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Lecturas Dominicales

Jardín y laberinto (o la huida de un niño floripondio)

Cristian Alarcón, escritor chileno.

Cristian Alarcón, escritor chileno.

Foto:Néstor Gómez/ EL TIEMPO

Reseña de El tercer paraíso, del chileno Cristian Alarcón, Premio Alfaguara de Novela 2022. 

giuseppe caputo
Un fragmento, otro, otro… Como el jardín que está formándose y creciendo en El tercer paraíso, la primera novela de Cristian Alarcón, ese jardín que el narrador va creando como un refugio durante la pandemia, así he imaginado la escritura de esta obra: primero estaría la intuición de sus proporciones, esencial para poder abonar un campo (un campo de tierra, pero también un campo de textos); luego estarían los cálculos de la cantidad de tierra (que quiero pensar es la prosa), de humus (que, en esta asociación, sería la poesía) y también de perlita (que podría ser el tiempo y el silencio necesarios para escribir: el tiempo y el silencio que están presentes en este libro como dos personajes protagónicos); finalmente estaría el cultivo, el riego y el podar, podar, podar —podar un fragmento, y otro, y otro: son 157 en total— para finalmente contemplar y cosechar las flores.
Hay muchas flores en El tercer paraíso: la dulzura inigualable entre un padre, el narrador, y su hijo adoptado; el profundo agradecimiento por la vida después de la asfixia; el respeto por la naturaleza y el deseo ferviente de comprender sus misterios, pero también de abrazarlos; la búsqueda de la belleza que hay en los cuerpos humanos y por fuera de estos; el deseo de justicia para todo lo vivo; la voluntad política —tierna, poderosa y movilizante— de hacer un paraíso en la Tierra, un rincón, como escribe Cristian, que resiste la destrucción de la naturaleza. Sin embargo, y como ocurre en todos los jardines, no sólo hay flores acá: también hay abono y compost. Hay mierda, en fin; es mucha la mierda en El tercer paraíso: el poder totalitario; el destierro de una familia provocado por la brutal dictadura de Augusto Pinochet en Chile; la llegada de esa misma familia, ahora muy pobre, al país vecino, Argentina, para luego tener que vivir bajo otra dictadura; más y más violencia —doméstica y de género—; más y más pobreza; una homofobia terrible, que somete a un niño a la más opresiva terapia de conversión; la sensación de orfandad que provoca en su hijo una madre y un padre maltratantes.

La novela también es un laberinto y en cuanto entramos allí comenzamos a perdernos.

Por todo esto, resulta muy tentador quedarse en la metáfora del jardín para pensar este libro delicado y floripondiamente bello. No obstante, hay en sus páginas otra imagen que da luces para seguirlo pensando. Refiriéndose justamente a un jardín, Cristian escribe: “El laberinto tiene un corazón. Quizás todo laberinto tenga un corazón”. La novela también es un laberinto y en cuanto entramos allí comenzamos a perdernos: en los tiempos del narrador —en su presente signado por la enfermedad y en todos sus pasados difíciles—; en las búsquedas de futuro a las que él se dedica; en las historias personales y sociales que se repiten y entrecruzan a lo largo de su genealogía; en todos los nombres que integran su familia; en los dolores intolerables que tiñen a esas personas y que esas mismas personas provocan; en algunos de los nombres esenciales de la historia cultural de la botánica y de la jardinería, como el de Gilles Clément.
portada Cristian Alarcón

portada Cristian Alarcón

Foto:Archivo particular

Como en ese laberinto originario, el Laberinto de Creta, donde fueron encerrados Dédalo e Ícaro, hay en este laberinto nuevo un minotauro, es decir, una amenaza. La amenaza es, claro, toda la mierda mencionada antes: los totalitarismos, la violencia, la pobreza más abrumadora… Pero también hay una amenaza subrepticia, quizás más difícil de detectar: la de la pulsión de clasificar para tratar de entender, esto con el fin de controlar y darle un orden a la vida. “En las flores”, escribe Cristian, “la historia emerge más allá de la forma, como en cada sujeto a veces no hay modo de relacionar el carácter con el trauma, la sonrisa con la historia de vida, el temple con la desesperación infantil”. Y entonces, va creciendo en el centro de la novela un niño que se viste con las ropas de la mamá, un niño delicado y floripondio que no cabe en el orden sexual que quieren reproducir sus padres. “De a poco entiendo”, seguimos leyendo, “que el cerco masculino de mi paraíso no tiene sentido. Solo se comprende para proteger a las flores de los perros. Clément nos enseña que no hay límites en el jardín del futuro”.
Y también: “Para Clément, el jardín de hoy es el jardín en movimiento, aquel que se produce con la dinámica incesante de las plantas vagabundas capaces de colonizar terrenos baldíos, costados de camino, páramos abandonados a su suerte. Allí es donde la biodiversidad resiste (…) El ensayista consolidó un concepto que lo define aún mejor: tercer paisaje. Nuestro borde de calle y nuestro baldío son vistos por el ojo crítico de Clément como espacios del futuro, verdaderas reservas genéticas del planeta (…) El tercer paisaje realza lugares despreciables para el ojo lleno de prejuicios de quien espera la estética del orden. En la sombra del sotobosque yace una inquietud que el inconsciente quiere expulsar, dice Clément. Es comprensible: lo limpio y claro tranquiliza”.
Como sabemos, la historia del Laberinto de Creta termina en dolor: después de escapar de la amenaza del minotauro, Ícaro vuela con alas de cera muy cerca del sol. El calor las derrite e Ícaro muere tras su caída. Me conmueve, entonces, que a ese niño de El tercer paraíso no le interese la cercanía ambiciosa con la estrella, sino que al huir de su propio laberinto —la encrucijada de su historia personal, familiar y social— y al sobrevivir a todo aquello que lo amenaza, decida quedarse en la tierra para crear un lugar, un paraíso en donde es posible convivir con flores y hortalizas, con muchas personas amadas, y por supuesto, con mariposas y mariquitas.
GIUSEPPE CAPUTO
giuseppe caputo
icono el tiempo

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