La señorita Carter llevaba ya veinte minutos explicando las excentricidades del álgebra. Sally miró con desagrado las agujas estilo caracol del reloj de la escuela: solo veinticinco minutos más y, luego, la libertad, la dulce y preciosa libertad.
Miró por centésima vez el pedazo de papel amarillo que tenía enfrente. Vacío. ¡Ah, bueno! Sally miró a su alrededor, contemplando con desdén a los laboriosos alumnos de matemáticas. «Uf», pensó, «como si fueran a triunfar en la vida simplemente sumando montones de números, o adivinando una equis que de todos modos no tiene el menor sentido. Uf, ya veremos cuando salgan al mundo».
Qué era exactamente lo que ocurría en el mundo o la vida, de eso no estaba segura, aunque sus padres le habían hecho creer que era alguna horrenda clase de prueba por la que debería pasar en algún momento preciso del futuro.
«Uy, oh», gimió, «aquí viene Robot». Llamaba «Robot» a la señorita Carter porque eso era lo que le recordaba la señorita Carter: una máquina perfecta, precisa, bien aceitada, y tan fría y reluciente como el acero. Rápidamente garabateó una masa de números ilegibles sobre el papel amarillo. «Al menos», pensó Sally, «eso le hará creer que estoy trabajando».
La señorita Carter pasó a su lado sin siquiera echarle un vistazo. Sally lanzó un profundo suspiro de alivio. ¡Robot!
Se sentaba justo al lado de la ventana. El aula estaba en el tercer piso de la escuela, y desde su asiento tenía una hermosa vista. Se volvió y miró hacia afuera; dilatados, los ojos se le pusieron vidriosos, ciegos...
—Este año nos pone muy felices conceder el premio de la Academia a la mejor interpretación del año a la señorita Sally Lamb por su incomparable actuación en Deseo. Señorita Lamb, acepte por favor este Óscar que le entrego en mi nombre y en el de mis colegas.
Una mujer de impactante belleza llega y recoge la estatuilla de oro en sus brazos.
—Gracias —dice con una voz profunda y sofisticada—. Supongo que cuando te sucede algo tan maravilloso como esto hay que decir un discurso, pero yo estoy demasiado agradecida para decir nada.
Y entonces toma asiento con los aplausos repiqueteándole en los oídos. Bravos para la señorita Lamb. Hurras. Clap, clap, clap, clap. ¿Realmente les gusté tanto? ¿Un autógrafo? Por supuesto. ¿Cómo dijiste que era tu primer nombre, querido? ¿John? Oh, es francés, Jean. De acuerdo. Para Jean, un querido amigo, Sally Lamb. Un autógrafo, señorita Lamb. Un autógrafo, un autógrafo. Estrella, dinero, fama, hermosa, glamorosa. Clark Gable.
—¿Está escuchando, Sally? —la señorita Carter sonaba muy enojada. Sally se sobresaltó, sorprendida.
—Sí, señorita.
—Muy bien, pues: si estaba prestando tanta atención, quizá pueda explicar este último problema que puse en el pizarrón —la mirada de la señorita Carter pestañeó desdeñosamente.
Sally contempló indefensa el pizarrón. Podía sentir encima los ojos fríos de Robot y las burlas de los mocosos. Podría ahorcarlos a todos hasta que la lengua les colgara de la boca. Malditos. Oh, bueno, estaba liquidada. Los números, los cuadrados, la equis demente. ¡Griego!
Podía sentir encima los ojos fríos de Robot y las burlas de los mocosos. Podría ahorcarlos a todos hasta que la lengua les colgara de la boca. Malditos.
—Exactamente lo que me imaginaba —anunció triunfal el Robot—. Sí, ¡exactamente lo que me imaginaba! Estaba otra vez en la luna. Me gustaría saber qué es lo que ocurre en esa cabeza suya, pero por cierto no ha de tener nada que ver con nuestro trabajo escolar. Siendo una chica tan, tan estúpida, podría al menos concedernos su atención. No se trata solo de usted, Sally; usted perturba a toda la clase.
Sally bajó la cabeza y llenó todo el papel de dibujitos disparatados. Sabía que tenía la cara color cereza, pero no iba a ser igual que esas otras estúpidas que se reían de nervios y hacían berrinches cada vez que la maestra les gritaba. Incluso la vieja Robot.
COLUMNA DE CHISMES: «¿Qué debutante número uno de la temporada cuyas iniciales son Sally Lamb fue descubierta galanteando en el Stork Club con el playboy millonario Stevie Swift?».
—Oh, Marie, Marie —pidió la hermosa muchacha tendida en la enorme cama satinada—. Tráeme la nueva edición de la revista Life.
—Sí, señorita Lamb —contestó la remilgada mucama francesa.
—Date prisa, por favor —pidió la impaciente heredera—, quiero ver si ese fotógrafo me hizo justicia en las fotos de la portada de esta semana, ¿sabes? Ah, y ya que vas a salir, tráeme un Alka-Seltzer. Qué jaqueca cruel. Demasiado champagne, supongo.
RADIO: «Muchacha rica debuta esta noche. El largamente esperado evento social de la temporada presenta en sociedad a Sally Lamb en un magnífico baile de diez mil dólares. ¡Quién pudiera tener un trabajo así! Flash, flash...».
—Por favor, vayan pasando sus hojas al frente del aula. Vamos, dense prisa, por favor —la señorita Carter tamborileó impaciente el escritorio con los dedos.
Sally empujó su ilegible trabajo por encima del hombro del chico de cara sonrosada que se sentaba frente a ella. Chicos. Mmm. Tomó su gran bolsa escocesa, escarbó dentro y sacó un polvo compacto, un lápiz labial, un peine y unos pañuelos de papel.
Se contempló en el espejito sucio de la polvera mientras untaba el lápiz sobre sus labios bien formados. Frambuesa.

Truman Capote publicó su primera novela, 'Otras voces, otros ámbitos', a los 23 años. 'Los primeros cuentos' reúne trece relatos del autor que, hasta el momento, eran desconocidos para los lectores.
La mujer alta y elegante se quedó admirando la imagen que le devolvía el enorme espejo dorado de una de las residencias más espectaculares de Alemania.
Acomodó el cabello fuera de lugar en su elaborado y glamoroso peinado.
Un caballero moreno y apuesto se inclinó sobre ella y le besó un hombro desnudo. Ella sonrió levemente.
—Ah, Lupé, qué hermosa te ves esta noche. Eres tan bella, Lupé. Tu piel, tan blanca; tus ojos... Ah, no puedes imaginarte cómo me hacen sentir.
—Mmm —ronroneó la dama—, allí, general, es donde se equivoca usted —llegó hasta una mesa de mármol y tomó dos vasos de vino, deslizó tres píldoras en uno y se lo tendió al general.
—Lupé, debo verla más a menudo. Cuando vuelva del frente cenaremos juntos todas las noches.
—Ah, ¿es necesario que mi bebito vaya allí donde hay una guerra? —sus labios de frambuesa estaban muy cerca de los de él. «Qué ingeniosa eres, Sally», pensó.
—Lupé sabe que debo llevar al frente los planes de maniobra del ejército, ¿verdad, Lupé?
—¿Lleva usted los planes consigo? —preguntó la encantadora quintacolumnista.
—Sí, por supuesto —ella vio que él estaba desvaneciéndose, sus ojos se ponían vidriosos y parecía muy borracho. Cuando Mata Hari terminó su cosecha 1928, el general estaba tendido a sus pies.
Se inclinó y se puso a revisarle el abrigo. De pronto oyó pasos de botas afuera, y su corazón pegó un brinco.
El timbre sonó fuerte, con un sonido metálico. Los alumnos se atropellaron en busca de la salida. Sally guardó sus artículos de maquillaje en su cartera, juntó sus libros y se preparó para irse.
—Espere un minuto, Sally Lamb —la llamó la señorita Carter. Otra vez Robot—. Venga un segundo: quiero hablar con usted.
Cuando llegó hasta el escritorio, la señorita Carter había terminado de llenar un formulario y se lo entregó.
—Ésta es una nota de castigo. Se quedará en la sala de castigo hasta el fin de la tarde. Le he dicho muchas veces que no quiero que se emperifolle en clase. ¿Quiere usted que nos pesquemos todos sus gérmenes?
Sally enrojeció. Cualquier alusión a su anatomía la ofendía.
—Y una cosa más, señorita. No ha entregado su trabajo. Como ya le he dicho, que haga o no su trabajo es cosa suya. No es por cierto una cuestión que me erice la piel...
Sally se preguntó vagamente si estaba recubierta de piel, o si en realidad no sería de hojalata.
—... pero usted sabe, por supuesto, que está reprobando la materia. Para mí es un misterio que alguien pueda perder tanto el tiempo, no lo entiendo, no lo entiendo en absoluto. Creo que sería mejor que abandonara este curso, porque, para ser más bien cándida, no creo que tenga usted la capacidad mental de llevar a cabo el trabajo. Yo... yo... Espere un minuto. ¿Dónde cree que...?
Sally había arrojado sus libros sobre el escritorio y abandonado el aula a toda carrera. Sabía que estaba a punto de llorar y no quería hacerlo, no frente a Robot.
¡Maldita sea, de todos modos! Qué sabe ella de la vida. Lo único que sabe es un montón de números. ¡Maldita sea, de todos modos!
Se abrió paso por los pasillos llenos de gente.
El torpedo había impactado media hora antes y el barco naufragaba rápidamente. ¡Qué gran oportunidad! Sally Lamb, la periodista más importante de los Estados Unidos, estaba en el lugar de los hechos. Había rescatado su cámara de su camarote inundado. Y aquí estaba, sacando fotos a los refugiados que trepaban a los botes salvavidas y a sus compañeros de infortunio que luchaban con el mar embravecido.
—Hey, señorita —llamó uno de los marineros—. Es mejor que se suba a este bote. Creo que es el último.
—No, gracias —gritó a través del viento que aullaba y el bramido del mar—. Me quedaré aquí hasta que haya conseguido toda la información.
De pronto, Sally rió. La señorita Carter y las equis y los números parecían estar lejos, muy lejos. Era muy feliz allí, con el viento soplándole en el pelo y la Muerte a la vuelta de la esquina.
Truman Capote