Luis Fernando Roldán posa tímido ante el fotógrafo. No sabe qué hacer con sus manos y juega con las llaves que no ha guardado en el bolsillo. El artista caleño de 60 años tiene frente a sus ojos su primera retrospectiva, expuesta en el Museo de Arte del Banco de la República con el título 'Luis Roldán, Periplo'.
Camina por los pasillos, señala una de sus primeras obras, de treinta años atrás, y dice, con una sonrisa: “Se ve formidable. Como que lo reta a uno, como que dice, a ver, pellízquese”. Roldán habla despacio, con calma, como ha hecho cada una de sus obras. Su vida ha sido, en efecto, un periplo. Su niñez en Cali, sus estudios de universidad en Bogotá –se graduó de arquitecto–, su vida en París y en Nueva York, su ida y vuelta constante. También lo ha sido su obra: se inició en la pintura y, sin abandonarla, ha experimentado prácticamente todos los medios artísticos: instalación, dibujo, objetos escultóricos, fotografía, video… Es un tipo curioso.
¿Cómo se siente con la retrospectiva?
Para mí fue una sorpresa cuando me llamaron a decirme que me la iban a hacer. Hay muchos artistas buenos de mi generación, y ya es la hora, sí. Pero en Colombia eso es muy afrancesado: uno tiene que pasar bastantes escalones antes de que le hagan una retrospectiva. Me avisaron hace como un año y medio. ¡Qué berraquera!, pensé. ¡Pasé el examen! Y lo mejor del cuento es que, cuando me llamaron, me dijeron que soy un artista todavía muy joven. ¿Cómo así muy joven?, les respondí. La gente no se da cuenta del paso del tiempo. En la retrospectiva escogimos obras de las últimas tres décadas, pero hubiera podido poner de más atrás. No quise porque las de antes son obras más formativas. Lo bonito que tiene esta exposición es que no es didáctica. Qué jartera ser didáctico. Yo odié el colegio. La educación me parece aburridísima.
¿En qué colegio estudió?
En muchos. Empecé en el Liceo Ciudad de Cali, seguí en la Presentación Aguacatal, luego en el Berchmans, después vine a Bogotá al San Bartolomé, y lo odié; de ahí pasé al Cervantes y luego pedí una carta de ausencia. Acabé en uno que se lla.maba Nuevo Liceo, que ya se cerró.
¿Cómo terminó en Bogotá?
Mis papás se mudaron. Pero me mantuve en contacto con Cali. Iba muy a menudo a visitar a mis abuelos. Me gradué de arquitectura en la Javeriana, en 1979, aunque desde la mitad de la carrera ya había decidido que no iba a ser arquitecto. En ese momento no había mucha oportunidad de estudiar artes. Creo que en mi época solo estaba la facultad de la Nacional, después abrió la de los Andes. Y se miraba raro al artista. Los papás se preocupaban por cómo se iba a sostener uno con esa vaina. Era una situación bastante grave ponerse de artista. No como ahora, que está de moda. Hoy el que no sabe hacer nada es artista.
¿Qué hizo después de graduarse?
Me fui enseguida a París. Me gradué en junio y en julio ya estaba tomando el avión.
¿Por qué París?
Por un lado, estaba la idea de que París era la berraquera. Todo el movimiento cinético había nacido allá. Por otro, los pintores colombianos de moda en ese momento vivían en París. Allá estaban Luis Caballero, Saturnino Ramírez, Antonio Barrera, incluso Fernando Botero se mudó a París. Barrera fue un tipo muy querido conmigo. Fuimos buenos amigos y me dio ánimo cuando lo necesité.
¿Usted había producido obra en ese momento?
Pues yo creía que era obra, pero no era. Pintaba, trabajaba. Vendía mis cositas y de eso vivía. Eran unas obras malísimas.
¿Y siempre tuvo facilidad para el dibujo?
A ver. Yo tengo facilidad y una palabra que me parece odiosa, que es talento. Desde los 11 años estaba dibujando, haciendo cosas. En mi casa no me dejaron tomar clases de dibujo clásico, con modelo y eso, porque “se dañaba el niño”, “se volvía artista el niño”. Después, ya con el tiempo, empecé a adiestrar la facilidad que tengo con la mano mediante la arquitectura. Como siempre tuve la idea de la formación clásica –de que para ser artista se necesita saber dibujar y mirar–, fui depurando ese entrenamiento durante la carrera. Cuando llegué a París, yo no era pintor abstracto ni me había preguntado qué era ser abstracto. Aterricé y me metí a una escuela de artes decorativas que me supo a cacho. Quería ser artista. Entonces empecé a conocer y a meterme con artistas. Pero todo lo que estaba pasando con ellos me parecía anacrónico. ¿Y ahora qué hago?, pensé. Empecé a interiorizar la situación, más que forzarla. Decir, bueno, tengo cierta facilidad, qué hago con esa vaina. Lo abstracto me salía demasiado fácil –por esa tara arquitectónica– y eso me parecía jartísimo. Empezaron a bombardearme las preguntas. Tenía que encontrar la manera de que esa facilidad no se me quedara en eso y ya. Comencé a trabajar y a estudiar. A volverme artista, que es diferente.
¿Por qué diferente?
Antes creía que era artista, pero no era. Me gradué y de pronto me encontré con el mundo… ¡Es que yo nunca había salido del país! Fui un culicagado que llegó allá solo. Empecé a trabajar, a pensar. A formarme sin profesores, y eso al final me favoreció. Manuel Hernández y Enrique Grau también llegaron después a París, y me volví muy cercano a ellos. Las preguntas que los demás le empiezan a hacer a uno van creando un camino y lo ponen a uno a pensar sobre qué quiere hacer como artista. Había un amigo venezolano, que fue mi mentor y mi guía en un principio: Miguel Miguel. Él me abrió el campo de la abstracción. Era muy estricto, a veces aburrido. En ese momento empecé a tomar el camino de lo abstracto.

Pablo Salgado.
¿Cómo fue su vida en París?
Nunca tuve una relación amorosa con París. Es más, nunca volví. Apenas ahora estoy empezando a reconciliarme y me están dando ganas de regresar. Me pareció una ciudad muy bonita, como una especie de Disney, un caramelito delicioso para la gente rica. Pero yo era un artista muy pobre. Me fui con una beca del Icetex y después pedí un préstamo. Esa idea de que con la pobreza se aprende es una gran mentira. No podés comprar los mejores libros, tu mente no está tranquila, estás angustiado por pagar el préstamo, tus amigos no son los más chéveres sino unos pobres diablos como tú... Además, no hablaba la lengua. Tuve que aprenderla, y los franceses no son los más chéveres cuando uno está aprendiendo. Conjugás mal los verbos y te miran con recelo. En fin. Es una ciudad bonita, pero yo era un extranjero. De hecho, ninguno de estos artistas latinoamericanos que llegaron allá y vivieron durante años en París logró que la ciudad lo adoptara, que los franceses dijeran con orgullo: tenemos a este señor acá. Contrario a lo que pasaba con los gringos. Rivera, por ejemplo, tuvo comisiones en Estados Unidos, hizo el gran mural en Detroit. No tengo muy buenos recuerdos de París.
¿En qué momento dijo: ‘ya tengo una exposición’?
En 1983. Tres o cuatro años después de estar en París. Me hicieron la primera exposición en la Galería Belarca, por recomendación de Antonio Barrera. Fue una exposición abstracta. Me fue bien. De hecho, era más reconocido que ahora. Económicamente, mucho mejor que ahora. Mientras uno se va alejando más, no sé, como que pasa algo.
¿Alejándose de qué?
Creo que era Bernardo Salcedo el que decía que cuando a uno le está yendo muy bien y está vendiendo todo es porque está haciendo algo mal. Algo malo está pasando. Eso lo tomé como un mantra. Empecé a decirme, a ver, no quiero vender, no quiero vender… hasta que no vendí más. Lo que también se vuelve un problema.
¿Y cuál fue la exposición en la que se sintió por primera vez con confianza?
Con confianza nunca me he sentido. La primera en la que dije “estoy en el clan”, “estoy en la rosca abstracta”, fue en la que me hizo el maestro Édgar Negret en la Casa Negret, en 1987. Uno solo tenía derecho a una exposición ahí. Le presenté mis obras al maestro – imagínese, ¡ese buda! Porque eso era: uno de los intocables– y me aceptó. “Está bueno ese muchacho”, dijo. Esa exposición, viéndola ahora, era militantemente abstracta. No cabía duda: una paloma no entraba ahí, ni unos ojitos, nada. De pronto había visos de otra cosa, como unos indicativos, sobre todo cuando uno mira las superficies. Pero era un pensamiento purista abstracto.
¿Cuánto tiempo duró en esa abstracción radical?
Poco. Unos dos años. Recuerdo una exposición con Carlos Rojas que se llamaba no sé qué de los concretos. Ahí empezó a saberme a cacho estar dentro de “los concretos”, encasillado en unos personajes. Comencé a preguntarme: ¿voy a seguir con esta vaina? Cuando Negret dijo: “¡qué berraquera, está saliendo un nuevo Ellsworth Kelly!”, pensé: no más. Vamos a ponerle chiste a esto. Y empecé a buscarle humor a la cosa, a apretar la tuerca de lo que estaba haciendo. No soy religioso, ni espiritual, ni poético. Soy un artista que pregunta cosas y que me baso en la abstracción, no por una decisión de militancia sino por una opción interior. Se acopla mejor a mi manera de ser. Y apreté la tuerca de forma fuerte. Tanto que la relación con Negret se acabó. Ese sentido de patrocinio, y casi de paternidad de él hacia mí, se acabó. No pudo soportarlo. Pero empecé a tener la aceptación de Carlos Rojas.
¿Cómo comenzó a explorar con otros medios artísticos?
En la retrospectiva se nota cómo empezaron a darse rupturas tímidas, por decirlo así. Están entre líneas. Escondidas. Son como una máscara que hay que correr para ver lo que hay dentro. Pero hay que mirar bien. Siempre he tenido un diálogo con otros artistas, no solo con los vivos, también con los muertos. Y hay un referente mío, una de las personas que más me ha interesado, Agnes Martin, que decía que no le pintaba a la gente que va muy rápido por el mundo y que no tiene tiempo para sentarse en una piedra y mirar el paisaje. Eso lo tomo, eso me enseña. Me planteo preguntas intuitivas de forma constante; preguntas que no tienen respuesta.
¿Nunca sabe para dónde va la obra?
No. En realidad siento que ha sido la misma obra que da vueltas por un lado y por otro. Voy poniendo líneas: una es ser artista; otra es la disciplina. Después, la búsqueda de la excelencia. Luego, estar informado. También qué artista me gusta en ese momento... Así voy nutriendo las cosas de forma permanente. Todo lo pongo en duda y nunca dejo de preguntarme si vale la pena lo que hago.
¿Y cuándo se volvió recolector de cosas, muchas de las cuales terminan en sus obras?
Siempre lo he sido. No me siento cómodo trabajando con material caro y fino. Me da miedo. Una hoja de papel que cuesta siete dólares… ¡cómo voy a dañarla! No me gusta el artista rico. Me parece que, dentro de nuestra sociedad, se tienen más recursos con lo mínimo. Por ejemplo, en la mayoría de estas pinturas de la retrospectiva, el óleo es preparado. Yo no compraba en tubo. De pronto soy muy tacaño, quién sabe. Desde niño he guardado cacharritos y ya se me volvió una vaina casi psicológica. No puedo botar nada. Me causa impresión. Necesito volverlo otra cosa. El icopor: ¿cómo lo voy a devolver a la tierra? Entonces lo disuelvo y por eso hay un montón de obras con icopor disuelto. O con motas de ropa. En Calendario, por ejemplo, está muy clara la relación de lo asqueroso y lo puro; de la cera de abejas y el icopor líquido, del papel limpiecito y el papel cagado. Y es literal: ahí está. Todas son búsquedas.
Pensar hasta dónde puede llegar el extremo de expresar la pureza y la escatología dentro de una misma situación... Y andar la calle. En un momento me puse casi como un nómada por las calles de Bogotá. Mi compañero de tropa era un zorrero. Yo tenía cabida en muchas partes de la ciudad gracias a él. Varias de las obras de la exposición tienen cosas que conseguí en esos recorridos. Eso comenzó por el año 93, más o menos, cuando hice Parque de la independencia, obra con la que empecé los cuestionamientos sociales y también inicié la búsqueda de elementos que llenaran la idea de que la pintura no fuera tan pura.

La obra 'Calendario', expuesta en la retrospectiva.
Pablo Salgado.
Luego ganó el Premio Luis Caballero con un dibujo perfecto, que contrastaba con lo que venía haciendo...
Porque no soy un pintor abstracto, ni figurativo. Soy un pintor. Un artista. Y un artista tiene derecho a hacer lo que le venga en gana. No me interesa limitarme a un rango y no salir de ahí. ¿No es mejor preguntarse si uno es capaz de hacer algo diferente? Eso pone retos. Es lo que me interesa.
Lleva casi veinte años viviendo en nueva York. ¿Cómo ha sido su relación con esa ciudad?
Me fui porque aquí me estaba yendo demasiado bien y, volviendo a la frase de Salcedo, eso tan bueno suena mal. Además, aquí hay mucho manoseo. Uno de pronto se siente un berraco y eso es muy jarto. Allá te enseñan que no eres nadie y que vales lo mismo que los otros. Si no entendés eso, la pasás muy mal en Nueva York. También es una ciudad que sientes tuya. Es rico caminar por las calles sin pensar que te van a matar. Pero no me he desligado de Colombia.
Su obra responde una pregunta más existencial, más cotidiana, que política o social. ¿Está de acuerdo?
Sí. Somos un país militante, belicoso, anárquico, y eso se refleja en el arte y en los artistas. Apenas ahora hay una pluralidad en formas de pensar. Antes, si no estabas metido con una problemática social directa, no tenías aceptación. Si Botero no hubiera pintado putas, infortunios, bares, asesinatos, no lo habrían ni mirado por no representar el país. Sobre todo los de afuera. Me encantan los artistas que hablan de eso, pero ha faltado llenar otros espacios. Para mí, lo cotidiano es muy importante.
Al ver la retrospectiva, ¿cuáles obras lo emocionan más?
Voy a decir por qué me gustan algunas, sin elegir cúales prefiero. La que toca todo lo de Tintín, Espiando la luna. Esa obra me parece genial porque es sencilla y me dio mucho trabajo. En general, hacerlas me lleva varios años. La mayoría del tiempo me parecen malas y las dejo ahí, un rato, carburando. Con esa obra buscaba responder una pregunta sobre lo erótico y creo que lo logré. Otra puede ser la de los papeles recogidos, Promenadas, que habla de un montón de cosas con muy pocos recursos. Y Variaciones sobre Morandi, porque es interna y se refiere a sombras, a pedacitos. No recrea necesariamente a Morandi, pero sí habla de un pensamiento de soledad, de concentración. Y de que es muy difícil ser pintor.
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