A Muhammad Ali se le atribuyen tantas frases que es casi imposible discernir la realidad de la leyenda que se teje, día a día, alrededor de su recuerdo. Pero es verdad y no ficción que dejó su nombre de nacimiento, Cassius Marcellus Clay Jr., aquel que lo encadenaba a la historia de esclavos llevados durante los siglos XVIII y XIX desde África a Estados Unidos para ser despojados de sus nombres, de sus lenguas, de sus historias, de sus culturas. Por eso, entre la estocada de frases atribuidas al boxeador mítico hay una que resalta por lo franco de su rebeldía: “Soy América. Soy la parte que no reconocerán. Pero acostúmbrense a mí: negro, seguro, altanero; mi nombre, no el de ustedes; mi religión, no la suya; mis propias metas. Acostúmbrense a mí”.
Y de historias así de incombustibles está hecho el boxeo. Y por esas historias se celebró ayer en la Feria del Libro de Bogotá un conversatorio alrededor de este deporte. El periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos, las escritoras colombianas Carolina Sanín y Catalina Holguín, y el escritor mexicano Rodrigo Márquez Tizano conversaron durante una hora sobre cómo el boxeo llegó a sus vidas y cómo permaneció en ellas, dándole todos las espaldas a la concepción que tilda de “barbáricas” y “salvajes” a las peleas.
“No soy aficionada del boxeo, soy una admiradora”, aclaró desde el primer momento Carolina Sanín. Su gusto por el deporte, como ella misma explicó, fue algo que surgió en su niñez gracias a la presencia de su abuelo, un verdadero aficionado. Sin embargo, admite que fue un gusto impostado, porque significó para ella romper el esquema binario que dictamina que el boxeo es para los niños y no para las niñas. Y comparó al nocaut, dejar fuera de combate al otro, con el orgasmo masculino: una suerte de lucha homoerótica que le parece excitante.
Por su parte, Alberto Salcedo Ramos, nacido en Barranquilla, dijo que el boxeo siempre estuvo para él dada la popularidad de las peleas en la región Caribe. “Me parecía hermoso ver a dos tipos dándose trompadas”, dijo al recordarse a sí mismo como un niño que pasó de oír los combates por radio a verlos por televisión y luego en vivo. Como cronista, Salcedo Ramos ha indagado en la vida de diferentes boxeadores, incluyendo a su superhéroe de la niñez: Antonio Cervantes, más conocido como ‘Kid Pambelé’, su Kalimán, su Batman, su Superman. Con humor, aseguró que los pugilatos no son metáforas: “No me vengas con metáforas. Lo que yo quiero es ver puño, marica”.
En cambio, para Catalina Holguín, a diferencia de todos, su gusto llegó ya en la vida adulta. Fue por un exnovio mientras vivía en Canadá. Como regalo de Navidad él le dio unas entradas para una pelea de boxeo, “un regalo más para él que para mí”. Pero cuando vio el nocaut, el hombre cayendo sobre la lona como algo inerte, Catalina pensó que era lo más fantástico que había presenciado en su vida. La relación pasó, pero el espectáculo de dos hombres enzarzados entre fintas, golpes y uppercuts le quedó para siempre.
Al igual que en el caso de Salcedo Ramos, para Rodrigo Márquez el boxeo fue algo natural desde la niñez. Su abuelo tenía un salón de belleza para mujeres en el que, afuera, se reunían fanáticos del box. Las charlas entre representantes de luchadores hicieron lo suyo en el niño que fue Márquez y se enquistaron en el hombre que es ahora. Ha escrito sobre boxeadores mexicanos. Ha subido al ring de manera amateur, para entender a aquellos hombres que admira, en especial a Julio César Chávez, y comparó la sensación con tomarse “un ácido poderoso”.
Una hora fue poco tiempo para que los expositores terminaran sus disertaciones, para dejar salir la admiración que sienten por ver a “dos hombres que se muelen las osamentas”, como lo definió Alberto Salcedo. Pero no por el placer de la violencia por la violencia. Tampoco por unas ínfulas de heroísmo con las que no está de acuerdo Carolina Sanín. Sino por la fascinación que produce ver a dos hombres luchar bajo el sino coherente de una vida que eligieron para sí mismos.
“¿Cómo me llamo?”, le gritaba Muhammad Ali a Ernie Terrell, su rival, mientras lo molía a golpes y dejaba salir la ira que le provocaba que aquel hombre siguiera llamándolo por el nombre del que había renegado por su carga de esclavitud. “¿Cómo me llamo?”, golpe. “¿Cómo me llamo?”, finta. “¿Cómo me llamo?”, una zurda al rostro de Terrell. Y en los gritos acompañados por los puños, en esa pelea de febrero de 1967, se puede enmarcar aquella coherencia de vivir según las propias reglas. Se puede enmarcar la esencia misma del boxeo.
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