Iba a llamarse Atala. Cuando Elisa Estévez aún estaba en el vientre de su madre, ese era su nombre: Atala. Esa fue su primera persona. Esto cambió cuando la partera que la recibió se atrevió a decir que en el rostro de la niña había algo de Elisa. Ahí su nombre fue otro y, con esto, dice ella, su persona. A partir de ese momento fue Elisa, aunque la idea de haber sido otra la ha acompañado siempre. Esa historia, además de un sueño en el que se hablaba a ella misma, la ayudó a escribir Atala y Elisa, su novela debut con la que ganó el primer Premio de Novela Jóvenes Talentos 2017 de Editorial Planeta y la Librería Nacional.
La novela, que escribió en seis meses, es la historia de Atala, una adolescente de 17 años que empieza a comprenderse como artista, al tiempo que se enfrenta a una juventud que cuestiona en cada página. Es una historia que habla de la amistad intermitente, de la familia libre, de aprender, y que utiliza los sueños para habitar ansiedades, afanes y lo que quiere realmente. Es un texto con una voz introspectiva constante y que, a pesar de no ser la vida de Elisa, parece. El libro va tejiendo una cadena de referentes y momentos que son sacados de su cotidianidad. Cada página, por ejemplo, refleja sus lecturas y sus maestros; desde sueños constantes con Raúl Gómez Jattin y momentos en los que quisiera ser un personaje de Andrés Caicedo, hasta menciones de Asterix y Obelix, Kandinsky o Herman Hesse. Ella escribe de lo que va viviendo. La primera persona le da a la novela un tono de diario adolescente que va de la mano del hecho según el cual Elisa únicamente escribe de lo que conoce. Para ella, sus narraciones son a la vez un espejo de lo que experimenta, sueña y descubre.
La novela, que escribió en seis meses, es la historia de Atala, una adolescente de 17 años que empieza a comprenderse como artista
Antes de nacer Elisa, sus padres –una artista museóloga y un biólogo– decidieron hacer una reserva natural en Tabio, a poco más de una hora de Bogotá. La reserva, que es la combinación del arte de su madre y las obsesiones botánicas de su padre, ha sido su hogar y lo que mejor conoce. En ella ha aprendido de la vida y de la muerte, ha desarrollado su curiosidad por las plantas y ha conocido por completo la montaña, que es para Elisa el lugar madre y el sitio que la nutre como artista. En este ambiente, ha aprendido lo que ha querido y decidido, que son poemas, cuentos, novelas y dibujos, la compañía que prefiere y a lo que dedica su tiempo.
Dice que dibuja desde cuando tiene memoria, que por eso ha establecido una relación más estructurada y juiciosa con las artes visuales, que la escritura es un enamoramiento temprano, algo que la sorprende todavía. Empezó a escribir después de leer La historia interminable, de Michael Ende, porque le produjo un llanto distinto, no por tristeza sino por la sensación de estar ante algo muy bello. “Sentí que el corazón se llenó muchísimo y que todo lo que necesitaba estaba allí”. A partir de ese momento supo que quería seguir buscando esa sensación, y no solo leyendo sino a través de sus propias palabras.
Elisa decidió educarse sola. Cuando estaba en noveno grado en el Colombo Hebreo, cada vez le gustaban menos las clases, y sus padres, que ya habían abierto la posibilidad de la educación en casa para su hermano, permitieron que ella se quedara en la reserva y se dedicara a los temas que quería explorar. Desde ese momento disfruta más regar las plantas todas las mañanas, dar de comer a los perros y compartir música con su hermano, a la vez que dedica horas diarias a dibujar, leer y escribir cuando las ganas de hacerlo la asaltan.
Además de sus proyectos gráficos y literarios, Elisa estudia esperanto, francés y asiste a clases de filosofía y artes. No tiene rutinas pero trabaja con picos de energía muy altos, que no interrumpe ni por comida ni cuando la ataca el sueño; cree que el hambre y el cansancio le enseñan, la impulsan. También la activan los sueños que recuerda casi cada noche y a los que ve con devoción absoluta: “Los sueños son la mejor forma de encontrarme a mí misma y encontrarme con Dios. Yo sé que obedecen a lógicas muy distintas, pero trato de mirarlos como algo que me define y me guía. Si sueño algo que me dolió mucho, trato de evitarlo en la vida real”.
No tiene rutinas pero trabaja con picos de energía muy altos, que no interrumpe ni por comida ni cuando la ataca el sueño; cree que el hambre y el cansancio le enseñan, la impulsan.
Elisa ve los sueños como una religión. También bebe del judaísmo y el budismo para sus búsquedas espirituales. Del primero admira la poética que le imprimen a la comida y el hecho de tener el estudio del libro sagrado como el ejercicio más importante en la vida. Del budismo le gusta la concepción de la paz, alejada del concepto de felicidad y vista como una separación del mundo de las sensaciones. Medita para intentar encontrar a Dios y a sí misma. Todos sus procesos son una forma de introspección. Le agrada observar a los otros, pero sobre todo le gusta frenar a veces y pensar en certezas sobre ella misma, en lo que la define.
Su relación con el tiempo es extraña. Elisa dice que no lo percibe y que nunca lo ha necesitado, que al estar en la reserva no significa nada para ella. Tal vez por eso la edad no es algo que la inquiete, y haber ganado un premio de novela a los 17 años no la asusta. Desde los 14 recibe propuestas para ilustrar libros, y eso le ha quitado la sensación de estar haciendo todo muy pronto. Lo único que la hace sentir pequeña es mostrar a sus padres ese universo tan suyo que está plasmado en la novela, lo ve como una especie de desnudez que no ha enfrentado nunca. Ahora piensa dedicarse a terminar un libro de poemas, seguir ilustrando y estudiar artes y literatura. Quiere realizar algunos viajes donde pueda comer helado y tomar mucho té. Luego piensa volverse entomóloga y ornitóloga, estudiar biología y seguir leyendo. Para ver qué más lecciones la esperan.
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