En la desafiante arena de la justicia y la seguridad –conceptos casi simbióticos, fundamentales ambos para nuestras democracias– los Estados modernos se juegan varios partidos.
Por un lado, en la prevención del delito, con despliegue policial, tecnología de punta en las calles e inteligencia contra el crimen organizado.
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El segundo partido es aún más determinante: se trata de investigar, juzgar y sancionar, de acuerdo con la ley, a quienes delinquen. Y hay un tercer tiempo que –se ha dicho varias veces en este espacio– el país solo mira cuando estalla un escándalo y que representa, no de ahora, sino desde siempre, uno de los peores boquetes para la justicia y la seguridad del país: lo que pasa después de las condenas penales.
Ese es el mundo del Inpec y de los jueces de ejecución de penas. Un mundo opaco para el resto de colombianos en el que el trabajo honesto de la mayoría se estrella contra una superestructura en la que la corrupción y la amenaza contra quienes desafían el ilegal orden de las cosas son la norma.
Por eso seguimos viendo, incrédulos, las historias de vergonzosas fugas con la de ‘Matamba’ y Aída Merlano; o flagrantes violaciones de los derechos humanos como la masacre en plena cárcel Modelo de Bogotá hace dos años.
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Poco logra un país como el nuestro, en el que la impunidad general llega al 80 por ciento, si en los pocos casos en los que la justicia funciona los delincuentes que tienen la plata para pagar siguen mandando desde prisión. Y no es solo la corrupción de la guardia, sino los beneficios intramurales y los permisos con apariencia de legalidad que se pueden conseguir, si se tienen la plata y los contactos, en el poco vigilado tinglado de la ejecución de penas.
En julio del 92, el escándalo de la Catedral, la cárcel mansión de la que se fugó Pablo Escobar, le dio la estocada final a la corrupta Dirección General de Prisiones, de cuyas cenizas nació el Inpec. Si analizamos cómo estamos después de 30 años, será difícil no concluir que el solo cambio de marca, sin un revolcón de fondo al régimen de formación, remuneración y sanción y control de la guardia (sin sindicatos armados, por cierto), no va cambiar la historia. Y menos va a ser suficiente si el debate no se amplía a cómo funcionan esas otras instancias que, como el Inpec, juegan un papel determinante en la prevalencia del más rico y el más violento en el sistema penitenciario de Colombia.
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JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET