Hermano de la literatura, de consecuencias imprevisibles. Para empezar, muchos nos conocíamos por libros, pero no en persona. Considerábamos a nuestros colegas fenómenos estéticos o literarios, no seres humanos. Y nos interesaban o no en esa medida. Ponerles cara y ojos, convivir con ellos, compartir lecturas y resacas, nos enseñó que no éramos muy diferentes, aunque escribiésemos con estilos distintos, incluso opuestos.
Durante los meses siguientes al evento, nos invadió cierta camaradería de campamento escolar
Pero sobre todo, nos divertimos. Recuerdo a Wendy Guerra semidesnuda en la foto del catálogo. A Alejandro Zambra recitando un poema sobre el escenario de un parque. A Daniel Mordzinski, el fotógrafo, convirtiendo cada paso que dábamos en una de sus imágenes delirantes. A mí mismo explicándole al recepcionista de un hotel:
–Escuche, esto es importante. Sé que es tarde, pero mi amigo Daniel Alarcón es alcohólico y tiene problemas de control de ira. Aunque estamos tratándolo, la cosa va lenta. El problema es que, si no conseguimos una botella de whisky pronto, Dani puede ponerse muy nervioso. Y todos queremos conservar los bonitos cristales y los muebles de su hotel. Estoy seguro de que usted está con nosotros en esto. ¿Verdad?
Durante los meses siguientes al evento, nos invadió cierta camaradería de campamento escolar. Nos escribíamos mails, nos mandábamos besos, nos recordábamos qué maravilloso había sido todo.
Incluso pasada la euforia, se creó una red de amistades por todo el continente. Y “amistad” también significa “trabajo”. Los escritores que conocíamos eran nuestros ojos para contemplar sus países, y nuestras manos para trabajar en ellos. Podíamos presentar sus libros cuando nos visitaban, y viceversa. Podíamos pedirles contactos si teníamos que escribir sobre temas latinoamericanos. O contactarlos a ellos si un editor buscaba a alguien de su perfil. En ese momento, los libros aún llegaban a América Latina desde España. Los chilenos leían a los peruanos, o los colombianos a los mexicanos, si llegaban desde Europa. Conocernos ayudó a crear puntos de encuentro naturales, al margen del mercado editorial.
Hoy, contemplo a los nuevos elegidos desde mi crisis de los cuarenta y me invade esa nostalgia de travesura de secundaria. En diez años, ha cambiado mucho Colombia, el mundo editorial y el mundo en general. Pero pase lo que pase, meter en un hotel a cuatro decenas de escritores sin colesterol siempre será divertido.
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