“Es una broma, ¿cierto?”, le pregunté al supervisor de emigración del aeropuerto internacional El Dorado, de Bogotá. Segundos antes me había dicho: “Usted tiene una orden de captura por secuestro extorsivo”.
Hasta ese instante todo había sido alegría. Iba feliz. Era parte de un grupo de siete amigas a punto de volar a la isla de Curazao, en el Caribe, en un viaje soñado: mi despedida de soltera.
Cuatro de ellas ya habían cruzado cuando el funcionario me dijo: “aquí hay algo raro”. No le di mayor importancia, así que les indiqué a las otras que se adelantaran, mientras yo resolvía lo que presumía era un trámite de rutina.
El hombre volvió a mirar mi pasaporte, verificó en el computador y exclamó: “¡Me toca bajarla!”. Pensé que todo era una pilatuna mis amigas. Pero no. A las 2 y 14 de la tarde del sábado 27 de mayo empecé a vivir una pesadilla que duró once días.
Llegó otro empleado del aeropuerto y me llevaron a una sala sombría. Había otras personas que, como yo, tampoco hablaban. Yo no decía nada. ¿Por qué? En un país que ha sufrido tanto el secuestro me dio un poco de vergüenza no saber mayor cosa de sus modalidades. ¿Secuestro extorsivo? ¿Cómo será eso? Entre tanto, sacaron copias de mi cédula, miraron varias veces y me dijeron: “La orden es de un juzgado de Medellín y es del primero de febrero de este año”.
¡Uff!, suspiré. Les dije que yo era de Ibagué, profesional, ingeniera civil, que llamaran a mi empresa, a la firma constructora en la que trabajo.
“Nos vamos a la estación sexta, a aclarar todo”, me respondió un policía. Entonces me subieron a una patrulla, en la parte de atrás. No se podían bajar los vidrios ni abrir las puertas. Íbamos rápido. Pensé que si sufríamos un accidente no podría salir. Miré por el vidrio. Y sentí como si estuviera viendo una película. El sol se iba, y todo empezó a ponerse triste, oscuro.
Llegamos a la estación y percibí una energía extraña, lúgubre. Me llevaron a una tienda y allí sacaron más fotocopias. Hicieron otras llamadas, hasta que un policía vino y me dijo: “Me toca capturarla”.
Lloré. De rabia, de impotencia, de angustia. Me leyeron mis derechos. Otro agente me dijo que tenía que llevarme a Paloquemao, donde están los juzgados. Eran las cinco de la tarde. Para ese instante, mi novio, Marco Olarte Barona, y mi familia ya venían en otro carro detrás de nosotros.
Ahí empezó una correría agotadora por sitios que se ven con frecuencia en los noticieros y que no conocía en persona: la estación de policía, Paloquemao, el búnker de la Fiscalía. Era de aquí para allá, de allí para el otro lado, de este para otra estación, y luego de vuelta a El Dorado.
Me explicaron que por ser sábado no había quien atendiera; y en puente festivo, peor. Sentía que cada uno en realidad no sabía qué hacer, cuál era su función. Y que cada quien buscaba tirarle el problema al otro. En estos tiempos en que vivimos hiperconectados, de 4G y globalización, cada uno decía que le faltaba un papel, una fotocopia, una firma, un sello, una estampilla... Era absurdo.
Otra vez en El Dorado. Me pusieron en una sala donde éramos cinco los detenidos, cuatro hombres y yo. Allá estuve el fin de semana. Los días interminables, las noches sin dormir por la luz encendida, la música y la conversación de los policías. Al lado, contó alguien, había más privacidad, porque eran los detenidos por narcotráfico, y ellos tienen mayores privilegios. Pueden dormir con la luz apagada, en espacios más cómodos.
En ese lapso sufrí otros dos hechos. Uno humillante y el otro, como todo, inexplicable. El primero, cuando me llevaron a legalizar la captura, en la URI de Engativá. El carro hay que estacionarlo a cien metros de la entrada. Uno de los policías dijo, antes de emprender la caminata, que le tocaba esposarme. Otro le preguntó: “¿Sí? ¿Es necesario?”. “Que sí, porque ella es una capturada”. Les supliqué que no me pusieran las esposas, que las piernas me temblaban de miedo y que yo no tenía ni el valor ni las fuerzas para intentar huir. “Cállese”, me dijeron. Y me las pusieron. Para ese momento les había reiterado a tantas personas que estaban en un error, que ya no sabía si me hablaban fiscales, abogados, defensores, procuradores, agentes de policía. Era una maraña de funcionarios difícil de desenredar. Uno de ellos me dijo que buscara un buen abogado, porque todo podría ser peor. “¿Más?”, pregunté entre lágrimas. El abogado llegó y me dijo que iba a solicitar un ‘habeas corpus’, que, según entendí, es un mecanismo para obtener la libertad inmediata. “No. No aplica porque usted no fue detenida en flagrancia”, argumentaron.
Pensé que si realmente hubiera hecho algo malo y me hubieran cogido en pleno delito, ¿entonces estaría mejor?, ¿tendría ese beneficio?
“Pero puede apelar”, me dijo un funcionario con gesto de estarme haciendo un favor. El martes 30 y el miércoles 31 de mayo me tuvieron inmóvil hasta que me mostraron un papel que le dio otro giro inesperado a mi situación. “El juez de Medellín ratificó la retención y ordenó mi envío a centro carcelario”. Su decisión llegó por fax.
Allí decían mi nombre y una dirección en la que residía del barrio 20 de Julio de Medellín, y precisaba que era hija de un señor Carlos y de una señora Marta, que yo tenía 30 años y que en el 2002, cuando tenía 16 años, había hecho algo muy grave. El alma me volvió al cuerpo. Esa no era yo, pues vivo en el barrio Bella Suiza, en Bogotá; mis padres no eran esos y, además, soy mayor. Les mostramos mis documentos, el registro civil, pero no me escucharon. Por el contrario, me notificaron que me iban a llevar a la cárcel del Buen Pastor.
El calendario cambió. Se fue mayo y llegó junio. El jueves primero, a las 5 y 30 de la mañana, empezó el traslado. No había dormido. Había llorado tanto que no sentía nada, todo era un vacío. Aceptaba lo inevitable.
Atravesamos la ciudad como lo habíamos hecho antes. Los policías en la patrulla, fríos, distantes; mi familia y amigos, en carros atrás, con miedo a perdernos de vista y no saber la ruta por seguir. Llegamos a la cárcel, y mi corazón volvió a latir a mil. Todo es rápido pero paradójicamente lento. “Hágase para allá, venga para acá, póngase aquí”. Cuando me di cuenta tenía las manos negras de tinta y de tantas huellas que me habían hecho poner en decenas de fichas. En estos tiempos en que es tan fácil y divertido tomarse una selfi es tan duro, triste, como rasguños profundos, cuando a una le dicen “póngase de perfil, ahora de frente, el otro lado”, sosteniendo un cartelito negro en las manos, con un sinfín de números.
Luego fui trasladada al patio uno, en donde volví a sentir una voz amable. “No te preocupes, que aquí vas a estar bien”, me dijo una señora con voz cálida. Era una presa de quien lamentablemente no supe su nombre para agradecerle hoy sus palabras.
Luego me llevaron a la celda 93, en el cuarto piso, del patio quinto. A lado y lado escuchaba una algarabía de reclusas; miraba la ropa colgada, los rostros de mujeres de todas las edades; sentía que yo era detallada por todas, aunque es posible que ninguna siquiera lo hiciera. Para ellas esa debe ser su rutina, para mí era abrir la puerta del infierno. Aunque tuve que subir varias escaleras, sentía que descendía a un precipicio.
A mi celda llegó mi compañera, Claudia Alatriste. Tiene el mismo apellido del capitán de la famosa novela del escritor español Arturo Pérez-Reverte. Es una muchacha de 26 años y le encanta la literatura. Es una de las encargadas de la biblioteca de la cárcel. Lleva cuatro años en prisión. Le faltan 6 para cumplir su condena de 10. Fue capturada a los 22 años cuando ingresó con 12.000 dólares a Colombia y no los declaró. Pese a todo, es optimista, llena de vida; su filosofía es la de no rendirse y siempre mirar el futuro con optimismo.
No son palabras, sino hechos: hizo entre rejas un diplomado de pedagogía de la Universidad Santo Tomas. Mientras ella hablaba yo no paraba de llorar. Vi agitación a mi alrededor. Otras reclusas corrían, buscaban un colchón para mí, utensilios para comer, cobijas. Toda la solidaridad y humanidad que no vi mientras fui llevada de un lado para otro entre los encargados de la justicia de mi país, la sentía ahora de las reclusas, de las excluidas, las marginadas. Escuché historias terribles, supe de dramas estremecedores, pero nunca una queja, como esas habituales de todos cuando estamos en libertad. Ni siquiera por la comida. Se hace una fila, se mete el portacomidas por un hueco y se lo devuelven siempre con arroz, papa y carne o pollo. No hay lamentos.
El viernes 9 a las 3 de la tarde me llegó la noticia de mi libertad. Pero ahora el fax no era suficiente. “Tiene que ser en original”, argumentaron. Pasó el fin de semana sin poder hacer nada. Mis amigas, entre tanto, habían hecho el viaje más raro porque nunca llegué a Curazao; mi familia, mis amigos nunca se movieron de la cárcel, mi novio siempre estuvo en la puerta.
El lunes 5 volvieron a decirme lo mismo, que iba a quedar en libertad. “Pero cuando llegue el papel en original”, insistieron.
Pensé en esa otra Johana Milena Ospina, la autora del secuestro, la adolescente que a los 16 años aparentemente estaba en el Eln y, al parecer, cometió semejante delito. ¿Qué será de la vida de ella? ¿Nuestra sociedad no debería trabajar unida para que esa niña esté educándose y no cometiendo crímenes?
Llegó el martes 6. Desperté temprano. A esa hora, Claudia ya llevaba libros de aquí para allá, diciéndoles a las reclusas que lean esto, que compartan lo otro. Pasó la mañana. Solo a la una y 30 de la tarde pude salir. Estaba haciendo un sol precioso. En el papel se lee que hay nulidad de la orden de captura, pero no subraya que todo terminó. Y me pregunto: ¿Volveré a ser detenida cuando llegué a un aeropuerto? ¿O en un retén callejero?
Salí, y mientras caminaba me sentí tan agradecida con mis amigos, los medios de comunicación, mi familia y con la buena suerte de tener recursos para poder pagar abogados y haber podido despertar de esta pesadilla. Pero: ¿y las mujeres que se quedaron atrás, las que no tienen nada ni a nadie? Si, ¿a mí quién me devuelve mis once días? ¿Pero a ellas quién les devolverá sus vidas?
ARMANDO NEIRA
Redacción Domingo
Twitter: @armandoneira