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Lecturas Dominicales

El mundo de Samanta Schweblin

En un mundo en el que hay tantos libros posibles y buenísimos, quien te hace el link, quien te recomienda un autor, es importante.

En un mundo en el que hay tantos libros posibles y buenísimos, quien te hace el link, quien te recomienda un autor, es importante.

Foto:Mauricio Moreno

La cuentista argentina es hoy una de las voces indispensables de la literatura suramericana.

Daniela Vargas
La escritura
Hay dos momentos en mi escritura. El primero, la búsqueda de ideas. Es un poco angustiante, como escritor, dar vueltas durante días o semanas sin tener nada concreto escrito. Sin embargo, mientras una idea no tenga una forma más o menos concreta, y yo entienda hacia dónde va a ir el texto, no me siento a trabajar. Trato de huirle al papel porque siento que, si uno no lo tiene muy claro, en cuanto empieza a chapotear, las ideas se cristalizan en un sentido que no es el mejor para esa historia. Después hay una segunda etapa en la que hay que escribir todo eso. La de corrección y reescritura, que disfruto mucho.
Otros autores
En mi escritura hay algo de homenaje, o de intención de acercarme a los autores que más admiro. Cuando escribo, trato de reproducir lo que siento como lectora con esos autores. Los que hoy me influencian no son los primeros que leí, como Rulfo, Antonio Di Benedetto, María Luisa Bombal, Bioy Casares. Hoy leo a más contemporáneos y muchas más mujeres, como Elizabeth Strout, Kelly Link, Aimee Bender, Kij Johnson, Agota Kristof. En eso tuvo que ver Berlín, donde vivo. Cada país tiene sus zonas de lecturas y te encuentras con autores que no conocías. En un mundo en el que hay tantos libros posibles y buenísimos, quien te hace el link, quien te recomienda un autor, es importante.
Taller de escritura
Me formé en talleres literarios. Me aceleraron muchísimas lecturas. A los 20 años ya leía a Carver, a Cheever, a una generación de autores norteamericanos que influyeron en mi literatura, y que si no hubiera sido por los talleres, no los habría descubierto hasta diez o quince años después. Ahora, dando talleres, me pasa que llega gente joven, ávida de lectura, con bagajes culturales distintos a los míos y que me hablan de autores que para ellos son fundamentales y yo desconozco. Es un espacio muy rico de circulación de nombres y lecturas. Lo mejor que te puede enseñar un taller –y parece algo simple pero la técnica de la escritura se basa en esto– es a leer lo que estás escribiendo. Ahí está la clave de todo. Si puede enseñarte eso sin meterse en tu estética, en esa mirada que cada uno tiene del mundo y que es lo que te hace único a la hora de escribir, entonces es un buen taller.
El cuento
Hay una fuerte tradición del cuento en Argentina, y creo que en esto han tenido que ver precisamente los talleres. Somos varias generaciones formadas en ellos. En un taller, sobre todo durante los primeros años –porque son largos, alguien puede asistir cuatro o cinco años–, se aprende en especial la maquinaria del cuento. Es más efectivo el aprendizaje sobre el cuento que sobre la novela. En pocas páginas, uno puede entender todo el funcionamiento de ese monstruito.

Cada libro que he publicado ha recibido uno o más premios. Trato de pensar que es algo que les pasa a los libros, no a mí

Sin palabras
Hubo un tiempo, en mi niñez, en que dejé de hablar. En el colegio no decía una palabra. Duré varios meses así. Era tan en serio, que la directora terminó pidiéndole a mi mamá un certificado de normalidad: le dijo que me llevara a un psicoanalista para que firmara que yo era una persona normal. Estaba muy peleada con el lenguaje. Había discutido horriblemente con una amiga y había tenido que ver con eso. Sentía que la lengua hablada era una cosa peligrosa. En cambio, si la ponía sobre el papel, podía controlarla, incluso lograba influir en los demás. Notaba un poder en la palabra escrita que era incomparable con mi torpeza oral. Y en un punto sigo en el mismo lugar. Me siento segura con lo que escribo, confío en mis libros. Pero después, por ejemplo al dar charlas o entrevistas, me siento incómoda. Ya aprendí a asumir la torpeza, y entonces lo hago de una manera más natural. Y hasta puedo sonreír. Y no tiemblo. Pero siempre pienso que si alguien estaba a punto de leer mis libros y lee una entrevista mía, la conclusión que va a sacar es que no debería comprarlos. Creo que estoy por debajo de los libros. Es una fatalidad que aprendí a llevar.
La fascinación
Mi mamá me contaba cuentos y yo les cambiaba los finales. Eso me encantaba. Estoy segura de que no tenía consciencia de esto cuando era chica, pero, tratando de pensarlo desde la adultez, creo que yo entendía cómo, al estar en el proceso de contar una historia, de traer algo nuevo al mundo que no existía, generaba en el otro una expectativa que me encantaba. Ese momento en el que estás narrando una historia y el otro te mira me generaba fascinación. Quizás era el único momento en el que tenía esa atención de parte de mis padres.
La biblioteca ajena
En mi casa había una biblioteca, pero muy rudimentaria; la típica de clase media argentina con todos los autores del boom. Bueno, ni siquiera todos. Tenía libros de Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, alguno de Galeano, y eso era todo. Pero recuerdo la biblioteca de los padres de una amiga, que para mí fue muy importante. Era una biblioteca mucho más oscura, con libros más fuertes que no sé si mis papás me hubieran prestado. Bueno, estos papás tampoco me los prestaban, los sacábamos a escondidas. Ahí descubrí los libros de Boris Vian, que en ese momento fueron importantes para mí. Yo tenía la idea de que un escritor era un tipo color sepia, que ya estaba muerto y que había escrito un bodoque. Con Vian encontré a un escritor que además era médico, músico, poeta, científico, que no dormía de noche y escribía sobre sexo, sobre muerte, sobre los feos; que era poético y precioso por momentos, y cruel por otros. Fue un baldazo. Pensé: todo esto también se puede hacer.
Estudiar cine
No sé si en algún momento se me cruzó la idea de ser escritora. Ser escritor era como una entidad… no sé. Supongo que influía la idea de los autores que teníamos en ese momento. Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar; señores mayores que casi eran embajadores de sus países, que hablaban cinco lenguas, que se la pasaban viajando, que vivían en Francia. Eso no tenía nada que ver conmigo. Yo sabía que quería contar historias; por eso elegí el cine. En esa carrera todo el mundo quería ser director, pero nadie sabía qué contar. Así que empecé a escribir muchísimo porque necesitábamos historias todo el tiempo para los ejercicios. Cómo mantener al lector atrapado, cuántos segundos debe durar una escena y por qué… Creo que me hizo muy bien esa carrera. Ya hacia la mitad tenía claro que lo mío era la literatura, pero aun así sentía que estudiar cine me servía. Tiene más que ver con cómo se cuenta una historia que con estudiar literatura española del Siglo de Oro.
Los primeros libros
Los relatos de Pájaros en la boca todavía los acepto como propios. Pero, por ejemplo, siento que El núcleo del disturbio es un libro que me queda muy lejos. Que es muy verde. Veo mis torpezas. El objetivo es ir evolucionando –y yo noto esa evolución en un tema de precisión, de tiempo, de control sobre el lector–, pero sin perder esa cosa original, viva, fervorosa que tienen los primeros libros. Quizá es una fatalidad que hay que asumir. Uno crece lleno de energía y de ingenuidades y de ganas, y llegado cierto a punto empieza a dejar cosas de lado, a perder energía. Es natural. Espero que eso llegue muy al final.

Uno crece lleno de energía y de ingenuidades y de ganas, y llegado cierto a punto empieza a dejar cosas de lado, a perder energía

Mi mundo
Puede que haya cambiado la escritura, pero no ha cambiado el mundo. Yo me siento siempre en el mismo espacio. Un clima que tiene que ver con la oscuridad, pero una oscuridad que habita en nuestro entorno, que puede estar debajo de este sillón en el que estamos sentados, una cosa de inminencia.
La familia como tema
Para mí es natural. Es como si le preguntaran a un pingüino por qué el hielo. Nuestros primeros y grandes dramas existenciales están en la familia. Es el entorno más cercano y directo. Me da mucha curiosidad el vínculo entre los padres y los hijos. Hay algo ahí de tragedia muy fuerte. No hay una relación más amorosa y genuina que la de un padre con un hijo, pero a la vez deforma, limita. Y es peligrosa también. Puede lastimar. Ese doble juego me interesa. El lazo en el que uno más puede confiar y que a la vez te puede matar.
Relato o novela
Ahora tengo unas historias un poco más largas, pero me sigue gustando el formato del cuento. Quizá tiene que ver con mis primeras lecturas. Mis primeros amores literarios –Kafka, Bradbury, Maupassant– fueron autores de cuentos muy cortos, muy concretos. Escribí un cuento largo que mis editores publicaron como novela, lo que me pareció genial. Me gusta esa modalidad de trabajo: que los escritores se dediquen a escribir y los editores a editar, que de eso saben más que nosotros. Para mí estuvo bien su decisión, pero en mi proceso lo seguí sintiendo como un cuento. No he cambiado de género.
Berlín
Llegué con una beca para una residencia de escritura. Iba a durar un año, y llevo más de cuatro. La ciudad me encantó. Empecé a dar talleres literarios en español, en el Instituto Cervantes, pero fue tan fuerte el poder de convocatoria y las ganas de algunos alumnos, que empecé a darlos en mi casa, con grupos cerrados. Y me di cuenta de que quedarme en Berlín era una opción. Aunque adoro a Buenos Aires, me gusta la experiencia de vivir en otra parte. Me dio otra mirada, la oportunidad de probarme en muchas cosas en las que hoy me siento más segura. Y sobre todo me dio la opción de vivir otra vida, una distinta. Estoy contenta con esa temporada en otro mundo.
Su lengua
Escribo en porteño. Y cuando escribo, me sigo pensando en Buenos Aires. Pero está pasando algo muy raro: desde hace cuatro años hablo el español que usamos los latinoamericanos en Berlín. Un español neutro. Para que un cubano se comunique con un uruguayo, por ejemplo, tiene que cambiar palabras. A veces me pregunto qué tanto influirá eso en mis textos. Mi vocabulario sigue siendo el porteño, pero quizá neutralizo algunas palabras. ¿Qué sería sensato hacer? Atarme a un porteño –el que se hablaba cuando me fui de Buenos Aires– no sería natural. Porque hoy estoy hablando otro español. Quizá no sea malo que cambie. Pienso en Cortázar, que se fue en los años 50 y se le criticó porque seguía escribiendo en un argentino que al final de su carrera llevaba treinta años de vencido. Creo que se debe ser fiel al español que uno tiene en consecuencia con la vida que está llevando.
El lector
A la hora de escribir tengo muy presente al lector, pero no como una figura ajena. Me tengo muy presente a mí misma, lo que soy como lectora. Yo abandono mucho libro, comienzo seis y termino dos. Y siento que con mi propia literatura hago lo mismo. Todo el tiempo estoy abandonando textos. La misma impaciencia que tengo con los libros que leo la tengo con mi material. Si no me responde ni me promete en las primeras líneas algo de verdad atractivo, lo dejo. Necesito una promesa. Saber que si agarro de los pelos a ese dragón que está pasando en ese momento y me subo a él, y corro ese riesgo, es porque al llegar al otro extremo voy a obtener algo nuevo, a descubrir algo que antes no sabía de mí misma, a entender una situación por la que ya pasé otras veces, a curarme de alguna manera. Es una cosa casi chamánica. Si el texto no me promete eso, es material que no vale. Y entonces, mi obligación es seguir buscando.
No ficción
Tengo una enorme crisis con la idea de la verdad. Enorme. Creo que la verdad es algo tan horrorosamente inestable, tan relativa, que la no ficción me resulta un espacio peligroso. Precisamente porque tiene que ver con ese tipo de verdad que para mí es falsa. En cambio, la literatura, por ser subjetiva, original, es auténtica. Es la única verdad en la que puedo confiar. Por eso no puedo escribir otra cosa que no sea ficción.
Los premios
Cada libro que he publicado ha recibido uno o más premios. Trato de pensar que es algo que les pasa a los libros, no a mí. Que les hace bien a ellos, anima a los lectores a conocer la obra, hace que circulen más, que haya más reseñas. Pero luego, cuando surge una idea nueva y uno debe sentarse a trabajar, es lo mismo con o sin premios. ellos. Incluso te pueden jugar en contra.
LECTURAS
Daniela Vargas
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