La reedición de las novelas “gruesas” de Roberto Bolaño –2666 (2003) y Los detectives salvajes (1997)— me tomó por sorpresa en la feria del libro de Medellín. Había leído la noticia meses antes; otra cosa fue ver los libros en el stand de Random como las grandes novedades de la editorial Alfaguara, el punto de partida de peso de los más de veinte títulos que conformarán la "Biblioteca Roberto Bolaño": la portada color vino de 2666, con esas ramas amenazantes a los costados; las líneas diagonales de Los detectives salvajes, como un camino que se extiende más allá de la portada (libros que han crecido respecto a las ediciones de Anagrama, por el tipo de letra empleado); la reproducción fotográfica de los cuadernillos de apuntes de Bolaño sobre ambas novelas (con un añadido importante para 2666: la foto de una libreta en la que se lee en la portada: “A Non Science Fiction Novel”).
También he visto la tapa verde de El espíritu de la ciencia ficción, la novela inédita –escrita a principios de los ochenta– que saldrá en noviembre. Gran noticia para Alfaguara, que actualiza su catálogo de pesos pesados de la literatura latinoamericana, y triste pérdida para Jorge Herralde y Anagrama, tan unidos a la consolidación canónica de Bolaño. Como Carlos Argentino Daneri en “El Aleph”, pensé que el “incesante y vasto universo” ya se apartaba de nosotros y que esos cambios eran “el principio de una serie infinita”.
No se puede subestimar el peso que ha tenido la obra de Bolaño en la literatura latinoamericana de este siglo.
A partir de sus grandes novelas, Bolaño ha creado un modelo de escritura que sirve para aunar las búsquedas del Boom –entre otras cosas: la novela “total” que narra de forma realista o alegórica la historia de una nación o el continente, la arriesgada renovación formal a partir del ejemplo del “high modernism” de Faulkner y Kafka, la indagación lingüística en las diversas variantes del español y su registro literario– con proyectos narrativos de las generaciones posteriores –el diálogo intenso con la vanguardia, la apertura de lo regional o nacional a redes globales que pueden pasar tanto por África como por la India o Israel, el entroncamiento de la historia del continente a la universal (con la Segunda Guerra Mundial como el punto al que van a dar todos nuestros caminos), la traumática narración de los quiebres dictatoriales de los setenta y una poética y política de la memoria en el complejo momento posdictatorial–; Bolaño era un escritor de registros muy amplios, tan cómodo en la narración vitalista de los objetivos neovanguardistas de una generación (Los detectives salvajes) como en la sostenida representación del mal y sus símbolos (2666, Estrella disante, Nocturno de Chile), tan hábil para la sátira como para la tragedia, intimista y también monumental.
Así, para los escritores que aparecieron en la escena cultural en los últimos quince años, Bolaño ha sido un modelo generador de grandes textos: su influencia se puede sentir en autores tan disímiles como Patricio Pron (No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles), Rodrigo Blanco (The Night), Luciano Lamberti (La maestra rural) o Álvaro Bisama (El brujo).
Roberto Bolaño ha sido fundamental para lo que el escritor mexicano Álvaro Enrigue llama la “globalización de la literatura latinoamericana contemporánea”.Después de un largo período –los ochenta y los noventa– en el que lo que se conocía de la literatura latinoamericana fuera del continente era, por un lado, los grandes escritores del Boom, y por otro, los escritores marcados por el “realismo mágico”, el impacto que produjo la aparición de las obras de Bolaño en traducción –principalmente al inglés y francés– hizo que, como dice el crítico colombiano Héctor Hoyos, el escritor chileno se convirtiera en una suerte de figura sinecdóquica, alguien que en “varios círculos venía a representar a la literatura latinoamericana en su totalidad”.
Bolaño fue romantizado, convertido, como sugirió el escritor Horacio Castellanos Moya, en un beat redivivo, un autor “salvaje” que podía escribir con la libertad que habían perdido los norteamericanos, cada vez más formateados por la formación tradicional y poco sorpresiva de los programas de escritura creativa de las universidades. Eso, por suerte, no fue todo: con el tiempo, el descubrimiento de Bolaño se convirtió en uno de los principales motivadores para que los editores extranjeros se lanzaran a ver qué más se estaba escribiendo en el continente.
Hoy circulan con soltura obras de autores como Valeria Luiselli, Juan Gabriel Vázquez, Mario Bellatin, César Aira o Alejandro Zambra, y se traducen con rapidez los primeros libros de autores de las nuevas generaciones como Rodrigo Hasbún, Laia Jufresa o Daniel Saldaña Paris: la puerta está muy abierta. Solo hay que recordar que el que la abrió fue Bolaño.
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