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Lecturas Dominicales

Escritores en tiempos de duelo

Libros sobre duelo de varios autores

Libros sobre duelo de varios autores

Foto:Archivo particular

¿Cómo han escrito distintos autores sobre la experiencia de atravesar la pérdida de un ser querido?

1. Sanos todavía o enfermos ya
Mientras padecía un cáncer de mama, Susan Sontag publicó en 1977 su muy conocido ensayo La enfermedad y sus metáforas, que inicia con esta reflexión: “A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”.
Veinte años después, y también enfermo de cáncer, Enrique Lihn escribió este poema, que puede leerse en su libro póstumo Diario de muerte, publicado por primera vez en 1989:
Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos
por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad
pero, a la larga, eso no tiene sentido
Duele separarse, poco a poco, de los sanos a quienes seguiremos unidos, hasta la muerte
separadamente unidos
Con los enfermos cabe una creciente complicidad
que en nada se parece a la amistad o el amor
(esas mitologías que dan sus últimos frutos a unos pasos del hacha)
Empezamos a enviar y recibir mensajes de nuestros verdaderos conciudadanos
una palabra de aliento
un folleto sobre el cáncer
En mayo de 2021, a más de un año del inicio de la pandemia del covid-19, tanto el ensayo como el poema –hermanados en la división tajante que hacen los autores entre salud y enfermedad– resuenan distinto: ahora, en este tiempo, las fronteras de ambos reinos o países (ya de por sí franqueables y porosas, como todas las fronteras) se han vuelto terriblemente difusas. Con 151 millones de casos en el mundo, el virus sigue propagándose, mientras que el proceso global de vacunación ha traído un alivio momentáneo e individual para algunas personas, pero en lo absoluto un alivio colectivo. Quienes hemos estado enfermos y nos hemos podido recuperar, y quienes ya han accedido a la vacuna, hemos gozado –usado– por un tiempo la doble ciudadanía de la que hablan Sontag y Lihn. Sin embargo, en cada nuevo pico, hemos presenciado una importante reconfiguración de los países que establecen ambos autores: ante la inminencia del contagio, ya no son “el de los sanos y el de los enfermos”, sino “el de los que aún están sanos y el de los que ya están enfermos”. Ante la muerte cercana, acechante –más de tres millones de personas han fallecido por covid-19–, ambos países se van tiñendo de duelo.
Este es un texto sobre la pérdida y la pandemia, pero también –y de una manera más íntima y política– es un diálogo de duelos teñido por la rabia y la desesperación.
Chimamanda Ngozi Adichie acaba de publicar el libro 'Sobre el duelo'.

Chimamanda Ngozi Adichie acaba de publicar el libro 'Sobre el duelo'.

Foto:Manny Jefferson

II. Miedo sobre miedo sobre miedo
Más que definiciones personales del duelo –“por regla general”, escribió Freud, “es la reacción frente a la pérdida de una persona amada”–, desde hace seis años me ha interesado buscar, a raíz de la muerte de dos personas amadas, cómo han escrito distintos autores la experiencia de estar en duelo. Cómo se siente un duelo, mejor dicho, cómo se vive, y a partir de eso, establecer un diálogo que transforme la tristeza íntima en un proceso social y público (proceso que, a su vez, ayuda a serenar el duelo privado). En Una pena en observación, C. S. Lewis confiesa: “Nunca pensé que el duelo fuera tan parecido al miedo”. Roland Barthes, por su parte, escribe en Diario de duelo: “No decir duelo. Es demasiado psicoanalítico. No estoy en duelo. Estoy afligido”. Ese miedo y aflicción transforman, por supuesto, la relación directa con el mundo y el entorno inmediato. En La ciudad invencible, por ejemplo, Fernanda Trías escribe: “Buenos Aires será, para siempre, la ciudad donde recibí la noticia de la muerte de mi padre... Estoy segura de que nunca volveré a esta ciudad, porque cuando regrese habré visto el cuerpo de mi padre sin vida y ya no seré yo sino otra quien regrese a Buenos Aires”. José Luis Peixoto también da constancia de cómo el mundo se siente distinto –amenazante– después de perder al padre. “Hoy he regresado a esta tierra ahora cruel”, leemos en Te me moriste. “Nuestra tierra, padre”.
El miedo y la sensación de amenaza de la que dan cuenta esos libros –los cuatro, claro, anteriores a 2020– han explotado en la pandemia. Toda esa vulnerabilidad, inseparable del primer momento del duelo, crece con la vulnerabilidad que ya de por sí sentimos ante tantos contagios y muertes. Este miedo radical –miedo sobre miedo sobre miedo– puede leerse en el breve ensayo Sobre el duelo que, hace unas semanas, Chimamanda Ngozi Adichie publicó luego de que su padre, el profesor James Nwoye Adichie, muriera inesperadamente por complicaciones de un fallo renal: “La certeza constante de que alguien más morirá, de que vendrán más pérdidas. Una mañana, Okey me telefonea más temprano de lo habitual y pienso: ‘Dímelo, dímelo ya, ¿quién se ha muerto esta vez? ¿Ha sido mamá?’”. En el libro, la autora se pregunta si el padre, además del fallo, tendría coronavirus y, aunque un médico descarta la posibilidad, la autora deja por escrito que no le hicieron la prueba. “No tendría que haber sucedido así (su muerte), no como una sorpresa malintencionada, no durante una pandemia que ha cerrado el mundo”.
Más adelante, Adichie escribe: “El 28 de marzo, mi tía favorita, Caroline, la hermana pequeña de mi madre, murió repentinamente a causa de un aneurisma cerebral en un hospital británico que ya estaba confinado por el coronavirus... El virus acercaba la posibilidad de la muerte, la normalidad de la muerte, pero subsistía una apariencia de control, si te quedabas en casa, si te lavabas las manos. Con la muerte de mi tía, esa idea de control se esfumó. La muerte podía alcanzarte cualquier día y en cualquier momento, como le había pasado a ella. Mi tía se encontraba perfectamente bien y, de un día para otro, le había comenzado a doler la cabeza y al poco había muerto. Una época ya oscura se oscureció inexorablemente... En junio nos dejaría mi padre, y al cabo de un mes, su única hermana, mi tía Rebecca… Una erosión, una riada terrible, que dejaría a nuestra familia mutilada para siempre. Las capas de pérdidas hacen que la vida parezca fina como el papel”.
Poco después de escritas y publicadas esas palabras, la madre de Adichie murió, también inesperadamente. Las capas de pérdidas de las que ella escribe son, además, un círculo de miedo y muerte que se estrecha y que se estrecha. En cada pico, otro amigo enfermo, otro en el hospital, otra conocida que muere. Positivo, positivo, positivo. Inminencia, inminencia, inminencia.
Susan Sontag, autora de 'La enfermedad y sus metáforas'.

Susan Sontag, autora de 'La enfermedad y sus metáforas'.

Foto:Getty Images

III. Esa otra pandemia
“Positivo”.
Al inicio de esta pandemia, tanto medios hegemónicos como espacios independientes recordaron libros –estos extraordinarios– como Diario del año de la peste, de Daniel Defoe; La peste, de Albert Camus; o La montaña mágica, de Thomas Mann, para “ayudar a pensar este tiempo”, olvidando o ignorando sistemáticamente obras en cuyo centro está esa otra crisis reciente –tan reciente–: la del sida. Dicho olvido, inconsciente o deliberado, evidencia cómo al día de hoy aún persiste esa apabullante desinformación alrededor del virus de la inmunodeficiencia adquirida, que suele condensarse en el prejuicio homofóbico de que el VIH solo afecta (afectaba) a la población homosexual, que “merece enfermarse” por “su estilo de vida” (se necesitaría otro artículo para dirigir esta forma soterrada de fascismo). Hay tanto que se puede aprender de esa otra pandemia. Mirando los años más terribles del VIH, sin duda podemos mirar nuestro presente –este terrible primer año del covid-19–. Y entonces, así como en esas listas dominantes de “obras sobre pestes” aparecen recomendadas novelas como Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, o El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, habría que insistir en la lectura de obras cruciales sobre el sida como Pájaros de la playa, de Severo Sarduy; Antes que anochezca y El color del verano, de Reinaldo Arenas; Salón de belleza, de Mario Bellatin; Loco afán. Crónicas de sidario, de Pedro Lemebel; El desbarrancadero, de Fernando Vallejo, y Vista desde una acera, de Fernando Molano Vargas.
En estos libros, la inminencia del contagio divide a las personas (como en la reconfiguración de los países pensados por Sontag y Lihn) entre “los que aún están sanos” y “los que ya están enfermos”, y en cada uno aparece la terrible linealidad que adquiere el tiempo con el contagio: diagnóstico, deterioro, muerte –cada momento teñido de duelo–.
Así escribe Fernando Molano Vargas ese primer momento del diagnóstico en Vista desde una acera: “Callado, Adrián cierra el sobre con el informe del laboratorio. En este salón, desde estos sillones donde estamos sentados, todo se detiene por un instante; todo queda en silencio; y otra vez todo vuelve a andar entorpecido... De repente todo se mueve de una manera extraña, y el mundo entero se convierte en otra cosa: ¿cómo nadie se da cuenta? Miro este piso frente a mí y es como estar en otro lugar, como si quedáramos atascados en un punto diferente al de los otros, un punto como el que ha de estar en alguna línea en las páginas de una novela hermosa, donde sabes que lo que tienes en las manos está acabando, y entonces te empieza esa nostalgia, esa ganita de leer más despacio para que acabe menos pronto, esos deseos de cerrar un rato el libro para fumarte un pucho... Así estamos aquí, completamente suspendidos, obligados por el instinto a una esperanza inútil; pues él tiene entre sus dedos el sobre y yo lo tomo, saco el papel y está allí de nuevo esa palabra: positivo… No habíamos leído mal. Definitivamente estamos en ese punto”.
(No se quede sin leer: La desintegración del ser). 
En El desbarrancadero, Vallejo escribe el deterioro físico y posterior agonía de su hermano Darío: “Ya había empezado a perder peso, y por eso iba al gimnasio. Y estaba perdiendo peso no por ninguna hipoglucemia sino por el sida. En él ésa fue la primera manifestación de la enfermedad. Después quien lo hubiera dejado de ver unos meses y se lo volviera a encontrar le notaba un indefinible cambio en la cara. Un color como de ceniza o cobrizo. ¡El tinte de la muerte! ”.
Y en Los diamantes son eternos, texto que hace parte de Loco afán, leemos una conversación imaginada entre Lemebel y un “homosexual portador”, agónico: “No, no me estás mirando a mí, estás mirando mi muerte”.
C. S. Lewis, autor de 'Una pena en observación' (1961).

C. S. Lewis, autor de 'Una pena en observación' (1961).

Foto:Getty Images

IV. Hacer vivir o matar más
Ese “mirar mi muerte en lugar de mirarme a mí” ocurre no solo en la agonía de la persona amada, sino también durante el duelo. En Una pena en observación, C.S. Lewis hace un recuento de algunas costumbres y rituales, privados y públicos, que solemos hacer cuando alguien muere y que a veces llegan a durar la vida entera: vestirnos de negro, hacer visitas de pésames y celebración de aniversarios, dejar la habitación vacía exactamente igual que la tenía “el ausente”, pronunciar su nombre con un tono de voz especial o directamente no volverlo a mencionar nunca más, incluso sacar sus vestidos a la hora de la cena... Para Lewis, este tipo de rituales vuelven a los muertos mucho más muertos –los momifican, los matan más– y advierte que todo eso evidencia un miedo ancestral, inconsciente: el miedo a que el muerto reaparezca. “Mantener a los muertos completamente muertos, asegurarse de que no van a volver furtivamente a visitar a los vivos es la preocupación fundamental del pensamiento primitivo”, escribe Lewis. “No cabe duda de que estos ritos enfatizaron de hecho la muerte de los muertos”. Pero después agrega: “No es de mi incumbencia juzgarlos. No pasan de ser conjeturas… Sea como sea, mi programa lo tengo bien claro. Volver a ella (su mujer fallecida) con alegría las más veces que pueda. Hasta saludarla con una sonrisa. Cuando menos la lloro, más cerca me parece sentirla”.
La reflexión de Lewis abre una pregunta esencial sobre la escritura del duelo: ¿narrar la pérdida, escribir un libro sobre el muerto amado, es una forma de enfatizar su muerte –momificarlo, matarlo más– o, por el contrario, es una forma de “saludarlo con una sonrisa”, hacerlo vivir más? Como siempre, la respuesta depende de las decisiones escriturales de cada autor. En este texto, y porque la pandemia ha interrumpido –cortado– abruptamente el tiempo de tantas personas, quisiera destacar algunas obras que han optado por hacer vivir más a los muertos. En Carta larga sin final, esa conversación literaria, filosófica, con su madre muerta, Lupe Rumazo dice: “Yo no puedo escribirte en un tono, ni menos en un sentido (el sentido lleva al tono y el tono al sentido) de elegía. Lo elegíaco implica despedida y adiós; y esos hacen términos que no han nacido para nosotras”. También pregunta: “¿No has advertido, mamá, que ahora se quiere matar también al dolor; no se desea que exista; hay que aplastarlo y asesinarlo y como tal hace de norma la sociedad técnicamente feliz?”. Y agrega: “No concluyo porque no deseo que mamá muera”.
Así mismo, en Lo que no tiene nombre, el testimonio sobre la muerte de su hijo Daniel, Piedad Bonnett explicita la intención de su libro: “Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme”.
Esa insistencia en la vida, no exenta de dolor, también está presente en las mencionadas novelas sobre el sida. El tiempo, como decíamos, convertido en una línea fatal –diagnóstico, deterioro, muerte–, y teñido desde el primer momento por el duelo, se tiñe ante todo de un deseo ferviente de vida.
Molano en Vista desde una acera: “Adrián está a mi lado… Me siento horriblemente estúpido pensando decirle: ‘Vamos, no esté triste’. ¡Cómo no va a estar triste!, me digo. Pero él, porque es más valiente, me dice mirándome a los ojos, sonriendo apenas en sus comisuras: ‘Pero fuimos felices, ¿cierto?’”.
Vallejo en El desbarrancadero: “Se incorporó sonriéndome como si viera en mí a la vida, y solo la alegría de verme, que le brillaba en los ojos, le daba vida a su cara: el resto era un pellejo arrugado sobre los huesos y manchado por el sarcoma”.
Lemebel en Loco afán: “Hay muchas cosas por las que vivir. El mismo sida es una razón para vivir. Yo tengo sida y eso es una razón para amar la vida… Este mismo minuto, yo soy más feliz porque no habrá otro”.
Más adelante en su crónica, Lemebel pregunta: “¿Y si encuentran el remedio?”. Su imaginada interlocutora dice: “Me muero igual, porque de aquí a que llegue a Latinoamérica, y a qué precio. ¿Te imaginas lo que va a costar? Como siempre se salvan las ricas primero”.
Hay mucho que aprender de esa otra pandemia.
Joan Didion, autora de 'El año del pensamiento mágico'.

Joan Didion, autora de 'El año del pensamiento mágico'.

Foto:Getty Images

V. Funerales políticos
Durante la crisis del sida, en 1992, el grupo activista estadounidense ACT UP organizó una serie de funerales políticos con el fin de convertir el duelo privado en un duelo público que desmantelara y anulara la idea de que los gobiernos y las farmacéuticas estaban haciendo lo suficiente para detener el contagio y el avance de la enfermedad. En conmovedores videos se puede ver cómo eran dichos funerales: sobrevivientes marchando en Washington –los sanos todavía o los enfermos ya, todos en duelo– y luego esparciendo las cenizas de sus seres amados en la Casa Blanca. En el sitio web de ACT UP puede leerse lo que decían las distintas invitaciones a estos eventos de gran eficacia política: “Rechazamos el letargo del Gobierno”, “Trae tu duelo y rabia a esta ceremonia”, “No queremos convertirnos en portadores de féretros”, “No queremos esperar cada muerte –la de nuestros amigos, familiares o vecinos– ni estar escribiendo sus discursos funerarios”, “Nos preocupa la urgencia de la situación”, “Queremos transformar los rituales de muerte en rituales de vida”.
Mientras escribo esto, Bogotá está en alerta roja. Todo el tiempo, en redes y en medios, informaciones confusas y angustiantes sobre las vacunas: después del retraso en el inicio del proceso de vacunación, llega la noticia por WhatsApp –confirmada en medios– de que, en algunos lugares del país, han tenido que posponer las citas para la aplicación de la segunda dosis porque se han agotado o porque han tardado en llegar –y queda la pregunta (con las respectivas respuestas que se contradicen unas a otras) del efecto que pierde o no la primera dosis si se retrasa la segunda–. También están las noticias sobre los posibles efectos secundarios de las vacunas, especialmente en lo que respecta a los trombos que algunas marcas podrían provocar, y la subsiguiente tranquilidad que intentan transmitir los medios al asegurar que la producción de coágulos es casi improbable. Y luego están las noticias sobre el turismo de vacunas: que están quitando las visas a quienes vayan a Estados Unidos para este fin; que no, que es mentira, que cualquiera con visa puede ir a vacunarse. En los comentarios de alguna noticia sobre el tema leí los precios que distintas personas estarían dispuestas a pagar por la vacuna privada: ochocientos mil pesos, un millón, tres millones… “Como siempre, se salvan las ricas primero”.
Qué intolerable es el deceso o la agonía de alguien por covid-19 cuando ya existen distintas fórmulas de vacuna. Qué intolerable es saber el remedio cerca, la vida cerca, tan cerca, pero tener que enterrar a quien amamos. O no poder enterrarlo. O no poder asistir a su entierro. En Sobre el duelo, Adichie narra la dificultad logística que implicó el entierro de su padre: a pesar de que sería una ceremonia conforme a los protocolos covid (uso de mascarillas y distanciamiento social), fue necesario posponerla largamente debido al cierre de aeropuertos. “Imagina temer un entierro y no obstante anhelar que pase”, escribe. “Mi madre se desespera tratando de confirmar una fecha. ‘Después del entierro podremos empezar a superarlo’, dice”. En su experiencia hay un dolor constante de esta pandemia: los duelos en suspenso por los muertos en suspenso.
Si el duelo es una reacción ante la pérdida, los duelos en suspenso, aún por hacer, llevan a esa dura imagen de dolor desesperado: los cadáveres de amados y desconocidos sin enterrar. Así, los ya ausentes siguen presentes: literalmente presentes, físicamente presentes. Más, más presentes. Como recordándonos que no han debido morir.
“Los sobrevivientes”, escribe Joan Didion en El año del pensamiento mágico, “miran hacia atrás y ven presagios, mensajes que no supieron leer”. Eso no puede pasar. Los funerales políticos, momento crucial de un pasado que nos sigue interpelando, son, deben ser, una imagen de esperanza: el miedo y la aflicción convertidos en un ritual urgente de vida.
No hay que esperar un entierro. No hay que esperar la muerte. No hay que seguir perdiendo más.Este texto quiere insistir en la vida. 
Giuseppe Caputo
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