No me gusta demasiado esta palabra, escritor”, confiesa Jean Echenoz (Orange, 1947) en una de las páginas de Jérôme Lindon, mi editor, un libro homenaje a quien fuera su editor durante más de veinte años, Jérôme Lindon. “Intento evitarla todo lo que puedo, pero lo cierto es que no hay muchas otras para designar lo que hacemos”.
¿Qué es exactamente eso que hacemos, eso que Echenoz ha venido haciendo a lo largo de una vida entregada a la literatura? En esencia, contar historias, contar buenas historias. La más reciente, Enviada especial, comienza así:
“Quiero una mujer, profirió el general”.
Sabemos que el general está sentado detrás de un escritorio y que tiene un paquete de puros en la mano. Junto al paquete, sabemos que hay un cenicero y un vademécum antiguo. Pero el general, claro, no está solo. Lo acompaña un tal Paul Objat, un subalterno que está ahí, en esa oficina, para cumplir al pie de la letra los requerimientos del general. La forma como Echenoz nos describe esa oficina es, por lo demás, muy echenoziana:
“Además, hay dos sillas tubulares de escay, tres armarios clasificadores con dosieres colgados y una mesilla que soporta un viejo y voluminoso ordenador mugriento. Todo eso no data precisamente de ayer, y la butaca del general no parece muy cómoda, los brazos están oxidados, las esquinas resquebrajadas permiten distinguir, ver cómo se desprende a jirones su infraestructura de poliuretano de primera generación”.
Ahora bien, ¿para qué diablos quiere el general a una mujer?
Esa es la pregunta que Echenoz nos lanza tras bambalinas, seguro de que ante tan hipnóticos artificios literarios pasaremos la página, y, muy a la manera de Objat, sin objetar nada, encandilados, tomaremos aire para hundirnos en la lectura. El mecanismo de la ficción, pues, se ha activado, y Echenoz ha vuelto a salirse con la suya.
Jean Echenoz publica su primera novela, El meridiano de Greenwich, en 1979. Antes de que Jérôme Lindon le extienda tres copias del contrato para que lo firme y se convierta en un autor de la casa, el autor ya se ha paseado con su manuscrito debajo del brazo por todo París.
“Así pues”, escribe en su libro sobre Lindon, “envío mi manuscrito a algunos editores, que todos rechazan. Pero continúo, insisto, y llegado al punto en el cual soy poseedor de una colección casi exhaustiva de cartas de rechazo, me he atrevido la víspera a depositar un ejemplar de mi manuscrito en la recepción de Les Éditions de Minuit, en la calle Bernard-Palissy, sin ninguna esperanza, únicamente con el fin de completar mi colección”.
Pero resulta que ese sello editorial “demasiado serio, demasiado austero y riguroso, esencia de la virtud literaria” se interesa en el manuscrito, y lo publica. Y Echenoz, de la noche a la mañana, se convierte en aquello que tiempo después no querrá aceptar: un escritor.
El meridiano de Greenwich no vende mucho, unos quinientos ejemplares, pero consigue unos mejores réditos en términos literarios al obtener el Premio Fénéon.
Después de diez años concentrado en darles vida literaria a personajes y hechos históricos (el compositor Maurice Ravel de Ravel; el atleta Emil Zátopek de Correr; el inventor Nicola Tesla de Relámpagos; la Gran Guerra de 1914), Echenoz sintió que era hora de volver a la novela pura, que, en su caso, era la novela de espionaje, o, mejor aún, la parodia de la novela de espionaje. Y nació Enviada especial.
De pasajes llenos de oxígeno, de movimiento, de virtuosismo descriptivo, de golpes al hígado, está llena la novela, claro. Pero también de frases simples, arrojadas como por descuido sobre la página, pero que resultan reveladoras del universo echenoziano.
“Una papelera llena es señal de un hombre activo”, escribe Echenoz en cierto pasaje de Enviada especial. Y, entonces, basta leer algo tan inofensivo en apariencia, algo tan trivial e inoperante, para darse cuenta enseguida de que la parodia en Echenoz siempre irá más allá de la burla casual.
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