Hasta hace apenas pocos años, las penas contra delincuentes de cuello blanco eran una rareza. Hoy, en cambio, hay centenares de procesos contra funcionarios y particulares que saquean el erario. Sin embargo, los boquetes jurídicos por los cuales quienes se roban la plata de todos los colombianos logran rebajas de penas, pagar pena en sus mansiones, cuando no engavetar los procesos por años, siguen alimentando en el país la convicción de que la justicia es ‘para los de ruana’.
La condena emblemática en este tipo de casos la recibió el exalcalde de Bogotá Samuel Moreno: paga 24 años y ocho meses de cárcel por haberse enriquecido con el ‘carrusel’ de la contratación. Pero los casi cinco años que ha estado detenido ha gozado de una reclusión privilegiada en una estación de Policía en los cerros de Bogotá, y de contera hasta ahora no ha sido posible que la justicia toque su fortuna ilegal, incrementada además por los sobornos de Odebrecht en el 2009.
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La Fiscalía le pidió al Inpec que envíe a Moreno a una cárcel, dentro de la política del fiscal Néstor Humberto Martínez de lograr que la corrupción deje de ser un buen negocio, tanto por la baja posibilidad de que quien la comete termine procesado como por las blandas condiciones de reclusión que tienen los que alcanzan a ser condenados o procesados. Según datos del observatorio de la Secretaría de Transparencia, en nueve años (entre el 2007 y 2016) 19.644 personas fueron investigadas por casos de corrupción.
“El 25 por ciento tienen casa por cárcel y solo el 25 por ciento van tras las rejas. Algunos de los corruptos más infames están recluidos en ‘centros especiales’ y el 25 por ciento de los procesados son reincidentes. Eso muestra que no se está cumpliendo con la función de resocialización. El sistema está mal montado y debemos corregirlo”, asegura Camilo Enciso, secretario de Transparencia.
Analistas consultados coinciden en que el monto de las penas –que en algunos casos puede superar los 30 años– sobre el papel puede sonar suficiente. Pero son tantos los atajos legales para lograr rebajas y gabelas que incluso las condenas más duras terminan reducidas a no más de diez años, lo que no excluye, además, que parte de esa pena la paguen en cómodos lugares de residencia.
A estos dos hechos se suma que las rebajas se obtienen sin que medie la obligación de devolver lo que se robaron y de pagar las multas que se imponen en los procesos. Así las cargas, no están muy equivocados quienes sostienen que delinquir paga.
“Puede que haya penas severas. Pero lo que se ve es que aquellos que cometen actos de corrupción sienten, por otras experiencias, que no van a ser castigados”, dice Juan Fernando Córdoba, decano de derecho de La Sabana.
Desde los 90, en el país se han adelantado reformas para endurecer condenas. Pero esa fórmula tiene esguinces.
La mejor explicación la da el Secretario de Transparencia, quien habla de un ‘populismo punitivo’ que termina siendo inocuo: “Nos han hecho ‘conejo’ con este tema. Cuando el Congreso ha aumentado penas, lo ha hecho, aumentando la máxima, sin tocar la mínima. Solo se incrementan en el papel las penas máximas, que casi nunca se imponen”.
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Agrega que se deben acabar las rebajas a quienes no restituyan el daño ocasionado y no colaboren con la justicia. “Es común ver hampones allanándose a cargos y accediendo al 50 por ciento de rebaja sin devolver un peso”, dice. Antonio Aljure, exdecano de derecho de la Universidad del Rosario, indica que si bien se debe mantener la posibilidad de premiar a los que colaboren, “no puede haber tratamiento favorable al que delinque mientras no restituya el dinero. Hay muchas condenas contra personas y estas obtienen los beneficios que da la ley pero no restituye el monto robado al Estado o a la víctima. Si no pasa, el sistema judicial seguirá siendo rey de burlas”.
Si por ocho o diez años preso en condiciones de resort se puede salir multimillonario, dice Elisabeth Ungar, exdirectora de Transparencia por Colombia, “la relación costo-beneficio seguirá siendo favorable para el pillo”.
Cambiar esa ecuación depende de las autoridades y de la sociedad, que a veces no parece tener problemas para acoger en sus fiestas y páginas sociales a los protagonistas de los saqueos.
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