Durante tres años, el escritor catalán Jorge Carrión caminó por los casi 400 pasajes de Barcelona. Hasta memorizarlos con los pies, escribe. Quería registrar esa nueva obsesión, impulsado por el mismo instinto de viajero urbano que lo llevó a escribir Librerías y Los vagabundos de la Chatarra. Quería volver a reivindicar, desde un ángulo muy preciso, esos lugares relegados en la historia cultural de las ciudades.
Hace tiempo que Carrión se dedica a pensar las ciudades y ha llegado a lograr que esa mirada no domesticada por la rutina se fije en los detalles de lugares en los que aparentemente no pasa nada. Como el pasaje. Haciendo un homenaje al arte de pasearse con lentitud, luego de investigar, fotografiar, captar los detalles y de entrevistar a los personajes que luego le servirían de conducto biográfico, escribió Barcelona. Libro de los pasajes (Galaxia Gutenberg).
“El libro me ha permitido descubrir la ciudad como una red de pueblos y de barrios. En el 90 por ciento de la ciudad no hay turistas y hay conciencia de tradición. En el centro de cada barrio hay pasajes que son como archivos históricos”, dice.
En aquellos corredores estrechos vivieron pintores como Miró, que nació en el Pasaje de Crédito. También Eduardo Mendoza, el más reciente Premio Cervantes. Los pasajes cuentan la historia de las lavanderas de Horta, de libreros y de arquitectos como Benedetta Tagliabue. Muchos de ellos fueron refugios aéreos en la Guerra Civil, como el Méndez Vigo. Otros son resguardos de la poca vegetación de una ciudad que no pensó en que la gente debía respirar.
El escritor español es el autor de otros libros como 'Librerías' y 'Los vagabundos de la Chatarra'.
Claudia Rubio.
De ahí que el pasaje sea el lugar por excelencia de la indefinición, del juego entre lo pequeño y lo descomunal. Son “fósiles de gusanos en el corazón de podridas manzanas”, dice el autor. Son grietas, heridas, portales temporales. “Su razón de ser es el tránsito, pero también el reposo”. El pasaje es túnel, espacio minorista, santuario de la atención, insiste el autor, como si supiera de antemano que ni todas las definiciones podrían agotarlo. Al final, con prudencia, habría que decir que son lugares peatonales, irregularidades en el trazado geométrico de las ciudades europeas.
Aunque Carrión es un crítico exigente del pasado y es capaz de ver en los pasajes y en la cuadrícula del Plan Cerdá las pruebas de un ‘delito colectivo’, en el que se exterminaron los parques y los teatros, en modo alguno insiste en la nostalgia de la ciudad perdida. Menos inclinado a reformar las cosas a través de la escritura, busca no caer en esa forma falsificadora que da en llamar la hipoteca Baudelaire, que inventó la mirada de echar de menos la ciudad de antes. Y esa, dice, es su ventaja respecto a otros cronistas de Barcelona. Una ventaja, por supuesto, con algunas excepciones.
Un poco bajo esa premisa que esbozaba Vila-Matas en su texto Café Perec de “construir libros libres, de estructuras inéditas, con asociaciones y cavilaciones en torno a centros ausentes”, Carrión encontró distintas maneras de enfrentarse a ese tejido invisible que forman los pasajes. El libro está estructurado alternando un fragmento de crónica de viaje o ensayo sobre la ciudad con una cita. Y allí, en la cita, es donde aparece el diálogo constante con otras ciudades y otras voces: Calvino, Vila-Matas, Dalí, Sontag. París, Turín, Londres, todas las ciudades.
Siempre, claro, con la intención de volver sobre Barcelona: “Este libro es mi examen de entrada al barcelonismo. Ya me considero de aquí e intuyo que voy a hacer una trilogía que igual puede terminar con una película”.
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