Antonio Ortuño (Zapopán, Jalisco, 1976) ganó este año la quinta edición del Premio de Narrativa Breve Ribera del Duero con su libro La vaga ambición y, aparte de los 50.000 euros que recibió, o quizás por lo mismo, su obra se ha conocido de repente en toda España y América Latina. Pero resulta que Ortuño no es un escritor nuevo. Su producción de más de una década ha sido prolífica. Y los premios y distinciones, varios.
Mejor debut literario en México con su novela El buscador de cabezas (2006), finalista del Premio Herralde por su obra Recursos humanos (2007), escritor del año para la revista GQ (2011), Ortuño y su obra –madura desde tan pronto– dieron un golpe de autoridad hace unos años cuando la revista británica Granta incluyó su nombre en la lista de los 22 escritores jóvenes más importantes de Hispanoamérica. “Lo de Granta”, dice el autor, “me sirvió para cobrar un poco mejor el anticipo del siguiente libro y para darles pie a los entrevistadores por un par de años”.
Pero también sirvió, por supuesto, para que de repente se prendieran las alarmas en las letras mexicanas. “¿Y quién diablos es Antonio Ortuño?”, se preguntaba el diario El Universal a los pocos días de conocerse el anuncio de Granta, en un artículo a través del cual, con base en pesquisas y consultas a críticos y colegas, se creaba un retrato colectivo del autor de El jardín japonés. Y ese diablo llamado Ortuño, ese tal Antonio Ortuño –hoy reconvertido en una especie de don de las letras, por su talento– era (y es), por encima de todo, un escritor de una prosa capaz de crear un mundo y una trama a partir de un inofensivo diálogo inicial, como ocurre, por ejemplo, con las dos primeras frases de su cuarta novela, La fila india:
–¿Su viaje es de placer?
–No.
Y entonces ha puesto a girar la rueda.
La vaga ambición opera del mismo modo: con una prosa eficaz, sí, pero también dramática en la manera de abordar la vida cotidiana de un literato prisionero de su talento y necesidades. El personaje aquí es un novelista, un tal Arturo Murray, 40 años, una especie de alter ego colectivo de todos los escritores contemporáneos, quien, en seis relatos, expone las peripecias a las que se ve enfrentado durante su oficio.
En cada narración, sin concesiones, Ortuño parece lanzar un gancho al hígado para llevarnos a las cuerdas, como si se tratara de un hábil pugilista consciente del poder de su derecha descriptiva. Como sucede en ‘El príncipe con mil enemigos’, relato que por momentos evoca, si no estilísticamente al menos sí en la temática, las tribulaciones carnavalescas contadas por el escritor rumano Mircea Cartarescu en ‘Las bellas extranjeras’.
Se ha dicho que en La vaga ambición, Ortuño expuso las miserias de la vida literaria como nadie lo había contado jamás. Y uno lee los relatos, y entonces piensa: y sí. Porque ser escritor, ser Arturo Murray, puede tener tanto de glamour como de infierno.
¿Por qué escribir un libro sobre las dificultades de la vida literaria? ¿Es tan difícil ser escritor en Latinoamérica?
Ser escritor es difícil en todas partes. Pero en nuestros países existe una desproporción inmensa entre el prestigio de la literatura como actividad y el del escritor como hipotética voz intelectual respetada, y de la realidad. La empresa privada primero invierte en toreo de enanitos que en cultura. Cobrar un artículo es como escalar los picos del Himalaya. Cualquier asunto es literario en potencia, pero sobre este tema había querido escribir desde hacía mucho tiempo.
El Narrativa Breve Ribera del Duero, aun en su quinta edición, es un premio relativamente joven. ¿Por qué participar en él?
Para alguien que escribe relatos, un género que suele ser un tanto discriminado por los “grandes” editores, la aparición de un premio con esa proyección para un libro de relatos inédito fue una epifanía. Trabajé en él mucho tiempo. Y bueno, tampoco es que los euros de este galardón estorben.
¿Los premios literarios son salvavidas económicos para los escritores hoy en día?
Sin duda. A la vez, la proliferación de premios significa que hay poca imaginación para encontrar formas de socializar la literatura. Hay muchos ganadores compulsivos de premios a los que no favorece ningún lector: escriben libros muertos para convencer a jurados, nada más.
¿Dónde se produce una mejor literatura: en la austeridad o en la opulencia?
Románticamente tendría que decir que en la necesidad. Y estadísticamente, también. Pero el hecho de que algunos nobles y millonarios hayan escrito grandes libros desmiente cualquier generalización. En literatura no hay mandamientos de piedra. Ninguna teoría generalista opera. Mucho menos las que quieren reducir la literatura a un subgénero de la política o la sociología.
Hace unos años, la revista británica Granta incluyó su nombre en la lista de los escritores jóvenes más importantes en español. ¿Pesa este tipo de escalafones a la hora de seguir escribiendo? ¿Cómo se trabaja en una obra con estos reconocimientos, de cierto modo intangibles?
Creo que los listados como el de Granta aspiran a darles a los autores que seleccionan una visibilidad que los ayude a sobrevivir un poco mejor. Son, a la vez, estrategias para difundir la literatura. Todo eso me parece bien. Convertir eso, como sucede, en una bolsa de valores para los egos y en un casus belli para quejarse del mundo literario es, me temo, inevitable también. De las listas no salieron ni Mariana Enríquez ni Yuri Herrera. Tampoco son la lista de los elegidos al Paraíso. Son propuestas; a lo mucho, juegos.
En una entrevista publicada en el New York Times en su versión en español, sostenía que era espantoso que un escritor, además de escribir, tuviera que ser escritor. El modelo actual obliga a los escritores casi a salir a vender sus libros en ferias, encuentros, giras, firmas de ejemplares. ¿Perjudica esta ‘segunda profesión’ al oficio literario?
Como todo lo “actual”, es un asunto eterno. Los surrealistas no eran casi nada más que una máquina de promoción eterna del surrealismo: sus manifiestos, proclamas, llamados, repulsas, festivales, etcétera. Lo mismo con los ingenios del Siglo de Oro. Lo que me parece novedoso es la ola de puritanismo que sostiene que el escritor debe ser una suerte de monje trapense o de maestro zen que se resigne a comer garbanzos y la posteridad descubra lo digno que fue en su miseria. Quien apoya esta visión suele ser millonario o vividor; claro, y por eso puede mirar con tal distancia los prosaicos intentos de supervivencia de los demás.
¿Pesan Fuentes y Rulfo en los escritores mexicanos, del mismo modo que García Márquez, en su momento, pesó en los escritores colombianos?
Fuentes fue un hombre de poder, un caudillo cultural. Eso contaminó su escritura y terminó relegado, en el interés de mi generación y la que le sigue, a una posición antipática: la de figurón al que pocos leen y nadie quiere imitar. Rulfo, que en vida fue un hombre esquivo y de bajo perfil público, hizo un par de libros importantísimos y es un autor de referencia innegable. Pero yo, como autor, no me siento cercano a ninguno.
¿Qué autores han sido esenciales en su literatura?
Borges, Ibargüengoitia, Marsé, Rubem Fonseca, Conrad, Waugh, los Bulgakov, Chesterton, Celine, Vian, Fogwill, Highsmith, Isak Dinesen... He ido leyendo otras cosas con los años, claro. En algún momento me interesó mucho Brecht. En otro, Colette. También he leído mucha poesía: desde los románticos ingleses y los prerrafaelistas hasta cosas más cercanas, como Zurita, Maquieira. También influencias que no son literarias. Ciertos recursos del periodismo, así sea de manera irónica. El punk rock. En mi formación fueron más importantes los Pixies que Rulfo.
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