En La forma de las ruinas, Juan Gabriel Vásquez se pregunta en repetidas ocasiones qué hacer con la herencia contaminada de la violencia que ha vivido Colombia. Aunque el “conflicto vasco” no llega a las proporciones de la violencia vivida en Colombia y las raíces del problema difieren profundamente, las preguntas que guían a Vásquez (nacido en 1973 en Bogotá) y las que me guían a mí (nacida en 1974 en un pequeño pueblo vasco del norte de España) parecen muy similares: ¿qué queda en nuestra memoria y en nuestro mundo afectivo de la violencia que hemos vivido y de la que hemos sido testigos? ¿Cómo podemos procesar esas vivencias, hacerlas inteligibles para nosotros y las generaciones futuras? ¿Podemos reconstruir nuestra sociedad, restaurar nuestras ruinas, imaginar la convivencia, sin dar espacio en nuestra memoria a las víctimas de la violencia?
El País Vasco es una pequeña región con poco más de dos millones de personas, es decir, tiene menos habitantes que la ciudad de Medellín. Pero en este espacio chiquito cabe mucho dolor. Muchas familias vascas tienen una historia relacionada con la violencia: porque un hermano perteneció a la organización terrorista e independentista vasca ETA, o porque un padre militaba en el Partido Socialista Obrero Español y fue amenazado, o su compañero de partido asesinado por ETA, o porque una prima fue detenida por la policía española y torturada, o porque el médico de familia fue asesinado por un grupo paramilitar del gobierno español o porque... En nuestros pequeños pueblos, todos sabíamos quién estaba con ETA, quién en contra. Recuerdo que, cerca de mi casa, cada mañana veía a un hombre sentado en un banco. Todos sabíamos que ese señor estaba ahí para controlar los movimientos y recoger información de ciertos políticos que entraban y salían del ayuntamiento. En aquella época, ETA secuestraba y asesinaba a políticos “españolistas” con bombas, con tiros en la nuca. Y yo pasaba por delante de este señor, sabía lo que hacía ahí, cada mañana, en su banco. Y me parecía normal. Todos sabíamos todo. Nadie decía nada. Complicidad y silencio. Mirar hacia otro lado. Y después del asesinato: “algo habrá hecho” o “estaba en política”. Sólo unos pocos se atrevieron a levantar la voz, pagando un alto precio por ello.
Cuando la violencia se normaliza, afecta de forma profunda nuestra manera de entender el mundo y de ordenarlo, afecta la ética de la convivencia de forma radical y profunda. Las huellas de este daño no desaparecen una vez que desaparece la violencia. La sociedad no cambia a golpe de decreto gubernamental o porque uno de los bandos haya sido “derrotado” o porque se instituya un olvido interesado. El daño es tan profundo que ha tomado cautiva nuestra imaginación, secuestrado nuestros afectos. Por ello es imprescindible situarnos éticamente ante el pasado y comenzar un ejercicio de memoria que reconozca el sufrimiento de las víctimas y la responsabilidad colectiva en la perpetuación de ese daño.
La literatura o el cine pueden contribuir a la paz y convivencia con narrativas que despierten nuestra empatía aletargada. A través de la elaboración imaginativa del pasado podemos indagar en los aspectos más opacos del conflicto, desnaturalizar la violencia, investigar el porqué de nuestros silencios y de nuestra indiferencia, intentar comprender (sin justificar) las dinámicas del terror y del abuso, explorar los afectos que nos unen y nos desunen como sociedad, siempre teniendo presente a las víctimas. Una vez que callan las armas, está en nuestra mano potenciar el trabajo de memoria necesario para la reparación, crear un relato ético y empático, construir una memoria hospitalaria que dé la bienvenida a las víctimas de la violencia. Sin este trabajo, la estructura de nuestras sociedades posconflicto se levantará sobre las ruinas inestables de un pasado irresuelto, dejando la puerta abierta a nuevas violencias.
"Reelaborar artísticamente la violencia" es el nombre de la charla en la que participará la escritora Edurne Portela durante la Feria del Libro. Sábado 6 de mayo, Salón F, a las 5 p.m.
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