La progresión de 'Game of Thrones' es alucinante. Su episodio piloto, emitido en abril del 2011, tuvo poco más de dos millones de espectadores en los Estados Unidos. El primero de la séptima temporada, a mediados de julio pasado, ha llegado a los dieciséis millones. Es el capítulo más visto de la historia de HBO. De hecho, es también la serie más vista de la historia del sello con mayor prestigio de la televisión contemporánea. Aunque su primera temporada solo ganara dos estatuillas, con las treinta y ocho conseguidas hasta la fecha es la serie que ha cosechado más premios Emmy. Es considerada, además, por la crítica y la academia, la mejor serie fantástica jamás filmada y una de las mejores de la historia de la pequeña pantalla.
Por si todo eso fuera poco, cuando concluya el próximo año su octava y última temporada comenzará a alumbrar cuatro spin-offs, cuatro precuelas o secuelas ambientadas en ese vasto territorio de ficción –inspirado en la Inglaterra medieval y en los dramas de Shakespeare y en la serie de novelas históricas 'Los reyes malditos', de Maurice Duron, y en La Tierra Media, de J. R. R. Tolkien– llamado Poniente, que el escritor George R. R. Martin ha creado con tanta precisión geográfica, antropológica, lingüística, genealógica, sexual y dramática que ha llegado al punto de aborrecerlo.
Porque podía lidiar con los fans que han comprado unos sesenta millones de ejemplares en cerca de cincuenta idiomas de sus novelas del ciclo 'Canción de hielo y fuego', pero no sabe cómo hacerlo con los cientos de millones de espectadores que siguen su adaptación televisiva en todo el mundo. Y que le exigen. Y le critican. Y le reclaman. Y lo aman y lo odian: ese odioamor que se propaga como fuego valyrio por las redes sociales, inflamándolo todo a su paso, tanto las altas como sobre todo las bajas pasiones de los fanáticos.
Hace cuatro años, agobiado por la presión popular, que le exigía terminar de una vez la próxima novela, no solo para que pudiera ser leída, sino también para que la serie pudiera avanzar, llegó a amenazarnos: “Si me siento presionado usaré el cometa rojo, lo lanzaré sobre Poniente y acabaré con todas las vidas”. La decisión final fue mucho más sabia. Martin va a escribir la conclusión de su epopeya a su ritmo, y la serie va a concluir de un modo distinto. David Benioff y D. B. Weiss, los creadores de la adaptación televisiva –por tanto– se emancipan en estas dos temporadas finales de la tutela del poderoso texto que tan bien han sabido traducir, recortar, violentar o bastardear, según conviniera, con una misión extremadamente difícil: rematar la faena, ser definitivamente históricos.

Los hermanos Cersei (Lena Headey) y Jamie Lannister (Nikolaj Coster-Waldau)
Cortesía HBO
Algunas series de esta tercera edad de oro de la televisión han tenido la suerte de conectar con eso que –a falta de una palabra mejor– llamo la “sincronía colectiva”.
Ninguna otra serie suscita hoy en día tanta expectación y tanta conversación. Merece la pena preguntarse por qué.
Con esa expresión me refiero a la atención global, a menudo teñida de cariño, que suscitan algunos, pocos productos culturales. En los primeros años del siglo empezó a ocurrir con 'The West Wing' y con 'The Sopranos', dos series complementarias y de gran influencia, una en el ámbito de la televisión pública y la esfera política, la otra en el de los canales de pago y el género criminal. Pero la explosión de la sincronía colectiva tuvo lugar en un mundo en que las redes sociales y el transmedia ya eran moneda de uso común, es decir, con 'Lost', 'Mad Men' y 'Breaking Bad'. Y desde el 2011 está volviendo a pasar con 'Game of Thrones'. Ninguna otra serie suscita hoy en día tanta expectación y tanta conversación. Merece la pena preguntarse por qué.
La primera respuesta es evidente. Las novelas de 'Canción de hielo y fuego' ya poseían una ingente masa de seguidores en todo el mundo, una masa entregada y crítica que se volcó desde el primer momento en la difusión de una serie que se presentó, por el presupuesto de su producción, como una apuesta de calidad y ambición cinematográficas. La segunda respuesta es también obvia: el alto nivel de su realización y de sus guiones, el magnetismo de sus personajes (y el de los actores y actrices que los encarnan), su música, sus dosis de violencia y sexo, sus giros argumentales, sus bajas pasiones, sus arrebatos épicos, sus localizaciones en algunos de los puntos más sublimes del planeta, todo –absolutamente todo– fue encajando en una obra de altísimo nivel (aunque algunos capítulos, sobre todo de las dos últimas temporadas, fueran flojos, el conjunto nunca lo ha sido). Los Lannister, los Stark y los Targaryen nos enamoraron desde los primeros minutos de la ficción, en su laberinto de amoríos y asesinatos, de guerras y traiciones, en un equilibrio de fuerzas tan frágil como ese Muro norteño que lleva siglos sin ser manutención ni obras de refuerzo, custodiado por unos monjes guerreros que son los primeros en atisbar la gran amenaza que viene del frío.
Pero la que me interesa es la tercera respuesta y por eso repetiré la pregunta en otros términos: ¿Por qué Game of Thrones es la serie central de esta segunda década del siglo XXI? Pues bien: porque no solo trató desde el 2011 los temas y los géneros más candentes en aquel momento, sino porque supo también adelantarse a los que estaban por venir. Aunque su punto de partida fuera un nicho de mercado, ya que no existía ninguna gran serie de fantasía heroica (Battlestar Galactica es la única que puede competir en el ámbito de la fantasía, y es puro space opera), desde el principio supo combinar ese género con otros menos evidentes. Me refiero a que, además de remezclar con arte épica, picaresca, mitología, erotismo o espionaje, incorporó otras texturas narrativas en sus tramas paralelas. Con los personajes de Joffrey Baratheon y, sobre todo, de Ramsay Bolton, la serie integró un subgénero de gran atractivo: el del psicópata ('Dexter' terminó en el 2013 y ese mismo año se estrenó 'Hannibal'). Y el subgénero de los zombis también está representado desde los primeros minutos de la ficción, por la horda que lidera el Rey de la Noche, encarnación putrefacta y gélida de ese invierno que empezó a llegar en el capítulo piloto. Esa hibridación de muertos vivientes con paisaje helado se puede leer –de hecho– como la fusión de dos tendencias fuertes: 'The Walking Dead' se estrenó unos pocos meses antes que 'Game of Thrones', a finales del 2010, y pronto llegaría la ola del nordic noir (también alentada por el éxito de ciertas novelas, y que ha conectado los icebergs que están en el origen del terror moderno –Frankenstein– con las comunidades remotas y aisladas del norte congelado del mundo).

Aidan Gillen es Petyr “Littlefinger” Baelish y Sophie Turner es Sansa Stark.
HBO / Helen Sloan
Pero todo eso estaba más o menos en la tradición serial y claramente en la narrativa literaria de la que se nutren las teleficciones. Lo que no lo estaba –y Benioff y Weiss, gracias al potente material de Martin, pudieron ver y apostar por ello– fue el poder femenino. No hay ahora proyecto televisivo que no enfoque el mundo de las mujeres.
'Game of Thrones' empezó a imaginar una cartografía totalmente distinta en términos de género.
Este mismo año 2017, en que se ha multiplicado aún más la audiencia de' Game of Thrones', se estrenó otra joya serial también basada en una novela, 'The Handmaid’s Tale' (adaptación de la obra homónima de Margaret Atwood, El cuento de la criada), que encaja con naturalidad en un panorama dominado por series protagonizadas por mujeres ('The Good Fight', 'Glow', 'The Girlfriend Experience', 'Jessica Jones', 'Agent Carter', 'The Crown', 'Scandal', 'Veep'…). Pero en el 2011 prácticamente solo existía una gran teleficción de calidad sobre ellas: 'The Good Wife' (estrenada en el 2009, cuando la producción de GoT ya estaba en marcha; las primeras temporadas de' Girls' y de 'Veep' son del 2012). Por supuesto, 'The West Wing', 'The Sopranos', 'Lost', 'Mad Men' y 'Breaking Bad' imaginan universos eminentemente masculinos, con un líder heterosexual y maduro en crisis en el centro de la historia (tres en el caso de Perdidos). 'Game of Thrones' empezó a imaginar una cartografía totalmente distinta en términos de género.
En esa tradición de grandes series capaces de conectar intelectual y emocionalmente con grandes masas de espectadores, de despertar la sincronía colectiva, por tanto, es pionera en el desplazamiento del foco hacia las mujeres. En la primera temporada, Arya y Sansa se quedan sin padre; y Daenerys pierde a su hermano. Y en las siguientes van desapareciendo prácticamente todas las figuras masculinas de la generación anterior: hasta Cersei se queda huérfana (de su padre… y de todos sus hijos). En estos momentos –si tenemos en cuenta que Jon Snow está técnicamente muerto y que no aspira al Trono de Hierro–, ellas cuatro son las protagonistas que deciden el futuro de la balanza del poder en Poniente. Para asumir esa responsabilidad han tenido que perder la dulzura y la ingenuidad, han tenido que masculinizarse, incluso en el vestuario y los gestos. Arya, de hecho, viaja como si fuera un muchacho. Y Cersei, con el pelo corto, viste desde que es reina un traje de cuero negro que evoca el diseño de los que llevaba Tywin, su padre.
Se ha dicho, a propósito del estilo de gobierno y de su presentación en público, que las presidentas de nuestra época (como Michelle Bachelet o Angela Merkel) también han debido asumir las maneras de los hombres. La última razón de la extraordinaria sincronía colectiva de 'Game of Thrones' es ese comentario oblicuo, en clave de ficción, que realiza –consciente o inconscientemente– de nuestro presente real. 'Homeland', 'House of Cards' y otras series sobre geopolítica y espionaje han dejado claro que el mandato de Donald Trump va a ser difícilmente narrado desde el realismo paranoico. Cada mañana, un nuevo tuit de Potus hace pedazos la más aberrante de las ficciones imaginada por los guionistas. Hasta en eso 'Game of Thrones' se ha revelado semióticamente polimorfo. Esos reyes locos y príncipes maquiavélicos y arribistas sin escrúpulos que se mueven como pez en el agua por las turbulentas corrientes de Poniente se parecen mucho a Trump, a Vladimir Putin, a Emmanuel Macron, a Kim Jong-un, a Recep Tayyip Erdogan. Para bien o para mal, en nuestro mundo no existe un Trono de Hierro, un único monarca para todos esos países. En cambio, sí podría existir una causa común de nuestra época, un gran enemigo contra el que luchar todos juntos. El Rey de la Noche y sus hijos zombis vienen del Norte, del hielo, acompañan al invierno: son el Cambio Climático. También en eso, Game of Thrones es medular, diagonal, rabiosa y extrañamente contemporánea.
JORGE CARRIÓN
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