Los personajes más corruptos y aquellos que piensan que pasarse un semáforo en rojo o colarse en TransMilenio son travesuras tienen algo en común: un mecanismo cerebral que les permite actuar así. Pero esa dotación neuronal no es exclusiva de delincuentes: puede activarse en cualquiera frente una tentación.
Según el University College, de Londres, los corruptos son el resultado de un proceso que arranca con actos menores que al repetirse se deslizan hacia situaciones más graves.
El asunto es que, de acuerdo con la revista ‘Nature’, el cerebro tiene un dispositivo para evitar comportamientos indebidos que se manifiesta con incomodidad cuando se delinque. Pero el mecanismo puede dejar de funcionar, al punto de que las personas llegan a considerar normal su actuar antisocial.
Esa amígdala, que procesa las emociones, se va tornando indiferente ante las malas acciones. Aunque esta condición anatómica convierte a todos los humanos en potenciales corruptos, según el psiquiatra Rodrigo Córdoba un comportamiento es el resultado de factores biológicos, psicológicos, culturales y sociales en simultáneo.
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Un estudio del 2014 de la revista ‘Frontiers in Behavioral Neuroscience’ afirma que el hombre es corrupto por naturaleza: piensa primero en el bien propio, luego considera reglas morales y sociales (castigos y percepciones), y sobre ese equilibrio se proyecta.
Pero el hecho de que sea inherente a los humanos no hace de la corrupción una función sino una condición, dice Córdoba. En otras palabras, “no hay seres humanos corruptos, sino una sociedad corrupta en la cual (los dispuestos a la corrupción) actúan”, dice el psiquiatra.
Aquí cabe la pregunta: ¿por qué con estructuras cerebrales similares y en las mismas condiciones, no toda la gente es corrupta? La respuesta está en los factores que determinan el desarrollo del cerebro.
El neurólogo de la Universidad Nacional Roberto Amador dice que el cerebro nace con patrones fijos sobre los cuales se crean las estrategias que se usan a diario y se adaptan con aprendizaje y cultura.
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“La diferencia en las respuestas en aspectos morales depende de la sensibilidad de los circuitos neuronales que denominamos personalidad: la suma del temperamento, que es algo heredado, y del carácter, que es moldeado por la cultura”, explica el experto. Hay pruebas de que el buen trato, la eliminación del estrés y el apego parental en la infancia favorecen el desarrollo de circuitos emocionales heredados que determinan lo motivacional, perceptual y emocional sobre lo que se construye el sistema emocional anticipatorio, la base de la ética y la moral.
Esos desarrollos se logran con el aprendizaje, mediante la imitación de los padres o gente significativa, con las neuronas en espejo, con lo que se comprueba que conductas y comportamientos están mediados por las enseñanzas impartidas de niños.
La vida familiar disfuncional impide el desarrollo de habilidades para tomar decisiones, enfrentar problemas y socializar. Estos niños, dice Amador, usualmente son rechazados por sus compañeros ‘sanos’ y terminan agrupándose con niños con líos similares, lo que da origen a grupos con rasgos antisociales.
Sin control, sin educación con refuerzos positivos, con patrones culturales que conciben el delito como una costumbre, esos individuos con fragilidad en su desarrollo cerebral pueden deslizarse hacia una sociopatía que en muchos casos es velada.
Descrita como insensibilidad y falta de empatía, la sociopatía también se caracteriza como una reacción alterada de “transgresiones morales” con desinhibición, audacia y mezquindad, que definen a quien es protagonista de hechos delictivos mezclados con una vida pública sobresaliente: delincuentes de cuello blanco.
Ser persuasivos, arrogantes, rebeldes, abusadores y desafiantes caracteriza a estos individuos, que al ser amparados o imitados refuerzan su actuar. A tal punto que son considerados normales y ejemplos en sociedades donde estos patrones son casi normales.
Amador advierte que los sistemas de neuronas en espejo y recursos de cohesión de personas y pueblos pueden verse afectados por presiones culturales de sociedades con modelos como estos. Se tergiversan patrones biológicos que soportan la moral, y el ser sociópata o corrupto se convierte para algunos en normal e “incluso, en un requisito de adaptación necesario centro de la sociedad”.
Las influencias del ambiente pueden alterar la expresión de genes y desencadenar conductas corruptas. Niños con fragilidad cerebral por carencias afectivas y ambientales son fácilmente influenciados.
“Son procesos que completan sus ciclos perversos al afianzarse en el seno de las familias y de una sociedad donde la gente termina no conociendo una realidad distinta que la de la corrupción, frente a la cual se insensibiliza y la repite”, explica Córdoba.
Este círculo se cierra peligrosamente con modelos educativos desligados del componente familiar afectivo y que reproducen patrones maltratadores de los hogares. Aquí puede decirse sin temor, insiste Roberto Amador, que culturas corruptas como la nuestra tienen su origen en casas y colegios, que, simplemente, disparan factores predisponentes de los individuos que se reafirman al crecer en un entorno que normaliza la delincuencia. “Es urgente romper este círculo con relaciones emocionales positivas desde el nacimiento y contenidos académicos orientados a favorecer el contexto ‘prosocial’ y no individual”, concluye.
EL TIEMPO