Una niebla espesa impide ver la magnitud del cráter, pero quien llega hasta ahí se siente diminuto. Las hectáreas incontables de frailejones quedaron atrás cuando empezó el tramo más empinado del ascenso, y acá, en uno de los puntos más altos del volcán de Sotará, solo se ven rocas gigantes y una laguna de agua cristalina. El cráter está a 4.420 metros sobre el nivel del mar.
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La temperatura está por debajo de los 8 °C y el frío parece verse en esa niebla, pero no se siente: el cuerpo lleva casi 9 horas en movimiento, desde las 4 de la mañana, cuando empezó el recorrido.
En Rioblanco no se ha presentado ningún hecho violento o que obedezca al conflicto en las últimas décadas
David Imbachi, de la agencia de turismo Akuntur
No hay registros de erupciones, pero se sabe que el volcán está activo por la sismicidad, la fumarola que expulsa de vez en cuando, y las aguas termales que reciben a los caminantes en el regreso.
Sotará —homónimo del municipio donde está ubicado, 50 kilómetros al sureste de Popayán, Cauca— es una de las joyas inexploradas del macizo colombiano.
Desde finales de los 80, con la bonanza de la amapola (usada para la fabricación de opioides) en la región y la incursión de grupos armados ilegales, pocos visitantes llegaban hasta ese rincón del departamento.
Pero las comunidades indígenas del resguardo de Rioblanco, donde queda el volcán, se les rebelaron a las guerrillas hasta hacerlas salir, acabaron con las siembras de uso ilícito, y convirtieron su territorio sagrado en uno de los pocos rincones del Cauca donde la paz es la regla y no la excepción.
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“En Rioblanco no se ha presentado ningún hecho violento o que obedezca al conflicto en las últimas décadas. Esta es una de las zonas más seguras del departamento”, cuenta David Imbachi, un yanacona de 28 años que fundó, con dos amigos, la agencia de turismo Akuntur Ancestral, que está incentivando los destinos del macizo colombiano con caminatas y correrías de ciclismo.
En 2019, antes de la pandemia, lograron que más de 350 turistas llegaran hasta Rioblanco. Y este año, en dos eventos, han reunido a más de 100 personas en sus actividades, y esperan que un número similar de asistentes se inscriba a la ciclorruta de 140 kilómetros que tienen programada para el 3 y 4 de julio próximos.
La siguiente será el 16 y 17 de octubre, entre Popayán e Inzá. Una de sus apuestas principales es una travesía por el macizo, que arranca en la capital del Cauca y termina en San Agustín, Huila, pasando por el nacimiento del río Magdalena.
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David –piel morena, 1,70 metros de estatura– calcula que ha subido unas 30 veces hasta el cráter del volcán de Sotará.
Los 12 kilómetros que hay que caminar desde Rioblanco arrancan en el bosque alto andino, entre montañas quebradas atestadas de árboles de roble, motilón, cafetillo y helechos. Después de cinco horas de recorrido, cuando comienza a asomar un páramo con frailejones de más de 150 años, es hora del ritual para ‘abrir camino’.
“En estos sitios, para la cosmovisión yanacona, existen espíritus mayores que regulan el orden natural del territorio. Con respeto y sana intención, se hacen unos riegos o bebidas, con el fin de equilibrar la energía de cada visitante para que el volcán permita ingresar en mejores condiciones climáticas, que no haya ningún accidente o para no extraviarse en el camino”, dice David.
Esos rasgos de la identidad de este pueblo indígena, que perviven aun entre los más jóvenes, estuvieron en riesgo en la época en la que los cultivos de amapola tomaron fuerza en la región.
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El mayor Carlos Maca Palechor trabajó 12 de sus 58 años como inspector de Rioblanco, entre 1992 y 2004. Fueron los años de la bonanza amapolera, que, según cuenta, “generó una crisis social en el proceso de las comunidades indígenas”.
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Las primeras siembras se dieron en 1989 y una década después habían ocupado un porcentaje tan alto de las 2.500 hectáreas productivas del resguardo que hasta la papa y las hortalizas –cultivos tradicionales de la región– llegaban al mercado desde otros departamentos.
Empezó a haber plata y llegaron las cantinas, el trago, los billares. Con frecuencia se formaban peleas que dejaban heridos y hasta muertos
Carlos Maca, mayor yanacona
Y las mingas, esas reuniones de los indígenas para hacer trabajos comunitarios como arreglar carreteras o apoyarse entre vecinos para la construcción de casas, también se mermaron.
“Empezó a haber plata y llegaron las cantinas, el trago, los billares. Con frecuencia se formaban peleas que dejaban heridos y hasta muertos, tanto que el hospital de San José, en Popayán, mandó un oficio al cabildo diciendo que no iban a recibir más heridos de Rioblanco”, cuenta Maca, quien fue consejero mayor del Cric.
Con la bonanza también llegaron los grupos guerrilleros y de narcos, que quisieron sustituir la autoridad indígena e imponer su ley en el territorio. Y lo lograron por unos años, hasta que las mujeres se les pararon de frente.
Fue después del asesinato de Gabriel Campo, un joven universitario que se opuso a que el Eln lo requisara en una cantina.
“Esa noche, las mujeres dijeron que eso no podía continuar, porque esos grupos hacían y deshacían. Eran ellas las que más notaban eso y cómo el licor se estaba poniendo de ruana los valores de la comunidad. Le exigieron al cabildo llamar a la guerrilla, se hizo una asamblea plena en la plaza del pueblo, que ha sido la más grande que se ha hecho, y ahí se les dijo que tenían que respetar el territorio y no volver a patrullar ni asentarse en el resguardo”, cuenta un rioblanqueño de vieja data que participó en la reunión.
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La salida de los miembros de las Farc y el Eln se empezó a dar hacia 1997, y en una asamblea como esa se decidió también restringir el consumo de licor en el resguardo. En los primeros años de la década del 2000 la propia tierra fue echando a menos los cultivos de amapola, hasta que paulatinamente la falta de productividad llevó a que se dejara de sembrar.
“De esa bonanza no quedó nada. La gente malinvirtió la plata: compraban neveras para las casas de veredas donde no había energía y terminaban asándolas como armarios. Las tierras se dañaron y toma muchos años volver a restablecerse para producir", dice el mayor Maca.
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Y agrega: "La economía no está bien, la ganadería y algunos cultivos de hortalizas la mueven, pero no hay muchas opciones para la población acá. Por eso alguna gente está tratando de incentivar el turismo. A algunos les da miedo que vengan extranjeros y se apropien de esto, pero yo lo veo como una oportunidad de mostrar lo que tenemos desde la cultura, identidad y desde el territorio, y de paso traer ingresos”.
Imbachi y sus compañeros de Akuntur están en esa tarea.
“La intención es que podamos aprovechar nuestros espacios sin afectarlos, y de esa forma revalorizar nuestra cultura y generar una alternativa económica”, dice el joven.
La apuesta de Akuntur también se está adelantando a una industria silenciosa que, según sostienen sus fundadores, ha avanzado en el macizo colombiano: la explotación minera.
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“Estamos forjando un proceso que se anticipa a un sector del corazón del macizo donde hay titulos mineros pero no se han materializado. De esa manera también enviamos el mensaje de que podemos aprovechar el territorio de otra manera, sin afectarlo y sin extraerlo. Así prolongamos la vida no solamente en nuestro territorio, sino en el resto de Colombia”, cuenta Imbachi.
Texto, video y fotografía: Julián Ríos Monroy
En redes: @julianrios_m
Redacción Justicia