De entrada, en la nueva novela del escritor inglés Ian McEwan es necesario un pacto de complicidad con el autor, pues su protagonista es inusual: un feto, un bebé en gestación, un absurdo. Pero la literatura está para eso, para romper barreras –fuentes maternales en este caso– y mostrar la realidad desde perspectivas excepecionales, a veces agobiantes como en el caso de Cáscara de nuez.
La esencia de la historia es sugestiva: ¿vale la pena nacer en un mundo cada vez más incierto? Un mundo en el que la incertidumbre de una guerra nuclear –que se creía bajo control– vuelve a ser el pan de cada día de los noticieros, en el que los inmigrantes cada vez encuentran menos lugares donde refugiarse, en el que las libertades están siendo apabulladas por el exceso de información y el exhibicionismo voraz congestiona internet. Ese es el subtexto de una novela que se mueve en una geografía compleja, a veces psicodélica, otras veces cómica y, por momentos, con el vértigo de un thriller. McEwan cumple su parte y consigue que el lector se ponga del lado del más débil, que acompañe a este feto precoz que habla con la experiencia del que conoce los entresijos de la vida diaria, en su detectivesca misión, en sus conclusiones a ciegas.
El protagonista es literalmente un don nadie, no tiene cédula ni pasaporte para huir a un país extranjero, es el testigo principal de un asesinato y aún no figura en el censo poblacional de su país. Está en el centro de un triángulo amoroso donde simplemente sobra. Es un estorbo que tendrá un papel central, pues será la llave que abrirá las puertas a la solución de un crimen.
En Cáscara de nuez, los hermanos John y Claude Cairncross se disputan el amor de Trudy, la esposa del primero. John es un poeta más o menos frustrado, de cuna acomodada, que ha invertido buena parte de su herencia en una pequeña editorial. Claude, en cambio, es el típico habitante del mundo material, un triunfador que ha hecho fortuna en el mercado inmobiliario, pero que como buen hermano menor siempre ha deseado todo lo del primogénito, su casa, su talento y su esposa.
Como la relación de Trudy y John pasa por la ruina y la frustración, Claude llena el vacío y se convierte en el hombre que la acompaña en su soledad y en el embarazo no deseado. Juntos planean deshacerse de John de la mejor manera posible, asesinarlo sin dejar rastros. “Que parezca un suicidio”, diría un capo mafioso. Ninguno de los tres sabe que en el útero de Trudy existe alguien que no está dispuesto a aceptar su suerte, que quiere vivir a toda costa, que escucha pero no ve todo lo que sucede, que no es tan inocente como el trío supone. Por ejemplo, es un enólogo en potencia, capaz de distinguir las diferentes cepas de los vinos que su madre se toma para dominar sus miedos, que disfruta de la buena literatura, tal vez por herencia de su padre.
De alguna manera es todo lo que quisimos ser a su “tierna edad”, para saber si valía la pena romper la fuente y ver la luz al final del túnel, esa que anuncia una nueva vida, no en el sentido cristiano, sino en el biológico, la que precede al grito que proclama un nuevo ser humano. Este proyecto de bebé es un poco mundano, no viene cero kilómetros como casi todo el mundo. En el vientre aprendió de geopolítica escuchando los noticieros y leyendo los periódicos con los ojos y oídos de su madre. Es gracias a eso que, desde su escondite, consigue salirse con la suya en una situación donde todo jugaba en su contra.
LECTURAS

'Cáscara de nuez', Ian McEwan. Anagrama. 217 páginas. $64.900.
El regreso de McEwan
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