Sol levanta los últimos restos de pasto, hojas y tierra y se quita los guantes. Sin separar sus rodillas del suelo, se corre, agarra el detector de metales con su mano derecha, y empieza a pasarlo milimétricamente sobre la capa vegetal que intervendrá.
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Lo hace lento, de izquierda a derecha, y luego en sentido contrario. En este monte húmedo enterrado en el municipio de Cajibío, Cauca, la mejor señal es el silencio. Si la máquina no emite ningún pitido, puede continuar. Pero si suena, la zozobra arremete: una mina antipersonal o algún artefacto explosivo improvisado puede estar por ahí, en medio del césped, o enterrado a pocos centímetros de profundidad.
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En Colombia, desde 1990 hasta el pasado 30 de septiembre, 12.103 personas fueron víctimas de artefactos explosivos. De ese grupo, 9.770 quedaron heridas y 2.333 resultaron muertas
“Los primeros días todo es miedo, uno tiembla y suda pensando a qué hora se va a encontrar algo. Luego de que usted va cogiendo experiencia, ya es el respeto que les tiene que tener a las minas”, dice Sol, una indígena nasa de labios gruesos y cejas delineadas que desde hace cinco años es desminadora de Humanity and Inclusion, una ONG que tiene entre sus líneas de acción el desminado civil humanitario y que ha participado de la descontaminación de territorios en países como Siria, Irak, Libia y Mozambique.
El respeto y el temor de los desminadores (que comparten los pobladores de los 31 departamentos con presencia de minas) no es infundado. En Colombia, desde 1990 hasta el pasado 30 de septiembre, 12.103 personas fueron víctimas de artefactos explosivos. De ese grupo, 9.770 quedaron heridas y 2.333 resultaron muertas. Más de 1.260 víctimas eran niños que jugaban en los campos o transitaban por las tierras de sus municipios —casi siempre controladas por grupos armados ilegales— y perdieron sus extremidades o quedaron con heridas físicas y de salud mental incurables.
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En Colombia, más de 12.000 personas han resultado víctimas de las minas antipersonales.
Julián Ríos Monroy. EL TIEMPO
Después de que tumbaron la antigua casa de la abuela de Sol en Toribío, un municipio caucano 109 kilómetros al norte de Cajibío, la anciana decidió sembrar un árbol de naranjo justo donde estaba el fogón de la cocina. En ese lugar están enterrados los ombligos de Sol y sus primos, una tradición con la que los nasa marcan, desde el nacimiento, el primer lazo de los indígenas con la tierra.
Ese vínculo que perdura de por vida también se ha visto afectado por la presencia de minas antipersonales. “Venimos de la tierra y así como nacemos, debemos volver a ella. Para nosotros, que haya artefactos explosivos en la madre tierra es una contaminación, y además afecta nuestra economía, porque el riesgo hace que no podamos cultivar nuestros alimentos”, cuenta Sol.
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Sin importar desde qué cosmovisión se le mire, el impacto de las minas en los pueblos indígenas es de talante mayor, como advierte la oficina del Alto Comisionado para la Paz. Según sus registros, 440 miembros de estas comunidades han sido víctimas de los artefactos (el 37 % son niños), lo que significa que por cada 100.00 indígenas, 35,2 han resultado afectados (tasa mucho más alta que la nacional, que es 24,2 por cada 100.000 habitantes). A eso se suma que casi una de cada tres víctimas de minas fallece por cuenta del accidente.
El campamento de Humanity and Inclusion (HI), a donde llegan Sol y sus compañeros después de cada misión de desminado, tiene un museo del horror que da cuenta de lo que los grupos armados han sembrado en estos territorios ancestrales. Sobre el pasto, en un cuadrado cercado con cuerdas azules y un letrero que dice ‘No tocar’, se cuentan por decenas los restos de cilindros, morteros, rockets y granadas de mano —todos de fabricación improvisada— que el equipo ha encontrado desde 2017 en Corinto, Caloto, Santander de Quilichao, Cajibío, Puracé, Inzá y Páez, municipios donde la mayoría de la población es indígena, campesina y afrodescendiente.

Artefactos recolectados durante el trabajo por HI.
Julián Ríos. EL TIEMPO
“Normalmente los conflictos son entre naciones, que utilizan las herramientas que sus industrias militares les permiten, pero en Colombia el conflicto armado es interno, y como los grupos irregulares no tenían artefactos industriales, acudieron a crearlos o replicarlos de forma improvisada. Por eso es que lo que se encuentra acá no se ve casi en ninguna otra parte del mundo”, cuenta Deimer Eusse, un paisa adoptado por el Cauca que se encarga de coordinar en terreno las operaciones para buscar y retirar los explosivos.
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Él comenzó siendo desminador en Antioquia —el departamento más afectado, donde está el 20 por ciento de las víctimas del país— y fue escalando cargos hasta gerenciar los procesos y ser uno de los pocos autorizados para manipular y destruir casi cualquier artefacto. Pero llegar a esa etapa, casi la última, puede tomar años, más si se tiene en cuenta la creatividad mortífera que se hizo inherente a la guerra en Colombia y que permitió hacer casi invisibles a las minas.
Es la 1:26 p. m. de un martes nublado en la vereda La Laguna de Cajibío. Cuando suena la alarma de descanso, lo primero que hacen los desminadores de HI que están en terreno es quitarse el casco con el que deben trabajar para protegerse en caso de explosión. Es una careta antibalas que se ajusta con fuerza a la cabeza y le hace padecer mareos a quien la usa por primera vez. Pesa 350 gramos y cuesta alrededor de dos millones de pesos. La indumentaria se completa con un chaleco especial que protege los órganos vitales, pero que no asegura los brazos ni las piernas.
Los turnos no cambian: 45 minutos de labor y 15 de reposo, cronometrados. Si las condiciones son muy agrestes, como las que tuvo que atravesar el grupo hace unos meses en el municipio de Inzá, donde trabajó a pleno rayo de sol, el lapso cambia a 30 minutos de descontaminación y 10 de descanso.
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Lo primero que se ve al llegar a una zona de desminado son carteles rojos con una calavera que advierte peligro. El área podría estar en el rincón más recóndito y aún así, siguiendo los protocolos internacionales, debería tener un puesto de control, un punto médico con implementos y profesionales que atiendan emergencias, puntos de descanso y zonas de fragmentación de los artefactos hallados.

La normativa internacional exige que para el proceso se usen todo el tiempo elementos de seguridad.
Julián Ríos Monroy. EL TIEMPO
Sol aparece al lado izquierdo de un camino cubierto de hojarasca. El rastro de su trabajo y el de cualquier desminador es imposible de ocultar: para asegurarse de que no hay elementos de riesgo, deben retirar la capa vegetal del suelo hasta que solo se vea la tierra. Todo lo que era verde queda negro, e incluso algunos árboles en crecimiento —con tallos de diámetro menor a los 10 milímetros— tienen que ser arrancados. Es el precio para asegurar que nadie más pierda una extremidad, o la vida, por cuenta de una mina.
El protocolo para ese proceso también es innegociable. Luego de definir el área a intervenir y demarcarla con estacas de punta roja, los desminadores verifican con su detector de metales que no haya elementos de ese material. Ahí comienza un trabajo completamente manual, primero con unas tijeras jardineras (para cortar la vegetación más alta), y después con tijeras de césped (para cortar el capote. El kit también está compuesto por serrucho, machete, cinceles y azadones. Todo el equipo pesa cerca de 20 kilos, que los miembros del equipo a veces tienen que cargar durante dos horas para llegar a las zonas que van a intervenir.
El área podría estar en el rincón más recóndito y aún así, siguiendo protocolos internacionales, debería tener un puesto de control, punto médico y zonas de fragmentación de los artefactos hallados.
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El trabajo se hace de rodillas, con una barra roja al frente que se coloca sobre el suelo e indica la zona “segura” para los desminadores. La pueden ir corriendo cada 30 centímetros de avance, y a ese ritmo, en una jornada de 8 horas diarias, algunos pueden descontaminar más de 30 metros cuadrados en un solo día. Pero hay terrenos en los que las condiciones no dejan que sean más de 10 los metros liberados. Es un trabajo milimétrico que nunca terminaría de cubrir los 1.143 millones de kilómetros cuadrados del territorio colombiano.

El proceso para retirar los explosivos debe cumplir con estrictos protocolos internacionales.
Julián Ríos Monroy. EL TIEMPO
Incluso, que no puede cubrir el 100 por ciento del área de cada municipio. Por eso antes de cada intervención hay una fase previa que implica un despliegue colosal: el estudio no técnico.
“El estudio empieza con un diagnóstico de las zonas, primero en escritorio y mediante bases de datos, hasta que se llega al entorno comunitario, para recolectar información con los pobladores y saber dónde creen que hay artefactos”, cuenta Deimer Eusse.
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Con la comunidades se indaga acerca de los lugares donde los grupos armados ilegales tenían sus asentamientos, zonas de tránsito o posibles sitios de protección para repeler ataques del Ejército, que suele ser donde se instalaban los artefactos explosivos (el 60 por ciento de las víctimas del país son miembros de la Fuerza Pública).
También se averigua por las zonas que tienen restos de municiones sin explotar, como los cilindros usados en las tomas guerrilleras, que en ocasiones no estallaron y, décadas después, siguen representando riesgo. Lo que hace que el estudio no técnico sea fiable es, de paso, el principal reto al aplicarlo: que debe implicar a todos los miembros de la comunidad.
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“Es un trabajo muy complejo. Los equipos encargados del estudio pueden caminar hasta 30 kilómetros al día visitando casa por casa, vereda por vereda”, cuenta Deimer.
El municipio de Puracé, ubicado 60 kilómetros al sur de Cajibío fue el primero que Humanity and Inclusion entregó libre de artefactos explosivos en el Cauca.
El municipio de Puracé, ubicado 60 kilómetros al sur de Cajibío fue el primero que Humanity and Inclusion entregó libre de artefactos explosivos en el Cauca. Allí, 15.261 habitantes entregaron información en el estudio, que sirvió para despejar 26.238 metros cuadrados de tierras con sospecha de minas.
"El riesgo de esos artefactos le produce a la comunidad un miedo para disfrutar de su territorio. Entregamos un territorio liberado a la población indígena y campesina, que podrá nuevamente usarlo para proyectos productivos y el turismo”, dijo Nicola Momentè, director de HI, en el evento de entrega de Puracé.
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Una lideresa social sintetizó en una frase uno de los mayores logros de despejar la tierra: “Les vamos a dejar a nuestros hijos estos suelos con la tranquilidad de que los van a poder usar sin temor”.
Cuando José William Gómez era niño no había quién lo cansara. Se la pasaba jugando fútbol, nadando en el río Cofre, montando bicicleta por las montañas de Cajibío, bailando y, como dice, “de parche” con sus amigos.
Todo eso cambió el 10 de abril del 2000. Ese día las Farc se tomaron el pueblo.

José William Gómez
Humanity and Inclusion
Eran las 6:20 de la tarde cuando abrió la puerta del carro en el que trataba de llegar a su casa, cuando vio a unos militares manipulando unos cilindros que los guerrilleros habían tratado de usar en su incursión. Ahí vino el estallido que le arrancó su pierna derecha.
“En esa época no habían protocolos. Intentaron desactivar eso con un lazo y reventó. Yo intenté salir a correr, pero cuando me vi ya estaba destruido. Los mismos militares vieron cómo me derrumbaba en el suelo. Lo que recuerdo después de eso es despertarme en el hospital con la pierna así”, dice William, hoy con 39 años, y señala su muñón.
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Los primeros tres años después del accidente se sintió bloqueado. Después de toda una vida en el campo, en esas lomas del Cauca, se le hacía imposible moverse en una silla de ruedas, hasta que comenzó a conocer a otras personas en situación de discapacidad.
De la mano de la Fundación Tierra de Paz empezó a capacitarse en Educación en el Riesgo de Minas (ERM) y a conocer los derechos de las víctimas, hasta que fundó la Asociación de Sobrevivientes de Accidentes por Minas Antipersonal y Municiones sin Explotar en el Cauca (Asodesam) que reúne a 72 de las 618 víctimas de estos artefactos que hay registradas en el departamento.
Luego de lograr su reparación, José William emprendió una cruzada para que sus compañeros tengan acceso a ese derecho. Eso lo alterna con su trabajo en el campo, que volvió a estar en sus planes desde que consiguió una prótesis para su pierna: ha tenido terneros, pollos y marranos.
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“Ahora soy un caballo, pero con bastón”, dice, y sale de su casa para mostrar su habilidad montando bicicleta usando solo su pierna izquierda. Se monta sin ayuda de nadie y después de primer pedalazo no para. Sortea el barro de la entrada de su casa y empieza a subir una pendiente destapada y llena de huecos que conduce a Piendamó.
Por esas mismas vías, después de la salida de las Farc, empezaron a transitar sus disidencias, que ven en el Cauca una mina para la producción y tráfico de cocaína. La presencia de esos grupos ha vuelto a sembrar el miedo en el territorio, y las víctimas de los artefactos explosivos solo esperan a que ahora que los están retirando del territorio, los armados no vuelvan a instalarlos. Pero nada asegura que la historia no se repita.
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Julián Ríos Monroy@julianrios_m
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