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Lecturas Dominicales

Valeria Luiselli y los archivos de los niños perdidos

La escritora mexicana Valeria Luiselli, autora de otras novelas como 'Los ingrávidos' y 'La historia de mis dientes', participará en el Hay Festival de Cartagena.

La escritora mexicana Valeria Luiselli, autora de otras novelas como 'Los ingrávidos' y 'La historia de mis dientes', participará en el Hay Festival de Cartagena.

Foto:Cortesía Hay Festival

Su novela 'Desierto sonoro' habla de los niños que cruzan Arizona en busca del 'sueño americano’.

Literatura de frontera, migrante, libre, así se podría describir la obra de la escritora mexicana Valeria Luiselli. Sus textos son porosos, pueden hablar de un vendedor de dientes o de la tumba de Joseph Brodsky. Pueden parecer ensayos, cuentos o elegías. Pueden ser filosofía y denuncia política, pero sobre todo son “una rebanada de vida”, como ella dice, donde vemos a personajes respirar, llorar, ir al baño y recordar. El año pasado publicó su quinto libro, Desierto sonoro (Sexto Piso), el primero que escribe completamente en inglés y que se tituló Lost Children Archive; fue catalogada como una de las mejores novelas del año por diarios como The New York Times y El País de España, incluso por Barack Obama.
Desierto sonoro trata de una familia que viaja a la frontera de Estados Unidos con México. Una novela de carretera en la que se buscan los gritos de Gerónimo, líder de los apaches; en la que se oye el sonido de un país que ya no existe, lleno de moteles en ruinas, fábricas abandonadas, pueblos fantasma y muchas patrullas de policía, pero también se buscan las voces de esos miles de niños centroamericanos que cruzan el desierto de Arizona en busca de ‘un sueño americano’, que muchos ni saben cuál es. Y no termina ahí. Desierto sonoro es un archivo histórico en el que se encuentran las grabaciones de un niño que deja un registro para que su hermana menor sepa su historia; es un mapa, un diccionario, una fuente histórica, un inventario de ecos, un álbum de fotos o crónica gráfica, hasta un documento sobre una de las mayores crisis sociales de nuestro tiempo, los niños desaparecidos, olvidados, los niños migrantes.
Desierto sonoro es un relato sobre la recuperación de voces perdidas. Esto se traduce en una variedad de registros en los que se narra la historia. ¿Por qué era necesario que existieran esta cantidad de voces?
No es tanto un proyecto sobre recuperar voces, sino sobre hacer presente su ausencia, que es algo distinto. Desierto sonoro no es una novela que toma la voz de personajes apaches o personajes de la crisis contemporánea de la diáspora de niños centroamericanos, más bien es una novela que gira en torno a la ausencia de esas voces en la historia. Y me parece importante que estén porque la historia, por lo general, se ha escrito sin ellas, incluso ignorando que existen.
Los sonidos del pasado son difíciles de recuperar; sin embargo, esto es una de las obsesiones de los protagonistas. ¿Qué puede tener el sonido o los sonidos que no tengan los documentos escritos y por qué son tan importantes en la novela?
No se trata de hacer una jerarquía de los sentidos, sino de recordar que el mundo lo conocemos a través ellos. El sonido suele estar en los medios masivos de comunicación relegado a un segundo plano, el primero es otorgado a la imagen; pero la imagen se consume con una inmediatez impresionante, con una frivolidad y una ligereza tremendas. El sonido no podemos consumirlo de esa manera. Uno tiene que sentarse, a través del tiempo, con un documento sonoro para experimentarlo y entenderlo. Ese sentarse en el tiempo con un documento, tener que desacelerar el paso, me interesaba como un modo de escribir. Pero la novela también es un registro de los ciclos de violencia histórica, el genocidio de la población nativa americana en los Estados Unidos, la esclavitud masiva de personas y ahora esto de encerrar masivamente a las personas en centros de detención o deportarlas. Hay unos ecos históricos de violencia que regresan y que a través del sonido pude explorar.
Ha hablado de cómo la política invadió la escritura de la novela en un primer momento y que por eso escribió el ensayo Los niños perdidos. Sin embargo, Desierto sonoro no deja de ser una reivindicación política. ¿Cómo es esa relación entre la política y la literatura, entre lo político y la ficción?
Sin duda Desierto sonoro es una novela política, pero no es un instrumento, como lo fue el ensayo. Un instrumento en el sentido en que Los niños perdidos, para mí, era claramente un medio para un fin. Quería denunciar la situación que estaba observando como testigo cercana trabajando en una corte migratoria, y quería usar ese ensayo para denunciar algo que estaba viendo y que no estaba siendo documentado ni había interés alguno de las personas por lo que estaba sucediendo; era la etapa de Obama, la gente pensaba que todo iba bien. Pero las novelas no pueden ser escritas como instrumentos políticos o como medios para fines concretos. O bueno, claro que pueden, pero resultan pésimas novelas. Y era lo que me estaba pasando al principio: mi impulso natural era instrumentalizarla, convertirla en un medio para un fin de denuncia como miembro de la comunidad latinoamericana en Nueva York. Por suerte me di cuenta a tiempo de que eso era un desastre, que estaba escribiendo una pésima novela y dejé de escribir. Cuando por fin escribí Los niños perdidos pude volver a la novela sin pensarla como una historia sobre la migración.
En Desierto sonoro hay otro libro dentro, las Elegías, escrito por Ella Camposanto. ¿De dónde nace esta otra voz en la novela?
El nombre de la autora viene de una escritora mexicana que me gusta mucho, Nellie Campobello, que conocí ya tarde porque nadie nos la enseñó en la preparatoria ni en la universidad. Ella solo tiene dos libros, uno de ellos se llama Cartucho y es particularmente bueno; fue escrito en los años veinte y trata de la Revolución mexicana. Es la versión de una niña que mira la revolución desde la ventana de su casa. Son como estampas de la violencia política. Dicho esto, paso a explicar las Elegías. Una de las grandes preguntas que me hice mientras escribía la novela era cómo carajos escribir sobre una crisis política presente, en el caso que me interesa a mí, la diáspora de los niños centroamericanos, sin reproducir la violencia que se ejerce sobre ellos. En otras palabras, cómo encontrar la intersección entre mis aspiraciones, curiosidades estéticas, mis posturas políticas y éticas. Por ejemplo, no me parecía ni interesante ni ético reproducir una serie de testimonios que yo había escuchado en la corte de migración. No me parecía correcto ni interesante escribir una historia contada desde el punto de vista de un niño que estaba viviendo una experiencia así. En fin. Tuve que descartar muchas posibilidades hasta encontrar la que sí funcionaba, o la que sí respondía a esa pregunta entre lo estético y lo ético, y eso fueron las Elegías, que no son precisamente sobre esta diáspora, sino que se alejan un poco a través de la literatura y están compuestas por una serie de referencias tomadas de otros libros que han hablado de exilios, diásporas y cruzadas. El libro que más me ayudó a escribir las Elegías fue Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski. Me destrabó. Pero ahí también están presentes Rulfo, Rilke, Pound, ecos pequeños de muchas cosas. Al final, la respuesta tenía que ver con pensar en la migración, en esta y en todas, como una gran épica, a la distancia tanto histórica como literaria. Saber que no son una tragedia ni algo para el consumo televisivo.
La prensa es fundamental en la construcción de la mirada hacia el otro, el extranjero o ‘alien’, palabra que se usa para hablar de los migrantes en el sistema legal norteamericano. ¿Ese discurso de la otredad se puede combatir desde la ficción?
Más que combatir es buscar un equilibrio entre versiones. El trabajo que hace la prensa no es desdeñable, si bien no toda la prensa sea loable, más bien muy poca. Pienso en el trabajo que hacen los periodistas por cubrir las crisis migratorias o las guerras, que es algo indispensable. Los escritores de ficción tenemos que actuar menos como parásitos de los periodistas. Me acuerdo cuando en México empezaron a salir muchas novelas sobre el narco, algo que me frustraba porque sentía que los escritores estaban como huevoneando básicamente, los periodistas hacían el trabajo duro y ahí estaban los frivolazos de los narradores desde la comodidad de su sillón reproduciendo la violencia sobre la página de ficción, sin pensar en su propia labor ética y estética. No desdeño la labor de los periodistas, pero pienso que es nuestro deber como escritores de ficción ir más allá. Hay buenos ejemplos de esto: Yuri Herrera, Fernanda Melchor o Emiliano Monge.
El privilegio es un tema muy presente en la novela, sobre todo escribir desde el privilegio, pero también quién puede o debe contar historias como las de los niños centroamericanos.
Creo que casi todos los escritores que decidimos escribir novelas, con excepciones claras en la historia de encarcelados o sobrevivientes de los campos de refugiados, escribimos desde un privilegio relativo, unos más, otros menos, pero el nuestro es un arte esencialmente burgués. Para mí esto del privilegio se resuelve de manera orgánica, dándoles a otros tus mismas herramientas. El año pasado, por ejemplo, di clases en un centro de detención para chavitos indocumentados con la esperanza de que un día esos niños, ya mayores, pudiesen utilizar esas herramientas para escribir una denuncia de estos años, en forma de libros, películas, discursos políticos o lo que sea. Tendrán que ser ellos quienes escriban la historia final, como actores principales, de este o cualquier otro ciclo de violencia. Mientras esto sucede, creo que es el deber de los demás ir dejando una carta narrativa, una versión, un testimonio.
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Valeria Luiselli hablará el 31 de enero a las 3 p. m., en la Universidad de Bellas Artes de Cartagena, Unibac, como parte del programa del Hay Festival. 
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