En 1975, el escritor y actor estadounidense Sam Shepard siguió a Bob Dylan durante su gira por ciudades del noreste de Estados Unidos. Iban con Joan Baez y Joni Mitchell, entre otros. La idea era filmar una película: el resultado fue el libro 'Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera'. Apartes.
“(…) Ahora mismo, hay música derramándose sobre nosotros. Una banda de ases aquí mismo en el puro presente. Joan Baez marcándose un boogaloo pre-bob delante del todo. Es increíble verla. Nunca antes se me había ocurrido pensar que era sexy, pero lo es, sin la menor duda. Se acabaron las relamidas baladas escocesas folkies sobre la paz. Se ha transformado en una discotequera mexicana de pelo rapado que no está para bromas. La banda se pasa a rápidos compases de un rythm & blues satírico, que expresan su talento en todas las direcciones, entra y sale la gente. Ronee Blakely se presenta con una boina negra y algo que parece una carpeta negra lo bastante grande como para albergar un piano pequeño. Alguien me pregunta si quiero conocer a Dylan, así que le sigo. Salimos otra vez por los vestíbulos, pasamos unas máquinas oscuras de Coca-Cola y llegamos a un cuarto de atrás, y allí está él, tumbado sobre una silla plegable de metal como si estuviera practicando un número de levitación, con las botas de vaquero gastadas puestas encima de una mesa de oficina metálica. Es azul. Es lo primero que me choca. Es todo azul, desde los ojos claros pasando por la ropa. Lo primero que me dice es:
–No tenemos que hacer ninguna conexión.
Al principio no estoy muy seguro de si habla de nosotros dos personalmente, o de la película.
–Nada de esto tiene que conectar. En realidad, es mejor si no conecta.
Empiezo a mover la cabeza para asentir dando por hecho que soy lo bastante enrollado como para entenderlo, deslizando algo medio elaborado sobre “surrealismo”. Le miro. Me mira. Comprendo en un rápido flash lo injusto de la situación. A él le conoce por las fotografías cualquier persona con la que esté. Pero puesto ante él en carne y hueso, me cuesta trabajo quitarme de la cabeza las fotografías y verle exactamente a él. Durante unos seis minutos todo lo que veo son portadas de discos. Luego lo voy enfocando lentamente. Detrás de él, con un teléfono pegado a la boca, Jacques Levy, que fue coautor de la canción “Hurricane Carter”, discute acaloradamente con un abogado sobre la posibilidad de que haya libelo en algunas de las letras. Está rehaciendo las letras al teléfono, intentando ponerse de acuerdo. El single “Hurricane” va a salir en menos de una semana y la posibilidad de que les demanden por libelo tiene a todo el mundo en ascuas, excepto a Dylan. Él toma café y se echa el sombrero gris de gaucho hacia delante.
–¿Has visto alguna vez Les Enfants du Paradis? –dice. Admito que sí, pero hace mucho tiempo; la vi con una chica que lloró todo el rato así que es difícil saber mi impresión exacta–. ¿Qué me dices de Tirad sobre el pianista?
–Sí, ésa también la he visto. ¿Es el tipo de película que quieres hacer?
–Algo así.
Se da la vuelta y mueve el pie. Es la primera vez que tengo una verdadera apreciación de su capacidad de silencio. De no sentir ninguna necesidad de llenar los huecos. De dejar que las palabras simplemente cuelguen en el aire de modo que puedas volver a oírlas en tu cabeza. Le digo que estamos pensando en rodar un poco con Ramblin’ Jack en el cuarto de baño del hotel. Se ilumina por un momento.
–Hay que esperar a que nos larguemos de esta ciudad. Ahora mismo solo tengo ganas de marcharme de aquí. En cuanto estemos en marcha ya podremos meternos más a fondo en la película. Ahora solo estoy esperando a que nos marchemos de aquí.
Es la primera vez que tengo una verdadera apreciación de su capacidad de silencio. De no sentir ninguna necesidad de llenar los huecos.
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“Dylan sube al estrado y se sitúa ante el viejo piano vertical, un trasto que durante años sólo se ha utilizado para interpretar idioteces de clase media con sonido de las grandes orquestas de los años treinta y cuarenta. Se sienta, planta sus dedos huesudos sobre el marfil y empieza a aporrear una versión de “Simple Twist of Fate”. Aquí está él. El maestro incendiario. En cinco minutos aquel lugar echa humo. Las señoras saltan y se remueven a fondo en sus corsés. El piano entero tiembla y parece a punto de salirse de la tarima de madera con esos saltos. El tacón de la bota vaquera de Dylan abre un agujero en el suelo. Aparece Roger McGuinn con su guitarra, Neuwirth, toda la banda se une a ellos hasta que revientan todas las moléculas del aire del local. Ésta es la verdadera magia de Dylan. Dejando a un lado por un segundo su genio lírico, hay que contemplar la transformación de energía que lleva dentro. Hace sólo unos minutos este lugar tenía una atmósfera mortalmente espesa de tensión y de incomodidad, y ahora, en un momento, le ha quitado el tapón. Ha inyectado en la sala una emoción vivificante de gran fuerza. No es el tipo de energía que aparta a la gente de las profundidades, sino de la que aporta coraje y esperanza y sobre todo trae al primer plano la vida que late. Si es capaz de hacer esto aquí, en el puro invierno, en un hotel de la costa fuera de temporada y repleto de menopausia, no es ninguna sorpresa que pueda conmover a toda la nación”.

En los años 60, Bob Dylan junto a la cantante Joan Baez, con quien conformó la dupla más significativa de su carrera. AFP
En los años 60, Bob Dylan junto a la cantante Joan Baez, con quien conformó la dupla más significativa de su carrera. AFP
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“La banda está trabajando sobre una lenta melodía country. No podríamos llamarlo ensayo, porque todos se están divirtiendo demasiado. Dylan se sienta en un sillón viejo comiendo un bocadillo de salchicha y contemplándolos a distancia. Mueve la cabeza siguiendo los cambios de acorde. Otros están sentados comiendo algo y apostando cantidades importantes en la máquina de ping-pong. Gary está cosechando un buen botín y lo acrecienta con su pericia y técnica de dedos, empleando ambas manos y lanzando regates mentales al campo de juego, que desafían incluso las leyes de las computadoras. De repente Dylan se pone de pie de un salto, tira la salchicha y sale corriendo directamente hacia la guitarra de slide que nadie está utilizando. Se pone a horcajadas sobre el asiento, pasándose la lengua por los dientes, coge la gruesa barra cromada y empieza a intentar encontrar las notas justas y las escalas que encajan con la melodía. Se vuelven unas cuantas cabezas pero nadie parece esperar gran cosa. La guitarra hawaiana no es exactamente su fuerte. La banda continúa adelante mientras Dylan sigue a la caza de las notas, perdiéndolas por arriba y por abajo. Tiene el volumen bajo para no destrozar toda la progresión que la banda va alcanzando. Se inclina más y más sobre las cuerdas de acero como tratando de ver el propio interior del instrumento, algo en algún sintió entre los espacios, como un mecánico a punto de levantar el motor entero para sacarlo de un coche extranjero pequeño. Sigue trabajando diligentemente otros diez minutos; a cada momento parece estar a punto de encontrar lo que busca, en un relámpago de inspiración genial. En vez de eso, lo que sucede es que suelta un fuerte suspiro, se echa hacia atrás, sube el volumen y suelta una serie de ruidos aleatorios a lo John Cage. La banda no se inmuta lo más mínimo y cambia inmediatamente a eso. La mano de Dylan va golpeando arriba y abajo a todo lo largo de las cuerdas, la otra mano las pellizca como si pellizcara en un cuenco de chop-suey frío algo alejado. La partida de ping-pong continúa bajo el rugido ensordecedor de este jazz-jambalaya-rock & roll de Nueva Inglaterra”.
Si es capaz de hacer esto aquí, en el puro invierno, en un hotel de la costa fuera de temporada y repleto de menopausia, no es ninguna sorpresa que pueda conmover a toda la nación
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DYLAN: ¿Has leído algo de Conrad?
YO: No.
DYLAN: Pues deberías leer a Conrad.
(Pausa larga)
YO: ¿Lees mucho?
DYLAN: Algo.
YO: ¿Siempre has leído mucho?
DYLAN: Siempre leo algo.
YO: ¿Dónde consigues los libros?
DYLAN: En las bibliotecas de la gente. Entro en las bibliotecas de la gente y los tiene allí.
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“Una fuerte sensación recurrente que tengo cuando contemplo a Dylan actuando es la impresión de que se juega Grandes Apuestas. Él dice que “sólo es un músico”, y en su interior necesita ese tipo de protección ante las pruebas intelectuales que son una amenaza constante para cualquier artista. Incluso así, no tiene que responder por sí mismo a las repercusiones de su arte en absoluto. Caen sobre nosotros las preguntas y ésa es su esencia. El mito es un medio poderoso porque habla a las emociones y no a la cabeza. Nos traslada a un área de misterio. Creer en algunos mitos es venenoso, pero otros tienen la capacidad de cambiar algo dentro de nosotros, incluso si sólo es durante uno o dos minutos. Dylan crea una atmósfera mítica de la tierra que nos rodea. La tierra por la que caminamos cada día y que nunca vemos hasta que alguien nos la enseña”.
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