Cuatro horas después del atentado, ocurrido a las 9:30 a. m., el país conocía el nombre del autor material, la identificación del carro bomba, el nombre de su propietario, el lugar y fecha de su última revisión técnico-mecánica, el explosivo utilizado y la existencia de una llamada telefónica interceptada.
Veinticuatro horas después, las autoridades teníamos todos los elementos para señalar al Eln como responsable del atentado.
La rapidez con que se actuó en las primeras horas, dio lugar a que muchos analistas y tuiteros hablaran de un ‘falso positivo judicial’ y no faltaron quienes se ocuparan de utilizar ríos de tinta para identificar supuestas ‘inconsistencias’ investigativas.
Sin embargo, los primeros resultados de las pesquisas fueron corroborados con el paso del tiempo y confirmados por el propio Eln, días después.
Acostumbrados a que las investigaciones exhaustivas poco avanzan, ¿cómo pudo ser posible este resultado inicial? Simplemente por la magia de la coordinación y el incremento de las capacidades técnicas de la Policía Judicial.
Con los directores de la Policía Nacional, generales Nieto y Atehortúa, a partir del 2016 organizamos más de doce mesas de trabajo en las que oficiales, fiscales e investigadores aprendimos a construir protocolos investigativos y a fijarnos metas conjuntas en la lucha contra el delito, lo que creó un maridaje que rompió con los ancestrales celos institucionales y un gran espíritu de cooperación.
El día del ataque terrorista, en medio del dantesco escenario, se dio una intervención inmediata sobre el lugar de los hechos, para lo cual la Sijín, la Dijín y el CTI se dividieron por zonas la actividad forense, bajo la coordinación de expertos fiscales, lo que no dejó de lado ninguna pieza del rompecabezas investigativo.
Por ello, en menos de una hora se obtuvo el número del chasis del vehículo, dato que condujo al Runt del automotor, del cual surgió la identificación plena del campero Nissan Patrol que utilizó la insurgencia, el cual pudo cotejarse inmediatamente con los videos recaudados; se estableció que la última revisión técnico-mecánica se había efectuado en Arauca en julio del 2018, que su placa era LAF 565 y que el propietario era el señor José Aldemar Rojas.
La fotografía de Rojas fue exhibida a los agentes de la guardia que habían tomado contacto con el campero, y todos declararon ante los fiscales que se trataba de la misma persona que había ingresado a la Escuela conduciendo el vehículo un par de horas antes. Los analistas dijeron que eso no era lógico, descartando de plano que se tratara de un suicida.
Al reconocimiento preliminar solo le restaba obtener prueba científica para confirmar la autoría material del acto terrorista, la que se logró gracias al cotejo decadactilar que se hizo a un pulpejo que se obtuvo cerca al campo de paradas del centro de formación policial.
Paralelamente, los analistas de interceptaciones de la Fiscalía lograron en tiempo real una comunicación efectuada minutos antes del hecho. Uno de ellos, conocido con el alias de James, estaba vinculado a una investigación por microtráfico en los alrededores de la Universidad de los Andes, en el marco del programa que promoví para limpiar los entornos educativos del acecho de la droga. En la llamada el interlocutor le decía: “Pusimos la bomba en el General Santander y tocó venirnos a encaletarnos”.
Esa sola evidencia fue cuestionada por los ‘Sherlock Holmes’ que abundan, hasta que en la indagación se obtuvo prueba testimonial que confirmaba su real participación, por tratarse de una persona que pagaba los arriendos de la bodega en la que se camufló el vehículo Nissan por varios meses.
Todos estos elementos fueron compartidos con los miembros del Consejo de Seguridad Nacional, que fue convocado en las mismas instalaciones de la Escuela General Santander, por el Presidente de la República. Se iba tan rápido en la investigación que los miembros del Consejo le reclamaban a la Policía y a la Fiscalía una hipótesis clara sobre el móvil y la autoría intelectual del atentado.
Acordamos entonces que se daría la información pública que se poseía en ese momento y se trabajaría intensamente en el resto de la tarde para establecer la identidad del grupo terrorista.
Y así se hizo. El presidente Iván Duque ofreció una rueda de prensa, y allí presentamos los primeros resultados de las investigaciones.
Durante la tarde del 17 de enero y toda la noche funcionó el Consejo de Inteligencia, presidido por el ministro de Defensa Guillermo Botero, con participación del grupo de antiterrorismo de la Fiscalía. Allí se concluyó que la responsabilidad del carro bomba era atribuible al Eln y de ello se informó en la mañana siguiente a todo el país, en una rueda de prensa celebrada en el Palacio de Nariño.
Para el efecto se estableció con toda la información disponible que José Aldemar Rojas era conocido en esa organización guerrillera con los alias de Mocho o Kico y había sido por años explosivista del Eln.
Como indicio complementario se tuvo en cuenta que el campero se movilizaba las semanas anteriores en Arauca y que la adquisición del Nissan se había efectuado en una compraventa de Cúcuta por parte de alias Macancán, vinculado a la guerrilla camilista, según los informes de inteligencia. Una verdadera ironía: con la compra del vetusto Nissan el 17 de febrero del 2017 se dieron los primeros pasos para impactar la escuela de oficiales de la Policía, justo diez días después de que se instaló la mesa de diálogos con el Eln en Ecuador.
Un operativo de esa magnitud no podía haber sido perpetrado sin la colaboración de por lo menos veinte personas. Por ello, los días posteriores los dedicamos a recoger pruebas técnicas que permitieran identificar plenamente a los demás autores del infame atentado.
Gracias a las cámaras de vigilancia de la ciudad los analistas pudieron hacer un pasmoso trabajo técnico, partiendo del momento en que la camioneta entró a la escuela, haciendo el mismo recorrido que había efectuado la Nissan Patrol en la mañana del 17 de enero, lo que llevó a identificar con exactitud que el vehículo salió de una bodega ubicada en Usme, alquilada el 25 de septiembre de 2018 por un canon mensual de 500.000 pesos.
Establecer el recorrido de la camioneta de Arauca hasta Bogotá era otro desafío. Se puso a prueba un procedimiento que parece de película, mediante el cual analistas muy calificados hacen seguimiento a las celdas de los celulares, para georreferenciar la ruta del portador de un equipo telefónico, partiendo del número que se presumía correspondía al conductor del vehículo.
El resultado fue contundente: alias Chaco salió de Saravena el 23 de noviembre de 2018 con destino a Bogotá y llegó el día siguiente a la capital, donde entregó el vehículo, casi dos meses antes del acto terrorista.

El carro utilizado para el ataque fue una camioneta Nissan Patrol modelo 1993, de placas LAF 565, conducido por José Aldemar Rojas Rodríguez, alias El Mocho.
Fiscalía General de la Nación
El trabajo fue impresionante: mediante la técnica de seguimiento de los celulares (CDR) se pudieron conocer las horas precisas en que la Nissan pasaba por los distintos peajes, donde las cámaras grabaron al conductor, que correspondía justamente al ‘Chaco’.
Este personaje salió de la Terminal de Transportes a las 5:00 p. m. del mismo día en que llegó a la ciudad, donde tomó una flota de la empresa Sugamuxi en la ruta Bogotá-Yopal-Paz de Ariporo. Los sabuesos investigadores tuvieron acceso, inclusive, al pasaje que compró. El ‘Chaco’ fue capturado a comienzos de febrero del 2018.
Como suele ser corriente en estos casos, se filtraron los videos de las cámaras de la ciudad y allí los periodistas encontraron que durante todo el trayecto la camioneta estuvo acompañada por dos motos. Un noticiero dijo haber identificado una de las motos y emitió la primicia; el conductor se presentó ante las autoridades y probó que nada tenía que ver.
Eso permitió que, mientras los criminales pensaban que la investigación iba por mal camino, la Policía y la Fiscalía contaran con más tiempo para identificar las motos y rehacer su recorrido el día de la macabra explosión.
El resultado del trabajo fue certero: a días de la ocurrencia del atentado se llegó a los dos puntos donde fueron abandonadas las motos por los guerrilleros: una en Kennedy y la otra en Subachoque, las que quedaron desde entonces en poder de las autoridades, con más elementos probatorios, y se estableció que las mismas habían sido robadas en el mes de octubre.
Tengo la convicción de que por virtud de los cientos de evidencias recaudadas en las primeras semanas de la investigación y que no son públicas, el país conocerá sin tardanza la totalidad de la célula guerrillera que planeó y ejecutó este acto criminal y que, al final, la responsabilidad no terminará recayendo en dos generales de la Policía o, por autoría mediata, únicamente en el Coce y la dirección nacional del Eln.
Una de las preguntas que no era posible contestar en caliente hace un año es si se inmoló el terrorista que murió en la Escuela de Cadetes. Los técnicos se debatían entre esa opción y la de que la bomba hubiera sido activada desde fuera por un tercero.
En agosto del año pasado, el comandante eleno del Frente de Guerra Occidental, alias Uriel, nos sacó de dudas, al manifestar ante la prensa que “desde hace varios años el compañero venía planificando tareas de envergadura, mirando posibles objetivos y pidiendo autorización para hacer tareas de esta magnitud”.
Esta confesión vino a confirmar una historia realmente escalofriante, que conocimos semanas después de la explosión de la bomba de la General Santander. Desde el año 2003, con autorización del Comando Central del Eln, alias Kico –quien había perdido su mano derecha manipulando material explosivo en acciones del Eln– viajó a Bogotá con el propósito de inmolarse.
Inicialmente superó su condición de indocumentado, hizo inteligencia, definió objetivos y hasta aprendió a conducir. Pasados dos años regresó al seno de la guerrilla luego de que se frustró la primera operación terrorista que concibió para suicidarse.
En agosto de 2006 hizo una evaluación con sus superiores de lo acontecido, se dispuso lo pertinente para que fuera certera su actividad terrorista y en septiembre del mismo año regresó a Bogotá para operar su vil propósito. Alias el Mocho o Kico previó tres posibles objetivos: el palacio presidencial, la base aérea de Catam y la caravana de carros presidencial.
Para el efecto contaría con 50 kilos de pentolita. Para operar requería del permiso del Coce, el cual se reservó el derecho de valorar el momento político.
En julio de 2007, el equipo permanente del Coce puso en hibernación el plan, al manifestarle al superior de Rojas que, antes de proceder a su inmolación, el Comando Central debía sopesar cuidadosamente la acción. A su juicio, actos como los del Nogal o las bombas de Buenaventura y Cali que habían generado tantos daños entre la población civil eran objeto de grandes cuestionamientos por la opinión nacional e internacional, con altos costos de percepción del movimiento guerrillero frente a las bases sociales.
En algún momento debió reactivarse el plan, teniendo en mira un nuevo objetivo: la escuela de Policía.
Ello ocurrió dejando de lado los temores por el costo político de un acto de esta naturaleza, seguramente en el afán de producir un hecho de fuerza para reactivar la mesa de negociación del Ecuador, como se había pretendido en febrero de 2018 con la bomba a la estación de Policía de Barranquilla, lo que produjo un efecto contrario, en medio del rechazo colectivo.
Desde hace varios años el compañero venía planificando tareas de envergadura, mirando posibles objetivos y pidiendo autorización para hacer tareas de esta magnitud”
Lo cierto es que el operativo empezó a prepararse dos años antes de lograr impactar el carro bomba, dado que el vehículo se adquirió en febrero de 2017, en momentos en que ya cursaban las negociaciones con el Gobierno y se ejecutó en medio de su suspensión.
Todo lo anterior pone de presente que los fundamentalismos revolucionarios dieron vía libre para que, desde comienzos del siglo XXI, Colombia empezara a transitar por la senda de una nueva forma de terrorismo, que no se conoció ni en la época de pavor del narcotráfico.
La presencia de ‘ayatolas’ en el escenario de la violencia, dispuestos a ofrendar su vida por su causa y sus convicciones, es un hecho nuevo y cierto.
Esta realidad obliga a las autoridades, a los organismos de inteligencia y de seguridad del Estado, a los dirigentes públicos y privados y a la sociedad toda a entender que con el carro bomba de la Escuela de Policía General Santander se inició entre nosotros una nueva forma de terrorismo, lo que plantea nuevos retos para la seguridad nacional.
Colombia tiene que prepararse para prevenir el terrorismo suicida. La sociedad tiene que entender esta nueva realidad, permanecer en alerta y compartir la información, de manera solidaria; hay que ayudar a crear consciencia y una cultura social.
La inteligencia debe concentrarse en lo que le corresponde, las autoridades tienen que estar a la vanguardia tecnológica y no se puede desfallecer en la coordinación interinstitucional, que puede reportar los mejores frutos.
Los elenos han dado muestras de que están dispuestos a estar a la altura de la milicia de Hizbulá, de los yihadistas, de Al Qaeda y de los tamiles. Un nuevo reto para nuestra sociedad.
NÉSTOR HUMBERTO MARTÍNEZ
Exfiscal General de la Nación.
Especial para EL TIEMPOEste artículo hace parte del especial 'Tributo a 22 héroes: Un año del ataque del terrorismo al corazón de la Policía' , que informa sobre el estado actual de la investigación y cómo están las familias de las víctimas mortales del ataque en el aniversario de los hechos.