Alimentada por una historia de siglos de abandono, discriminación y violencia, en Colombia se ha fortalecido una peligrosa forma de corrección política que ha llevado al Estado y a amplios sectores de nuestra sociedad a mirar hacia otro lado cuando se trata de inequidades, abusos y hasta delitos cometidos por miembros de algunas comunidades indígenas.
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El asesinato –¿cuál justicia por mano propia, si la víctima no era ningún delincuente?– de Hildebrando Rivera, cometido por una turba de emberás en una calle de Bogotá tras el accidente de tránsito que les costó la vida a una indígena embarazada y a su otro bebé de meses, no es una manifestación aislada de violencia y de desafío a las leyes más básicas.
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La pérdida de esas cuatro vidas, que conmovió al país, debe servir para que se empiece a hablar de un tema espinoso: de las delincuencias de todas las pelambres que saben sacar provecho del derecho a la autonomía de los pueblos indígenas. Un derecho consagrado por la Constitución y la ley y sin duda un avance fundamental frente a la larga historia de despojo e inequidad de la que han sido víctimas en todos nuestros países. Pero que no es absoluto y no puede pasar por encima de los derechos humanos de los demás.
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Esto último, desafortunadamente, pasa con mucha frecuencia. Y las víctimas son muchas veces mujeres y niños que quedan en desprotección cuando se utiliza indebidamente la bandera de la autonomía.
De nuevo, no se trata de negar las graves condiciones de pobreza, marginación y violencia que golpean a nuestros indígenas. Como Estado y como sociedad estamos lejos de saldar la deuda histórica en esa materia, y aún no somos capaces de evitar que los sigan matando en sus territorios.
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Pero la defensa real de sus derechos pasa también por hacer valer los límites de su autonomía, que están en la ley y cuyo desconocimiento paradójicamente convierte a esas comunidades en pasto de los violentos. El narcotráfico y la pertenencia a grupos armados organizados no son delitos que correspondan a la justicia indígena. Menos, un linchamiento como el que ocurrió en Bogotá. Tampoco, las violaciones y otros abusos sexuales de los que son víctimas mujeres de muchos pueblos, de la Sierra Nevada al Cauca. Y, sin embargo, esa es la línea que ha imperado en muchos casos –en la violencia sexual, por ejemplo– auspiciada por polémicas sentencias de la Corte Constitucional.
Ojalá desde adentro de las mismas comunidades se oyeran más voces pidiendo más transparencia en el manejo de los recursos entregados por el Estado o denunciando cómo funcionan las redes que explotan mujeres y menores emberás en el millonario negocio de la mendicidad en Bogotá.
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La justicia no puede dejar de actuar frente al crimen de Hildebrando Rivera y estos casos. La corrección política no nos puede hacer olvidar que, al final de las cosas, estamos hablando de seres humanos: de esos mismos pueblos que nos han dado a líderes históricos como Lorenzo Muelas y el asesinado Alonso Domicó han salido también impresentables como Francisco Rojas Birry y Pedro Pestana, que buscaron a la justicia autónoma para tratar de evadir condenas por delitos –corrupción y alianzas con ‘paras’, respectivamente– que nada tenían que ver con su condición de indígenas.
JHON TORRES
Editor de EL TIEMPO
En Twitter: @JhonTorresET