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Lecturas Dominicales

La balada de los hermanos Coen

Joel e Ethan Coen, en el estreno de su más reciente película en el Festival de Venecia de 2018.

Joel e Ethan Coen, en el estreno de su más reciente película en el Festival de Venecia de 2018.

Foto:GettyImages

'La balada de Buster Scruggs' es la nueva producción de los Coen. Rodrigo Fresán escribe sobre ellos

María Paulina Ortiz
Ahí adelante y a lo grande –la idea era que fuese miniserie de tv y no película de cine, pero por suerte la maniobra se frustró y ahora es nada más y nada menos que “A Netflix Film”– una caravana de carretas cruza un desierto de esos que parece estar desde hace milenios a la espera de que le griten eso de luz y cámara y acción.
Es un western, sí.
El Lejano pero siempre Cercano Oeste.
Un género Made in USA (no olvidar que todo el cine norteamericano arranca con un robo de pistoleros a un tren) pero de raíces universales y eternas. Y es que en el western –como género y especie– se enredan las raíces de la antigüedad, crecen las ramas del presente, y brotan los frutos del futuro. Si se quiere, porque se puede –y mientras desenvainan los samuráis y cantan los juglares y narco-mariachis y gimen las damiselas a la espera de su caballero andante y vagan los hobbits y vuelan los jedis– es posible releer a Troya como antepasada de Tombstone. A David solo ante el peligro escenificando un duelo al sol con Goliath. A Robin Hood como pistolero de perfecta puntería enfrentándose a los despóticos e intrusos hacendados de Nottingham. Al Quijote y a Sancho como dos justicieros poseídos por el espíritu de ancestrales marshalls bebiendo alrededor de una mesa redonda. A Heathcliff como el forastero que retorna a Cumbres borrascosas para vengarse y reclamar lo que considera suyo. A Peter Pan como un Billy The Kid en contra del orden establecido por el Capitán Garfio. A Jay Gatsby (no parece casual que Fitzgerald haya subtitulado su inconclusa El último magnate como un western) como el melancólico cowboy de final trágico. Y a Martín Fierro como un fuera de ley en el Lejano Sur donde, dicen, Butch Cassidy & The Sundance Kid dispararon sus patagónicos tiros del final.
Y los hermanos Coen lo saben aquí y ahora –en su flamante película en seis episodios The Ballad of Buster Scruggs– aunque ya hubiesen pasado por ahí. De manera clara y evidente en su brillante remake de True Grit (2010) pero, también, con modales apenas subliminales en casi todas sus películas donde alguien desenfunda y dispara y, sí, a veces canta. Y así es como el slogan en el póster de The Ballad of Buster Scruggs podría entenderse casi como un credo estético de estos dos hermanos tan unidos que casi no se sabe donde termina uno para que empiece el otro. O viceversa. Allí se lee: “Las historias viven para siempre. Las personas no”.
Pues eso.

El slogan en el póster de The Ballad of Buster Scruggs podría entenderse casi como un credo estético de estos dos hermanos tan unidos que casi no se sabe donde termina uno para que empiece el otro

Una de esas historias ya con garantía de inmortalidad es la de las personas de Joel Coen y Ethan Coen, cuya casi única errata (dejemos de lado su más que innecesario y en perspectiva incomprensible relectura del perfecto e inmejorable clásico británico The Ladykillers, dirigida por Alexander Mackendrick en 1955) es la de esa letra h que no dejan de injertarle refleja y automáticamente a su apellido para que se lea como Cohen.
Pero no.
Es Coen y la historia de estos dos tan venerables como verídicos fuera de la ley ya podría contar con su propia balada cantarina. Por lo pronto, tiene varios libros que se dedican a glosar su mito certificable.
Yo leí varios de ellos y nada me hace pensar que no leeré varios más, porque me gusta lo que cuentan. El primero fue The Coen Brothers, de Ronald Bergan (2000). Y acaba de ser traducido al español Los hermanos Coen, de Ian Nathan (2017), y de publicarse en los Estados Unidos el cofee-table book The Coen Brothers, de Adam Nayman (2018). Y –como se ve y se lee– a la hora de contar su historia y repasar su filmografía alcanza y sobra con dejar asentado el vínculo y el apellido. Porque lo de ellos ya es una marca registrada y única. Porque alcanza y sobra con pensar “Coen Brothers” o “Hermanos Coen” para sentir una mezcla de admiración y envidia. Porque ser hermano y ser Coen equivale a sinónimo no sólo de hacer lo que se te da la gana sino de, además, hacerlo muy pero muy bien y que te lo reconozcan con Oscars y Palmas de Oro y con un número más que apreciable de fans que no se pierden una de ellos y que, claro, pagando el precio de una entrada les permitirán seguir siendo excelentes en todo aquello que se les canta y les encanta filmar.
Y, sí, hay que decirlo: los Coen son cineastas independientes en el sentido total y absoluto del término.
Los Coen –a esta altura de su película– sólo dependen de ellos mismos.
Y los versos y estrofas y estribillo de su polimorfa y perversa balada ya son conocidos. Joel David nace en 1954 y Ethan Jesse en 1957 en un suburbio de Minneapolis, Minnesota (patria de otros románticos camaleónicos como Francis Scott Fitzgerald, Bob Dylan), en el seno de una familia judía, hijos de una historiadora del arte y de un economista. Tal vez de ahí su gusto exquisito a la hora de explorar el pasado y de apropiarse de materia ajena para convertirla en algo indiscutiblemente propio y personal y a menudo emotivamente paródico. Y de hacerlo con gran sentido financiero y, así, sus películas rara vez no dan ganancias.

Y, sí, hay que decirlo: los Coen son cineastas independientes en el sentido total y absoluto del término.

Y ya se sabe: se supone que uno dirige y otro produce (aunque no queda claro quién hace qué) y que, lo más importante de todo, los dos escriben. Empiezan a hacerlo de muy jóvenes (presentaron su sociedad en sociedad triunfalmente en el largometraje con el sangriento y moderno western-noir Blood Simple, en 1984, y considerado por un crítico de Time como “el debut más importante desde el de Orson Welles”).
Después y desde entonces, varias/muchas obras maestras que (signo del verdadero genio) varían de acuerdo a quien las enumere.
¿Cuáles son mis Coens favoritos? Aquí van por orden de estreno: Raising Arizona (la primera de sus grandes “comedias tontas”), Miller’s Crossing (perfecta fusión de Red Harvest y The Glass Key, ambas de Dashiell Hammett, con gángsters a la altura de los de The Godfather y Once Upon a Time in America), Barton Fink (la mejor película de Stanley Kubrick jamás filmada por Stanley Kubrick y casi una hermana bastarda de The Shining), Fargo (basta la sola mención de su título que ya es serie que la imita con cierta gracia), The Big Lebowski (Rymond Chandler con marihuana e inspiradora, no es broma, de toda una escuela filosófica y culto de los seguidores de “The Dude”), O Brother, Where Art Thou? (La Odisea + “Flannery O’Connor” + “Los tres chiflados” y quién se anima a algo así), The Man Who Wasn’t There (un más que sentido homenaje a David Goodis y Horace McCoy y Jim Thompson pero incluyendo ovni), No Country for Old Men (tanto mejor que la novela de Cormac McCarthy), A Serious Man (una especie de enciclopedia de la literatura judeo-americana con guiños a Singer, Malamud, Bellow, Roth, Friedman y Heller), True Grit (el remake que sí les salió muy bien) y su más reciente obra maestra indiscutible: la muy amarga Inside Llewyn Davis (folk del Greenwich Village + Joyce).
Pero, en verdad, hasta las películas suyas menos logradas (ejemplos personales: el casi pecado mortal de mofarse de Frank Capra en The Hudsucker Proxy, Intolerable Cruelty, Burn After Reading y la ya mencionada apropiación de The Ladykillers) son tanto más interesantes que tanto de lo que anda dando vueltas por ahí. Las películas menores de los Coen son esas que sólo parecen buscar la risa pero, atención, aún así a no bajar la guardia y confiarse. Porque hasta en el delirio paranoide hollywoodense de Hail, Caesar! está ese monólogo de un George Clooney (actor y amigo al que los Coen gustan de “idiotizar” en sus películas) frente a la cruz y vestido de centurión antiguo y romano que primero emociona para, enseguida, arrancar carcajadas.

                                                                         ***

Visto y revisto (porque una de las propiedades del cine de los Coen es que se lo puede ver una y otra vez) cabe preguntarse: ¿Los hermanos Coen hacen cine “de autor”? ¿Hay un Estilo Coen a la hora de hacer películas? ¿Son importantes dentro de la historia del cine? Respuestas: Sí, sí y sí. O bien: no, no y no. Para muchos, los hermanos Coen son dos genios indiscutibles: junto a Woody Allen, Wes Anderson, Tim Burton, Jim Jarmusch, el muy coeniano Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson, Steven Soderbergh, David Lynch, Spike Lee y algún otro nombre del cine independiente deluxe, se alzan como una de las pocas esperanzas que le quedan al cada vez más efectista celuloide de su país. Para muchos otros, los hermanos Coen son nada más que una mezcla de idiotas savant y nerds posmodernos con pretensiones, aquejados de una manía referencial incurable que los obliga a lanzar al espectador citas, guiños, claves, referencias y autorreferencias. Y –seguro– ante The Ballad of Buster Scruggs más de uno desenfundará en un extremo de la calle aullando que estos dos vuelven a vender una vez más espejitos y piedras de colores envueltos en el papel brillante que a menudo se utiliza para disimular lo insustancial. Esos mismos que dicen que no hay sufrimiento ni pathos ni gravitas ni compromiso en sus películas. Para ellos, el cine de los Coen no alcanza la categoría de Gran Arte, no se dedica a explorar la neurosis de ese hombre moderno que inventó Kafka y tampoco responde a los parámetros del entretenimiento para masas más o menos inteligente (no olvidemos que los Coen rechazaron hacer el primer Batman que hizo Tim Burton porque no filman nada que no esté escrito o adaptado por ellos quienes sí pueden escribir a sueldo de otros, a no ser que se les una su compinche Sam Raimi).
Una modesta proposición: tal vez precisamente ése sea el encanto y el valor de las películas de los Coen. Esa manera de decirnos que el trabajo es divertirse. Como muy pocos de nosotros podemos hacer lo que queremos laboralmente y, al mismo tiempo, divertirnos, ellos nos invitan por un puñado de billetes a su agridulce fiestita. Lo que no deja de ser un placer y un privilegio, si se lo piensa un poco.
También, está más que claro, su influencia es fácil de rastrear. De buenas y malas a primeras se me ocurren la fotocopiada The Men Who Stare at Goats, de Grant Heslov (con Bridges & Clooney en el reparto); la voluntariosa Grosse Pointe Blank, de George Armitage; la apreciable pero innecesariamente lebowskiana Inherent Vice, de Paul Thomas Anderson; las películas de Deadpool para la Marvel, In Bruges y Seven Psycopaths y Three Billboards Outside Ebbing, Missouri (incluye a McDormand) del ahora muy de moda pero casi en los límites del calco coeniano Martin McDonagh; y la que acaso sea la más fiel de todas: Confesiones de una mente peligrosa, dirigida por George Clooney. Títulos todos que no hacen más que remitirnos al genio de los originales. Y a pensar en que Donald Trump –y su administración–bien podría ser un personaje escrito y producido y dirigido por los Coen.

Una modesta proposición: tal vez precisamente ése sea el encanto y el valor de las películas de los Coen. Esa manera de decirnos que el trabajo es divertirse.

Alguna vez un periodista del mensuario especializado Empire dictaminó que “En un mundo perfecto, todas las películas estarían hechas por los hermanos Coen”.
Exagerado, sí. Pero tampoco estaría tan mal.
¿Qué tienen en común esas películas? Fácil de resumir y difícil de conseguir. Ya se dijo: se las puede ver una y otra vez —como a todo clásico a leer o a oír— sin cansarte nunca, sin dejar de encontrarles algo nuevo y de recordar algo maravilloso, sonriendo. Y eso ofrece y a eso apela (con muchas fotos y una muy lograda dirección de arte) el ya mencionado reciente libro de Adam Nyman cuyo subtítulo es prometedor y su contenido es cumplidor: This Book Really Ties the Films Together. Es decir, lo que Nyman busca y encuentra (algo así como la decodificación de ese cabalístico-talmúdico mapa del universo que es el “Mentáculus” en A Serious Man) son rasgos constantes y cruces frecuentes en la genética y ADN fraterno de la obra que es vida.
Y en el otro libro, Nathan cuenta una anécdota temprana y fundante que dice mucho y explica todo: el perro de la familia estaba muy enfermo, se arrastraba sobre sus dos patas delanteras, había que llevarlo al veterinario para esa inyección final; se decidió que los hermanos se hicieran cargo del último paseo y, mientras Joel arrancaba el coche, Ethan se inclinó a recoger el animal que, de pronto, recuperó milagrosamente toda su vitalidad, salió corriendo, cruzó la calle donde un auto que pasaba y lo atropelló y lo mató.
Y ahí está todo lo que vino después.
Hay, sí, un Método Coen de creación y que se erige sobre una suerte de libre asociación de ideas donde se parte de A para llegar a B recién después de haberse dado un paseo por todas las otras letras, especialmente la W de Wittgenstein, (filósofo de cabecera sobre el que Ethan escribió su tesis en Princeton mientras Joel estudiaba cine en la Tisch School for Arts de Nueva York).
Y, por propia admisión, a los Coen se les ocurren argumentos “recién después de decidir cómo van a hablar los personajes”. Baste como ejemplo la génesis paradigmática de la paradigmática O Brother, Where Art Thou? Entonces, los Coen se sentaron a conversar en qué harían a continuación y se dijeron que lo que les interesaba era "hacer un musical que no se pareciera ni a Cats ni a West Side Story y que tuviera música country, blues y western”; a eso le sumaron la idea de “homenajear al cine de Preston Sturges filmando esa película titulada O Brother, Where Art Thou? mencionada por el director de cine que protagoniza en Sullivan’s Travels”; y más tarde, a medio guión, los Coen decidieron que “no estaría mal hacer que todo eso se convirtiera en una especie de versión libre de La Odisea, ¡un proyecto que ya lleva tres mil años en elaboración!”. Después se rieron entre ellos, dicen, con una risa inequívocamente Coen. Tal vez lo explique mejor su amigo, el director de cine Barry Sonnenfeld: "Hollywood les importa una mierda. Sólo quieren pasarlo bien".
Y todo parece indicar que ya llevan varias décadas saliéndose con la suya, con la de ellos que es, también, la nuestra.
A partir de ahí (de todas esas voces armónicamente disonantes y de fraseos y acentos siempre muy particulares) cuesta un poco pero no demasiado encontrar el hilo conductor, los factores constantes en la casi inasible ecuación.
A saber y a ver: en todas las películas de los Coen hay personajes a la búsqueda de un “código” que le confiera cierto sentido ético a un mundo enloquecido, figura el elemento criminal (asesinos en serie a sueldo, detectives, presidiarios en fuga, policías, hombres de negocios corruptos, angélicos motociclistas infernales, mafiosos italianos e irlandeses, violentos veteranos de Vietnam) como leit-motiv; todas las películas de los Coen son comedias serias o dramas cómicos que van de lo grotesco a lo epifánico; en todas ellas aparecen y desaparecen sus actores fetiche (John Turturro, Steve Buscemi, John Goodman, Jon Polito, Michael Lerner, M. Emmet Walsh, Jeff Bridges, George Clooney, Josh Brolin) acompañados por actores “importantes” o súbitamente coenizados (Julianne Moore, Gabriel Byrne, Albert Finney, Ben Gazzara, Tim Robbins, Paul Newman, Jennifer Jason Leigh, Tommy Lee Jones, Woody Harrelson, Scarlett Johansson, Channing Tatum, Tilda Swinton, Jonah Hill, Ralph Fiennes, F. Murray Abraham) o actores que se volvieron “importantes” por vía de coenización (la casada con Joel, Frances McDormand, William H. Macy, Holly Hunter, Nicolas Cage, Oscar Isaac); en todas las películas de los Coen se contempla un determinado momento histórico terrícola con una mirada ligeramente extraterrestre; todas las películas de los Coen tienen títulos muy poco comerciales y sus personajes ostentan los más ridículos nombres que recuerdan un tanto a los del novelista Thomas Pynchon. Y todos sus films son tan diferentes a todos y parecidos a los suyos: ritmo loco y/o sosegado, casting multiestelar, secundarios de primera, soundtrack perfecto (por lo general del gran Carter Burwell), frases recurrentes (por lo general con el vozarrón de, otra vez, John Goodman), diálogos perfectamente coherentes en su irracionalidad y un epifánico sentimentalismo filtrándose por las grietas como un viento helado del Norte. Y, sí, no hay nadie que filme mejor el frío que los Coen.

Y todo parece indicar que ya llevan varias décadas saliéndose con la suya, con la de ellos que es, también, la nuestra.

Y lo más importante de todo: en todas las películas de los Coen se parte del abordaje a un género para reducirlo y, una vez logrado el propósito, provocar el motín de un nuevo género sobre la cubierta de ese género sometido.
Así –juntando todo lo anterior y plural– se alcanza esa singular categoría conocida como “Una película de los hermanos Coen”.
Que es lo que es The Ballad of Buster Scruggs. Un western, ya se dijo. Pero un western à la Coen. Seis estrofas/relatos de duración y humor e intensidad variable (comedia, drama, gótico, elegía, canciones vaqueras y robos de bancos y buscadores de oro y hasta un triste interludio romántico) y actores coénicos (Tim Blake Nelson) y recién llegados (Liam Neeson, James Franco, Tom Waits) y el paisaje de Nebraska. Historias que los Coen fueron escribiendo a lo largo de los últimos veinticinco años y “nunca sabíamos qué hacer con ellas por separado; así que las metimos en un cajón; y un día decidimos hacerlas todas juntas... Son muy diferentes, pero al mismo tiempo tratan, vagamente, de lo mismo. Aunque no se muy bien qué es eso”, explicó Joel.
Otra de los Coen, sí.
Otra cosa de hermanos y, sí, el cine ha sido, desde el vamos, cosa de hermanos: August y Louis Lumière. Después, los ejecutivos hermanos Warner, los Taviani, los Kaurismaki, los menos conocidos hermanos Boulting y Maysles y Kutchka y los hermanos Farrelly y las hermanas Wachowski.
Pero el caso de los Coen posiblemente sea el más interesante de todos. Ellos, por supuesto, no están de acuerdo. O no les interesa en absoluto. Así, a finales de milenio, el ya mencionado biógrafo Bergman –autor de un exhaustiva vida de Stan Laurel y Oliver Hardy– los llamó por teléfono y les comunicó sus intenciones de investigar sus trayectoria de dos cabezas y recibió la siguiente respuesta de Ethan o Joel, da igual: “Imposible colaborar con el proyecto por falta de tiempo. Recomendamos utilice su anterior biografía reemplazando las palabras Laurel y Hardy por Joel y Ethan. Será lo más sencillo y conveniente para ambas partes”.

Y, claro, el Gordo y el Flaco no eran hermanos pero sí fueron inseparables. Tal vez de ahí que George Clooney –en uno de los varios testimonios repartidos a lo largo del libro de Nyman como de parte de las secciones incluidas en “Friends of the Coens”– explique: “¿Los hermanos Coen? Sí, tienen talento y son graciosos y por supuesto que son muy hábiles y prolíficos y, probablemente, uno de los más grandes equipos de escritores/directores de todos los tiempos. Todo el mundo lo sabe. Pero lo que la gente no sabe es que en realidad no son hermanos. Se lo inventaron”.
De ser verdad, de no ser broma, lo importante es que los Coen –sean lo que sean– sigan inventando lo que siempre hacen.
Y aquí vienen, aquí cabalgan de nuevo, juntos, como hermanos que –nada nos gustaría más– fuesen los nuestros.
Y, a su manera, lo son.
LECTURAS
María Paulina Ortiz
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