Con la concentración de los guerrilleros de las Farc en las zonas acordadas y la inminente entrega de sus armas, llegó a su fin la guerra irregular que durante más de cincuenta años sostuvo esta organización con el Estado colombiano y con una alianza cambiante de fuerzas políticas y económicas.
Después de haber sido vistos como la amenaza más seria para la legalidad y el orden de la nación, los hombres y mujeres de las Farc están hoy concentrados en la difícil tarea de adaptarse a una sociedad hostil, o en el mejor de los casos, indiferente. Las señales enviadas hasta ahora muestran una seria afirmación de la vida después de la guerra, especialmente entre los cientos de jóvenes embarazadas y miles de guerrilleros que buscan un lugar en la sociedad y hablan de un compromiso firme con la paz.
El fin de la guerra irregular más antigua del mundo coincide con las buenas noticias en materia de violencia. Con un total de 12.000 homicidios y una tasa de 24 por cada 100.000 habitantes en el 2016, el Gobierno anunció con orgullo que este había sido el registro más favorable en los últimos 32 años.
Pero la tasa de homicidios de Colombia sigue siendo cuatro veces peor que el promedio mundial, u ocho veces peor que la de Chile. 12.000 homicidios anuales es una cifra escandalosa para un país con instituciones democráticas, sin guerra civil y en pleno proceso de disminución de la pobreza y la desigualdad. No hay entonces motivos para el orgullo.
Hay, sí, algunos motivos para la esperanza, y otros para entender que la mayor parte de la violencia colombiana de hoy no es resultado de la guerra con las Farc. Otras dinámicas conflictivas, arraigadas profundamente en el tejido social y relacionadas con la economía legal e ilegal y la regulación política de vastos territorios, explican la mayor parte de esa violencia que todavía reclama, cada año, las vidas de 12.000 colombianos.
(Además: Gobierno calcula en 14.000 las armas que entregarían las Farc)
El fin del conflicto armado con las Farc es un experimento, a gran escala, para evaluar el peso real de esa organización en la violencia colombiana. Con las Farc sin armas y sin cumplir el papel de Estado primitivo en varias regiones del país, sino apostando a convertirse en una fuerza política legal, cualquiera podría suponer que tanto la violencia como las múltiples actividades ilegales a las que esa guerrilla estuvo vinculada deberían disminuir rápidamente. Y están disminuyendo.
Pero muchos analistas olvidan que la actividad bélica de las Farc se había reducido desde antes de firmarse el Acuerdo Final y en los dos últimos años había sido casi nula. También olvidan que la continuidad de los negocios ilegales que pagaban ‘impuestos’ a las Farc no dependía de esa organización: estos negocios tienen lógicas propias y cambiantes que ni el Estado ni la mayor parte de los analistas colombianos se han molestado en considerar. La mayor parte de la violencia sistemática que hoy golpea a Colombia es resultado de procesos y negocios que no tienen nada que ver con las Farc.
El primero es la transformación de Colombia de país exportador de drogas ilegales en país consumidor. Desarticuladas las grandes organizaciones de narcotraficantes, con sus jefes eliminados o viviendo modestas vidas burguesas en Miami y otras ciudades de Estados Unidos, la guerra a muerte contra los carteles de la droga es una historia del pasado.
La mayor parte de la violencia sistemática que hoy golpea a Colombia es resultado de procesos y negocios que no tienen nada que ver con las Farc
En lugar de las grandes organizaciones de narcotraficantes, con jefes reconocidos nacionalmente y boletas de búsqueda de la DEA y la Interpol, ahora hay miles de pequeñas organizaciones de bajo perfil que combinan negocios legales e ilegales. Estas organizaciones dedican una parte creciente de sus esfuerzos a distribuir y vender drogas en las ciudades de Colombia. Lo hacen a través de bandas criminales y delincuentes jóvenes que distribuyen, mercadean y les venden a jóvenes de los barrios más vulnerables. La lucha por el control de territorios, líneas de aprovisionamiento y lugares de venta produce altos niveles de violencia, que involucra a sicarios profesionales, jóvenes pandilleros, consumidores y vendedores.
La regulación de ese negocio ilegal no puede ser sino violenta y criminal. En Cali, por ejemplo, el aumento del número de homicidios contra hombres y mujeres que pasan de los treinta años y que mezclan negocios legales e ilegales es una señal de que la regulación violenta de los conflictos está a la orden del día.

En diversos puntos de la geografía nacional están apareciendo denuncias de acciones armadas de nuevos grupos paramilitares.
Efraín Patino / AFP
El avance del narcotráfico sobre los barrios más pobres ha aumentado la disponibilidad de armas de fuego y la violencia entre jóvenes de pandillas rivales que viven en territorios estrechos. La mayor disponibilidad de armas de fuego en Cali permite explicar, en parte, por qué su número de homicidios es mayor que el de Bogotá, que tiene tres veces su población. En esta última, el mayor uso de armas blancas en los homicidios es un reflejo de la menor disponibilidad de armas de fuego, que se da por la menor incidencia de grandes organizaciones narcotraficantes.
El tráfico de drogas de alta gama para sectores ricos de la población no está exento de la violencia. Las organizaciones criminales que regulan el negocio no han dejado de usar la violencia en los barrios más exclusivos de ciudades como Cali.
Los jóvenes de los sectores más pobres y desprotegidos de ciudades como Cali y Medellín se organizan en agrupaciones que buscan controlar pequeñas porciones de espacio urbano, cometen pequeñas fechorías, se vinculan con las bandas distribuidoras de droga y terminan, en algunos casos, trabajando como sicarios de estas últimas. La regulación territorial del tráfico de drogas, el traspaso de fronteras invisibles, las diferencias alrededor del honor, los malentendidos entre miembros de pandillas distintas y los contratos pagados por ciudadanos que cobran justicia por su cuenta alimentan los homicidios contra jóvenes que están sometidos al doble asedio del consumo de drogas y la lucha violenta por la supervivencia en condiciones de extrema vulnerabilidad.
Se trata de una violencia sistémica que tiende a reproducirse y está asociada por vínculos de negocios con bandas criminales organizadas y con empresarios de drogas ilegales. Esta forma de violencia produce graves efectos sociales: los jóvenes más pobres perecen consumiendo y vendiendo las drogas distribuidas por empresarios que combinan negocios legales e ilegales.
La salida de las Farc de los territorios donde antes impusieron el orden ha precipitado el ingreso violento de las organizaciones criminales herederas del paramilitarismo. La mayor de ellas, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, llevó a cabo acciones en 279 municipios de 27 departamentos en 2016. La información escasa que llega desde las regiones indica que esa organización, y otras del mismo tipo, han comenzado a amenazar a los pobladores, a imponer su noción de la ley y el orden, a exigir contribuciones, a asesinar líderes de los procesos de restitución de tierras y líderes sociales en general y a apoderarse de negocios legales e ilegales.
El Gobierno, además de aumentar el pie de fuerza en algunos lugares –y de decir que no hay nada sistemático en las acciones de unos bandidos comunes–, no ha hecho nada para imponer la fuerza del Estado en esos territorios y neutralizar el poder creciente de esos grupos paramilitares.
Solo el Ministro de Defensa encuentra razonable que el asesinato de 116 líderes sociales en el 2016 –con las mismas características y luchando por fines similares en los mismos territorios– sea el resultado de eventos aleatorios, separados entre sí y sin ninguna finalidad aparente. Quizás no pensaría lo mismo si 116 políticos o empresarios o jugadores de golf o vendedores de biblias hubieran sido asesinados el mismo año.
En el mismo sentido, la disputa por el control de negocios de gran rentabilidad –como los de minerales estratégicos, piedras y metales preciosos, lavado de dinero, tierras productivas, préstamos gota a gota y otras actividades, legales e ilegales– produce violencia en forma sistemática. En ninguno de esos frentes el Gobierno tiene una política distinta de decir que nada pasa.
El cambio en el foco de interés de los medios, que ahora está sobre la corrupción, revela los viejos lazos de la clase política y empresarial colombiana con el robo y expropiación de tierras bajo el amparo de la guerra irregular y el desplazamiento vivido en Colombia en los últimos veinte años. Los agentes corruptos de Odebrecht son los mismos personajes que sirvieron como testaferros de ‘parapolíticos’ para quedarse con las tierras despojadas a sangre y fuego a campesinos de Córdoba, Antioquia, Bolívar y otros departamentos del país. La violencia del pasado reciente vuelve a mostrar su rostro sangriento en estos episodios de corrupción.
El entramado de negocios legales e ilegales –regulados por el crimen organizado– que subsiste en la sociedad colombiana está en la base de las violencias que permanecerán, reproduciéndose sin fin previsible, después de la renuncia de las Farc a la guerra. Ahora les corresponde actuar al Gobierno y a la sociedad.
BORIS SALAZAR*
Razón Pública
* Profesor del Departamento de Economía de la Universidad del Valle.
Razón Pública es un centro de pensamiento sin ánimo de lucro que pretende que los mejores analistas tengan más incidencia en la toma de decisiones en Colombia.