La violencia no es suficiente. Toca recurrir a hablar de violencias; violencias múltiples, con sus máscaras, descaros y rasgos particulares. Está la violencia que empieza en el chiste misógino y termina en el feminicidio, la de la falta de oportunidades que lleva al subempleo, la de la carencia afectiva que desemboca en el maltrato físico y psicológico, la del privilegio que se expresa en condescendencia, la de la obsesión sexual, la del narco, la de la corrupción, la del crimen, la cotidiana, la de ahora.
Estas violencias, todas, caben en un fraccionamiento –como le llaman en México a las urbanizaciones cerradas– que ostenta el nombre de Paradise, pero que Polo, el adolescente casi niño que bebe hasta embrutecerse para soportar una existencia que lo aplasta, aprenderá a pronunciar desde el desprecio de su empleador: “Se escribe Paradise, pero se dice Páradais” –le dice en su primer día como jardinero/todero.
Este “páradais” que crea Fernanda Melchor (Veracruz, 1982) es purgatorio próximo a convertirse en infierno. Entre las plumas de seguridad y las cámaras de la urbanización se cuela el mal que se encarna en dos muchachitos que entablan una relación utilitaria y escapista que crece sobre la obsesión que Franco, el gordo, el niño rico y despreciado, siente por la señora Marián, la vecina de la camioneta blanca, que está buenísima y a la que quiere cogerse de mil formas.
La vida miserable del niño pobre trabajador se encuentra con la vida miserable del niño rico inútil. Las fronteras entre víctimas y victimarios comienzan a borrarse y la autora teje una historia de terror en la que no hay necesidad de recurrir a lo sobrenatural porque los vivos son más proclives al horror que los vampiros y los fantasmas en el infierno tropical de Veracruz.

Páradais. Fernanda Melchor. Random House. 133 páginas. $ 42.000
Archivo particular
Páradais es la otra cara de Temporada de huracanes, la novela anterior y multipremiada de Fernanda Melchor, a quien la crítica instala en el canon de la literatura mexicana contemporánea. Si en Temporada de huracanes la narración de un virtuosismo casi barroco se movía en espirales en un contexto de pobreza total, en Páradais se mueve a punta de flechazos en los terrenos del privilegio. El lenguaje conforma una lluvia de dardos que no da tregua mientras acribilla al lector, quien va atestiguando cómo se incorporan y maceran los ingredientes de una receta que llevará a la tragedia. El lenguaje es aquí un reptil que aprieta hasta asfixiar: está en la casa de Polo y en la de Franco, en la Veracruz tomada por la delincuencia organizada que adopta el nombre de “aquellos”, en los eufemismos –levantar y guisar para secuestrar y descuartizar–, en el trópico asfixiante al que terminan por rendirse los campos de golf con todo y aspersores y al que es imposible “domesticar”.
El lugar central de la novela no es el paraíso, sino una vieja casa abandonada que da al río y que está envuelta en la leyenda de una condesa sangrienta (con los ecos de Isabel Bathory, la aristócrata húngara que se bañaba en la sangre de sus jóvenes víctimas), donde la construcción ruinosa y los árboles decadentes son el escenario de la frustración y la decadencia junto con el despertar sexual obsesivo y el de la rabia ante un destino del que es imposible huir. La prosa de Melchor usa un lenguaje potente, violento, misógino, lleno de rabia, que va conformando una trama en la cual la tensión se sostiene hasta hacerse insoportable. Parar es imposible, sabemos que vamos a asistir a la desgracia, pero nos quedamos en esta exploración de la sombra.
Zandra Quintero Ovalle