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Andrea Wulf estará en el Hay Festival en Cartagena.

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En La invención de la naturaleza, Andrea Wulf relata la vida de Alexander von Humboldt.

Durante las primeras semanas en Cumaná, Humboldt y Bonpland descubrieron que, mirasen donde mirasen, siempre había algo nuevo que captaba su atención. El paisaje le fascinaba, decía Humboldt. Las palmeras estaban adornadas de magníficas flores rojas, las aves y los peces parecían rivalizar en colores caleidoscópicos, y hasta los cangrejos eran azules y amarillos. Flamencos de color rosa se alzaban sobre una pata en la orilla, y las hojas en abanico de las palmeras moteaban la arena blanca con retazos de sol y sombra. Había mariposas, monos y tantas plantas que catalogar que, como escribió Humboldt a Wilhelm, “corremos de un lado a otro como locos”. Hasta el habitualmente impasible Bonpland dijo que iba a “enloquecer si no acaban pronto las maravillas”.

Aunque siempre se había enorgullecido de su enfoque sistemático, a Humboldt le costó dar con un método racional para estudiar su entorno. Los baúles se llenaban tan deprisa que tuvieron que encargar más resmas de papel para prensar las plantas, y a veces encontraban tantos especímenes que apenas podían transportarlos hasta su casa. A diferencia de otros naturalistas, Humboldt no estaba interesado en llenar vacíos taxonómicos; estaba recopilando ideas, decía, más que objetos de historia natural. Era la “impresión global”, escribió, lo que más le cautivaba la mente.

Humboldt comparaba todo lo que veía con lo que había observado y aprendido anteriormente en Europa. Cada vez que cogía una planta, una roca o un insecto, su mente volvía corriendo a lo que había visto en su país. Los árboles que crecían en las llanuras alrededor de Cumaná, cuyas ramas formaban cubiertas en forma de sombrillas, le recordaban los pinos italianos. Visto desde lejos, el mar de cactus creaba el mismo efecto que la hierba en los humedales de los climas septentrionales. Había un valle que le recordó a Derbyshire, en Inglaterra, y cuevas similares a las de Franconia, en Alemania, y las de los montes Cárpatos, en el este de Europa. Todo parecía conectado en cierto sentido, una idea que iba a inspirar sus reflexiones sobre el mundo natural durante el resto de su vida.

Humboldt se sentía más sano y feliz que nunca. El calor le sentaba bien, y las fiebres y los trastornos nerviosos que había padecido en Europa desaparecieron. Incluso engordó un poco. Durante el día, Bonpland y él recogían muestras, por la tarde, se sentaban juntos a escribir sus notas, y por la noche hacían observaciones astronómicas. Una de esas noches estuvieron durante horas de pie, sobrecogidos, mientras una lluvia de meteoritos llenaba el cielo de colas blancas. Las cartas de Humboldt estallaban de entusiasmo y llevaban aquel mundo maravilloso a los elegantes salones de París, Berlín y Roma. En ellas hablaba de arañas gigantes que comían colibríes y de serpientes de nueve metros. Mientras tanto, asombraba a los habitantes de Cumaná con sus instrumentos: sus telescopios les acercaban la Luna y sus microscopios convertían los piojos de sus cabellos en bestias monstruosas.

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andrea wulf relata la vida de alexander von humboldt

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Había algo que amargaba la alegría de Humboldt: el mercado de esclavos que estaba enfrente de su casa alquilada, en la plaza principal de Cumaná. España había empezado a importar esclavos para sus colonias de Sudamérica a principios del siglo XVI, y continuaba haciéndolo. Todas las mañanas ponían a la venta a jóvenes africanos, hombres y mujeres. Les obligaban a frotarse con aceite de coco para que su piel negra reluciese. Luego los paseaban delante de los posibles compradores, que les abrían la boca con brusquedad para examinarles los dientes “como caballos en una subasta”. Aquellas escenas convirtieron a Humboldt en abolicionista para toda su vida.

El 4 de noviembre de 1799, cuando no hacía ni cuatro meses que habían llegado a Sudamérica, Humboldt sintió por primera vez que su vida y sus planes podían estar en peligro. Era un día caluroso y húmedo. A mediodía el cielo se cubrió de nubes oscuras y hacia las cuatro empezaron a retumbar truenos por toda la ciudad. De pronto, la tierra empezó a temblar, estuvo a punto de arrojar al suelo a Bonpland, que estaba inclinado sobre una mesa examinando unas plantas, y sacudió con violencia a Humboldt en su hamaca. La gente gritaba y corría por las calles mientras las casas se derrumbaban, pero Humboldt conservó la calma y se levantó de la hamaca para preparar sus instrumentos.

Ni siquiera un movimiento de tierra iba a impedirle llevar a cabo sus observaciones. Midió las sacudidas, observó que la onda expansiva iba de norte a sur e hizo varias mediciones eléctricas. Sin embargo, a pesar de su tranquilidad exterior, Humboldt estaba en plena zozobra. Al moverse bajo sus pies, la tierra destruyó la ilusión de toda una vida, escribió. El elemento móvil era el agua, no la tierra. Fue como despertar, de pronto y de manera desagradable, de un sueño. Hasta ese instante había tenido una fe inquebrantable en la estabilidad de la naturaleza, pero ahora se sentía engañado. “Por primera vez debemos desconfiar de un suelo en el que durante tanto tiempo hemos plantado nuestros pies con confianza”, dijo, pero eso no afectó su decisión de continuar sus viajes.

Había esperado años a ver el mundo y sabía que estaba arriesgando su vida, pero quería ver más. Dos semanas después, y tras una angustiosa espera para obtener dinero con su documento de crédito español (cuando no lo consiguió, el gobernador le dio dinero de sus fondos privados), salieron de Cumaná camino de Caracas. A mediados de noviembre, Humboldt y Bonpland –junto con un criado mestizo llamado José de la Cruz– alquilaron una pequeña embarcación mercante local de nueve metros para dirigirse hacia el oeste. Empacaron sus numerosos instrumentos y sus baúles, que ya contenían más de 4.000 especímenes vegetales además de insectos, cuadernos y cuadros de medidas.

Situada a más de 900 metros sobre el nivel del mar, Caracas tenía 40.000 habitantes. La habían fundado los españoles en 1567 y era la capital de la capitanía general de Venezuela. El 95 por ciento de los residentes blancos eran criollos, o, como los llamaba Humboldt, “hispanoamericanos”, colonos blancos de ascendencia española pero nacidos en Sudamérica. Aunque formaban la mayoría, los criollos sudamericanos llevaban décadas sin poder acceder a los altos cargos administrativos y militares.

La Corona enviaba a dirigir las colonias a españoles, en muchos casos menos preparados que los criollos. A los ricos dueños de plantaciones les parecía indignante tener que obedecer a unos comerciantes enviados desde una madre patria tan lejana. Las autoridades españolas los trataban, se quejaban algunos criollos, “como si fueran viles esclavos”.

Caracas estaba asentada en un alto valle rodeado de montañas y cerca de la costa. Humboldt volvió a alquilar una casa para tener una base desde la que emprender excursiones más cortas. Desde allí, Humboldt y Bonpland se dispusieron a escalar la Silla, una montaña de doble cima tan próxima que podían verla desde su casa y que, para sorpresa de Humboldt, nadie de los que conoció en Caracas había intentado subir jamás.

Otro día fueron hasta las colinas, en las que encontraron un manantial de agua cristalina que caía por una pared de roca reluciente. Al ver a un grupo de chicas que había allí, cogiendo agua, a Humboldt le asaltó de pronto un recuerdo de su país. Esa noche escribió en su diario: “Recuerdos de Werther, Goethe y las hijas del rey”, una referencia a Las penas del joven Werther, en la que Goethe describía una escena similar. En otras ocasiones, la forma concreta de un árbol o una montaña le resultaba muy familiar. Un atisbo de las estrellas del cielo austral o la silueta de los cactus sobre el horizonte era prueba de lo lejos que estaba de su patria. Pero bastaba con el tintineo de un cencerro o el bramido de un toro para regresar a las praderas de Tegel.

“La naturaleza, en todas partes –decía Humboldt–, se dirige al hombre con una voz que es familiar para su espíritu”. Estos sonidos eran como voces del otro lado del océano que le transportaban en un instante de un hemisferio a otro. Como las líneas tentativas hechas a lápiz en un esbozo, empezaba a asomar su nueva comprensión de la naturaleza basada en observaciones científicas e implicación emocional. Los recuerdos y las reacciones instintivas, advirtió Humboldt, siempre formarían parte de la experiencia y la interpretación humana de la naturaleza. La imaginación era como “un bálsamo de milagrosas propiedades curativas”, aseguró.

**Andrea Wulf conversará con Alberto Gómez el sábado 28 de enero. 11:30 a.m. Teatro Adolfo Mejía.

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