Mientras tanta gente en este mundo vive obsesionada por tener razón e imponerse a los demás, Bob Dylan se ha convertido en alguien único a fuerza de no ser uno solo, gracias a su costumbre de llevarse la contraria. No puede haber victoria si no ha habido combate, y por eso el triunfo de un artista consiste en plantarse cara, luchar contra sí mismo y que gane el mejor. Pero llegar a alguna parte requiere dejar algo atrás, y por eso cambia quien se es infiel, quien prefiere descubrir a conservar y, a ciertas alturas, quien tiene el valor de derribar su propio mito. Eso es justo lo que hace el autor de estas Crónicas I, para seguir su costumbre de ser imprevisible y, en este caso, porque probablemente no había otro modo de contar la verdad que hacerlo de tú a tú y a ras de suelo, con la intención de hacerse entender y para que este libro, de algún modo, niegue o al menos matice a todos lo que antes se habían escrito sobre él, que son incontables. En caso de duda, es su palabra contra la de todos sus biógrafos.
Una de las grandes leyendas que corrían sobre Dylan duró exactamente diez años, de 1966 a 1976, de Blonde on Blonde a Desire. Para que el primero saliese al mercado, hubo que inventarse algo que no existía: el álbum doble. Se contaba que al exigir el compositor que todas las canciones que había escrito por esa época fueran incluidas en el disco, le dijeron que era imposible, que no cabían en las dos caras del vinilo. Les respondió que entonces tendrían que ser cuatro. Pero es que tampoco había para eso, saldrían tres. Y entonces Dylan, según se dijo, le pidió el lápiz de labios a una amiga y escribió con él, en apenas unos minutos, más de los casi doce que dura la monumental Sad-Eyed Lady On the Lowlands. El himno abrasador que un día me contó el gran Tom Waits que también era su canción favorita del maestro. Sin embargo, una década más tarde Dylan compuso Sara, con la intención de reconciliarse con su mujer, y en una de sus estrofas confiesa haber escrito la hipnótica Sad-Eyed Lady On the Lowlands para ella y, literalmente, “encerrado durante días en el hotel Chelsea”. La epopeya del genio prolífico había sido desacreditada… por él en persona. Es igual que si Dios bajase a la tierra a confesar que las langostas de la plaga que lanzó sobre Egipto eran de lata y lo que usó para teñir el Nilo de rojo no era sangre, sino pintura acrílica.
Estas Crónicas I son, a su manera, lo mismo de otra forma. Hasta que se publicaron, Dylan era alguien que nunca hubiese redactado estas páginas del modo en el que él lo hizo. Los millones de seguidores que habían leído sus canciones o la prosa surrealista de Tarántura –aquel manuscrito sacado de la nada en las noches de las gafas negras y cuartos llenos de gente que deambulaba a su alrededor mientras él no dejaba de teclear su máquina, como si tuviera el poder de mantenerse a mil kilómetros de cualquier cosa que estuviera a su lado– nunca habrían imaginado que Dylan también quisiera algún día redactar unas páginas de esta naturaleza: claras, directas, sin esquinas, fáciles de entender y en las que resulta muy sencillo comprobar lo sincero que fue cuando en su discurso de recepción del Premio Nobel citó entre sus ídolos a Rudyard Kipling, George Bernard Shaw, Thomas Mann, Pearl S. Buck, Ernest Hemingway y Albert Camus. Y en el que, de nuevo, deja claro que lo único que le interesa de las estatuas que le hacen o que él erigió en otro tiempo con sus propias manos es encontrar un modo de derribarlas. Cuando va a las oficinas de Columbia para negociar la grabación de su primer elepé, le preguntan de qué modo ha llegado allí y responde que en vagón de mercancías, porque trataba de dar una imagen de vagabundo, aparentar que era un alma errante, un aventurero, una nueva versión de su héroe Woody Guthrie. Su figura pública empezó a responder a ese estereotipo, pero él lo echa abajo aquí: “No había venido en un tren de carga. Había atravesado el país desde el Medio Oeste en un sedán de cuatro puertas, un Impala del 57. Salí escopetado de Chicago y atravesé ciudades humeantes, carreteras sinuosas, prados cubiertos de nieve, hacia el este, cruzando los límites estatales de Ohio, Indiana y Pensilvania, en un viaje de veinticuatro horas, sesteando durante la mayor parte del trayecto en el asiento de atrás, y charloteando el resto del tiempo. Con la mente perdida en intereses secretos… hasta cruzar el puente de George Washington”.
Nunca habrían imaginado que Dylan también quisiera algún día redactar unas páginas de esta naturaleza: claras, directas, sin esquinas, fáciles de entender
Una vez en Nueva York, Dylan cuenta cómo fue al café Wha? a buscar trabajo como cantante folk, empezó a relacionarse con otros intérpretes, quiso aprenderlo todo, cada partitura y cada novela; pasó de Gogol a Balzac, de ahí a Dickens, a Kafka, a Sófocles y a Faulkner: “Leí parte de El ruido y la furia; no lo pillé del todo, pero tenía fuerza”. Y por supuesto, quiso devorar cada libro de poemas que se puso a su alcance: “Byron, Shelley, Longfellow y Poe”, del que memorizó un fragmento de The Bells al que le puso música. La lista no es interminable, pero sí muy larga, y da pistas muy valiosas sobre cuáles fueron sus influencias en aquellos tiempos en los que escribió algunas de sus creaciones más recordadas, de Blowin’in the Wind a The Times They Are A-Changing. Y esa lista es también un autorretrato, el de un hombre con una curiosidad insaciable, unas ganas de aprender enormes y un talento fabuloso para convertir lo que le fascinaba en algo propio y después compartirlo con los millones de personas que iban a seguirle muy pronto. A todos los que discuten si merece o no el Premio Nobel y si una canción puede ser considerada literatura les recomiendo que se hagan con estas Crónicas I, donde van a tener la prueba de que lo que separa a la gente como él de los autores de temas ligeros, en los mejores casos magníficos pero intrascendentes, es precisamente eso: la literatura. ¿Hay que haber leído La divina comedia y La metamorfosis para ser Bob Dylan? La respuesta es que sí. “Nunca siguió la senda más trillada, aunque pudo”, dice aquí de Harry Belafonte, pero también podría haberlo dicho de sí mismo.
(…) Bob Dylan habló en su discurso del Nobel sobre su preocupación acerca de cada uno de sus discos, sobre qué estudios, qué músicos, qué sonido elegir en cada ocasión, volviendo a contradecir la idea de que en la mayor parte de las ocasiones había improvisado, el bulo de que suele entrar en la sala, tocar y marcharse, sin dejar tiempo para ensayar, para limar aristas; y afirmaba que esa fue siempre su preocupación esencial; pero sobre todo, utilizaba esa confidencia para ampararse en William Shakespeare, otro de sus ídolos y la razón, por ejemplo, de que su último disco, hasta ahora, de canciones originales se titule Tempest, para responder con elegancia a quienes habían criticado a la Academia Sueca por concederle el galardón: “Creo que se consideraba un dramaturgo. Sus palabras fueron pensadas para el escenario y su lenguaje para ser declamado, no leído. Cuando escribía Hamlet, estoy seguro de que estaba pensando en muchas cosas diferentes: ¿Quiénes son los actores adecuados para estos papeles? ¿Cómo debería montarse esta escena? ¿Realmente quiero situar la acción en Dinamarca? Su visión y sus ambiciones creativas estaban sin duda en primer lugar, pero también encontraría asuntos más mundanos que tratar. ¿Cómo lograré financiarlo? ¿Habrá en el teatro suficientes asientos para el público? ¿Dónde voy a conseguir un cráneo humano? Apuesto a que lo último que se preguntaría fue: ¿Es esto literatura?”.
Aquí está Bob Dylan, sin intermediarios, y desde que estas Crónicas I fueron dadas a la luz, sus seguidores saben que este es el libro por el que hay que empezar. “Las canciones son como sueños que debes luchar por hacer realidad; países ignotos en los que hay que penetrar”, dice en estas páginas ineludibles. Y esta es la historia de esa batalla memorable. Y es un movimiento defensivo completamente lógico en alguien que ha tenido miles de ocasiones de comprobar lo acertada que es la pregunta que se hizo en su día Oscar Wilde: “Resulta comprensible que todo individuo notable pueda tener sus doce apóstoles, pero ¿por qué tiene que ser siempre Judas quien escriba su biografía?”.
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