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Lecturas Dominicales

Paolo Giordano escribe sobre lo que nos está revelando la pandemia

El italiano Paolo Giordano comenzó a escribir este libro en febrero, cuando lo peor de la pandemia comenzó a vivirse en su país.

El italiano Paolo Giordano comenzó a escribir este libro en febrero, cuando lo peor de la pandemia comenzó a vivirse en su país.

Foto:Daniel Mordzinski Cortesía Hay Festival

Fragmento de su nuevo libro 'En tiempos de contagio', que empezó a escribir en febrero pasado. 

La pandemia de covid-19 va camino de convertirse en la emergencia sanitaria más importante de nuestra época. No es la primera ni la última, ni siquiera la más espeluznante (es probable que al terminar no haya causado más víctimas que otras muchas); sin embargo, luego de tres meses de su aparición ya ha marcado un hito: el Sars-Cov-2 es el primer virus que logra extenderse así de rápido a escala mundial.
Mientras que otros muy parecidos, como su predecesor el Sars-Cov, se contuvieron en poco tiempo, y algunos como el VIH llevan años acechando en las sombras, el Sars-Cov-2 ha sido más audaz, y su desfachatez nos ha revelado algo que ya sabíamos, pero no lográbamos calibrar del todo: la pluralidad de niveles en que estamos conectados los unos a los otros, así como la complejidad del mundo que habitamos, de sus dinámicas sociales, políticas, económicas e incluso interpersonales y psíquicas.
Escribo esto un extraño 29 de febrero, un sábado de este año bisiesto. El número de casos confirmados en el mundo ha superado los ochenta y cinco mil, de los cuales casi ochenta mil se concentran en China, y ya han muerto cerca de tres mil personas. Hace prácticamente un mes que esta peculiar contabilidad acompaña mis días: ahora mismo tengo frente a mí el mapa interactivo de la Universidad Johns Hopkins, que indica las zonas de propagación con círculos rojos sobre un fondo gris. (Quizá tendrían que haber seleccionado otros colores menos alarmistas, pero ya se sabe: los virus son rojos, igual que las emergencias). A estas alturas, China y el sudeste asiático ya han desaparecido bajo una enorme mancha; sin embargo, toda la superficie terrestre está moteada de rojo, y este sarpullido no hará más que empeorar.
Italia, para sorpresa de muchos, se ha visto ocupando un lugar en el podio de esta angustiante competición, pero es solo una circunstancia: en pocos días, quizá de forma repentina, otros países podrían hallarse en un apuro mayor que el nuestro. En esta crisis, la expresión ‘en Italia’ pierde sentido: no existen fronteras, regiones ni barrios; lo que estamos atravesando va más allá de identidades y culturas: la propagación es la vara que mide hasta qué punto nuestro mundo se ha vuelto global, interconectado, inextricable.
Pese a saberlo, cuando veo el círculo rojo sobre Italia no puedo evitar ofuscarme, como todos. La mayoría de mis citas de los próximos días se han cancelado a causa de las medidas de contención, otras las he pospuesto yo mismo, y de pronto me hallo ante un inesperado vacío. Es, desde luego, un predicamento compartido por muchos: atravesamos una etapa donde la cotidianidad queda suspendida y el ritmo habitual se interrumpe, como en esas canciones en que la batería se detiene abruptamente y la música parece simplemente dilatarse para no callar. Escuelas cerradas, escasos aviones en el cielo, pisadas solitarias resonando en los pasillos de los museos. Un silencio insólito por doquier.
He decidido dedicar este vacío a escribir para mantener a raya las especulaciones funestas y buscar una mejor manera de encarar todo esto: a veces, la escritura consigue actuar como un lastre que nos mantiene los pies en el suelo. Pero existe también otra razón: no quiero perderme lo que la epidemia está revelándonos acerca de nosotros mismos. Como suele ocurrir, una vez superado el miedo desaparecerá también la posibilidad de tomar conciencia.

Como suele ocurrir, una vez superado el miedo desaparecerá también la posibilidad de tomar conciencia

En el supermercado
Tengo un amigo que se casó con una joven japonesa: viven en la provincia de Milán y tienen una hija de cinco años. Ayer, cuando madre e hija estaban en el supermercado, unos tipos se pusieron a gritarles que la culpa era suya, ¡que se volvieran a China!
El miedo nos lleva a hacer cosas extrañas. En 1982, el año de mi nacimiento, se diagnosticó el primer caso de VIH en Italia. Por aquel entonces, mi padre era un cirujano de treinta y cuatro años y, según me ha contado, al principio ni él ni sus colegas tenían la menor idea de cómo afrontar la situación: nadie sabía exacta- mente en qué consistía aquel virus. Cuando les tocaba operar a un paciente enfermo se calzaban dos pares de guantes. Parece que en una ocasión, una gota de sangre del brazo de una paciente seropositiva cayó al suelo del quirófano, y el anestesista gritó y se alejó de un brinco.
Eran médicos, pero tenían miedo: nadie está realmente a la altura de un cometido totalmente nuevo. En la coyuntura actual cualquier reacción es previsible: la rabia, el pánico, la indiferencia, el cinismo, la incredulidad, la resignación... Ojalá lo recordáramos y fuéramos un poco más cautos de lo habitual, un poco más compasivos, en vez de lanzarnos a gritar insultos absurdos en los pasillos de los supermercados.
De cualquier modo, y al margen de nuestra terrible dificultad a la hora de distinguir entre etnias asiáticas, la culpa del contagio no es toda ‘suya’: la culpa, si hay que buscar un culpable, es toda nuestra.
Mudanzas
El mundo sigue siendo un lugar maravillosamente salvaje: creemos que lo hemos explorado a fondo, pero existen universos microbianos que desconocemos por completo, interacciones entre especies que no hemos llegado siquiera a conjeturar.
Nuestra feroz manera de relacionarnos con el medio ambiente hace cada vez más probable el contacto con nuevos patógenos, patógenos que hasta ahora permanecían tranquilos en sus refugios.
La deforestación nos acerca a hábitats que no preveían nuestra presencia, y lo mismo ocurre con el urbanismo desaforado. La extinción acelerada de tantas especies animales obliga a las bacterias que vivían en sus intestinos a buscar otro sitio. La ganadería intensiva crea cultivos involuntarios donde prolifera literalmente de todo.
¿Quién sabe qué pudieron liberar los descontrolados incendios del verano pasado en el Amazonas? ¿Quién está capacitado para prever las consecuencias de la mayor y más reciente hecatombe animal en Australia? Parásitos desconocidos para la ciencia podrían necesitar urgentemente una nueva patria, ¿y qué patria mejor que nosotros, que somos muchos y seremos cada día más, que somos tan susceptibles, estamos tan estrechamente relacionados y nos pasamos el día de aquí para allá?
Una profecía demasiado fácil
Los virus se cuentan entre los muchos prófugos de la destrucción del medio ambiente, junto con las bacterias, los hongos y los protozoos. Si por un momento fuésemos capaces de dejar a un lado nuestro egocentrismo, nos daríamos cuenta de que más que ser los nuevos microbios quienes vienen a nuestro encuentro, somos nosotros quienes los desahuciamos de sus hábitats.
La creciente necesidad de comida lleva a millones de personas a buscar alimento en animales que sería mejor dejar en paz. En África Occidental, por ejemplo, el consumo de carne de animales salvajes está aumentando, incluida la carne de murciélago, que por desgracia es el reservorio del ébola en esa zona.
El contacto entre murciélagos y gorilas (a través de los cuales el ébola puede transmitirse con facilidad a los seres humanos) es ahora más frecuente a causa del exceso de fruta madura en los árboles, debida a su vez a la alternancia entre lluvias excepcionales y épocas de sequía, debida a su vez al cambio climático...
Da vértigo solo pensar esa concatenación letal de causas y efectos, pero, por otro lado, se necesitan con urgencia más personas dispuestas a reflexionar sobre esta clase de concatenaciones, que no son pocas. Porque es probable que al final de la cadena se halle una nueva pandemia, tal vez más terrible incluso que la actual. Y porque en su origen no hay nada más que nosotros mismos y nuestra conducta.
Al principio me he permitido recalcar que lo que está ocurriendo había ocurrido ya y seguirá ocurriendo. No era una profecía sin fundamento; ni siquiera era una profecía. De hecho, ahora puedo añadir, objetivamente, que lo que está pasando con el covid-19 será cada vez más habitual porque el contagio no es más que un síntoma: la infección es parte de nuestro ecosistema.

Lo que está pasando con el covid-19 será cada vez más habitual porque el contagio no es más que un síntoma: la infección es parte de nuestro ecosistema

Lluvia con sol
En los años ochenta estaban de moda los peinados voluminosos. Cada día se pulverizaban en el aire cientos y cientos de litros de laca. En algún momento se descubrió que los clorofluorocarbonos estaban abriendo un agujero en la capa de ozono y que, de seguir así, el sol acabaría asándonos vivos. Todo el mundo cambió de peinado y la humanidad se salvó.
Aquella vez actuamos con eficacia y cooperamos. Claro que el agujero de la capa de ozono era fácil de imaginar: era un agujero, al fin y al cabo, ¿quién no puede imaginarse un agujero? Hoy en día se nos pide que imaginemos algo muchísimo más abstracto.
He aquí una paradoja de nuestro tiempo: mientras la realidad es cada día más compleja, nosotros nos volvemos cada vez más refractarios a la complejidad.
Solo hay que fijarse en el cambio climático: el aumento de la temperatura terrestre está relacionado con las políticas sobre el precio del petróleo y con nuestros planes de vacaciones, con la competición económica entre China y Estados Unidos y con la necesidad de apagar las luces del pasillo, con la deforestación salvaje y con la carne que compramos en el supermercado. Lo personal y lo global se entrelazan de formas tan enigmáticas que nos dejan agotados antes de que logremos siquiera articular un razonamiento.
Y las consecuencias son aún peores: por un lado, los incendios en el Amazonas; por el otro, las lluvias torrenciales en Indonesia; no solo el verano más cálido del siglo, sino también el invierno más frío. Los científicos primero nos alertan de que tal vez no sobrevivamos, luego dicen que nuestra sensación de bochorno no quiere decir nada porque un día no afecta la estadística, y mucho menos las quejas.
Al final, la única certeza es que nuestro cerebro no dispone de las herramientas suficientes: haríamos bien en equiparlo cuanto antes.
De hecho, entre las enfermedades que podrían beneficiarse del cambio climático se encuentran, aparte del ébola, la malaria, el dengue, el cólera, la enfermedad de Lyme, el virus del Nilo Occidental e incluso la diarrea, que puede que sea una leve molestia para nosotros, pero es un grave problema en otras zonas. El mundo está a punto de hacérselo encima.
Así pues, el contagio es una invitación a reflexionar y el tiempo de la cuarentena nos brinda la ocasión de hacerlo. Pero ¿reflexionar sobre qué? Sobre el hecho de que no solo somos parte de la comunidad humana, sino que somos la especie más invasiva de un ecosistema frágil y magnífico.
LECTURAS
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