La formación militar resultó perfecta e impecable. Un largo silencio sobrevino luego de los protocolos que rigen lo que en términos militares se conoce como ‘orden cerrado’. Con los primeros rayos del sol se disipó una espesa neblina que cubría el campamento.
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Una pequeña comisión armada del M-19 había regresado de un campamento cercano, sobre el filo de una montaña en el corregimiento de Tacueyó, en el municipio de Toribío, Cauca, lugar donde estaba instalada una fuerza guerrillera del grupo Ricardo Franco, y en el cual, por información inicial de campesinos, y luego de algunos combatientes que desertaban, conocimos de una enorme tragedia que allí estaba teniendo lugar.
Carlos Pizarro había decidido asumir personalmente la tarea de verificar e intervenir. El M-19 había forjado una alianza táctica para operar en la zona norte del Cauca junto con una guerrilla naciente que provenía de miembros de las Farc que habían desertado con un millonario botín, en medio de duras críticas y enjuiciamientos internos.
La cabeza visible de este nuevo grupo, fundado en 1983, era José Fedor Rey, quien había militado primero en las Juventudes Comunistas (Juco) desde 1967. Luego dio el salto a las Farc, a las que ingresó en 1973, convirtiéndose en un hombre cercano y de confianza del Secretariado de ese grupo y especialmente de Jacobo Arenas. Su nombre de guerra, como ya es tristemente conocido, fue el de Javier Delgado.
Lo que se constató de primera mano, y luego por los medios de comunicación, era trágicamente surrealista. Grupos pequeños (de uno en vez) de combatientes de esa guerrilla eran reducidos y sometidos bajo cadenas y mordazas a tratos inhumanos que terminaban en la muerte, bajo la acusación de ser infiltrados del “enemigo”.
Todo el contexto era perturbador: jóvenes, casi niños recién reclutados, eran llevados al límite de la tortura para confesar ser agentes de inteligencia, en muchos casos asumiéndolos como “agentes de inteligencia” del ejército colombiano o “espías” de la CIA, y bajo el suplicio se obtenía una supuesta “confesión” que terminaba por involucrar a un grupo nuevo, y así sucesivamente, hasta llegar a las casi dos centenas de combatientes sacrificados en medio del temor colectivo, la locura, la impotencia y el delirio.
Muy pocos sobrevivieron a la matanza. De ellos, prácticamente ninguno quiere hablar sobre lo ocurrido, no al menos de manera pública.
De forma excepcional, alguien a quien llamaremos Gabriel, nos contó: “Yo era menor de edad cuando me reclutaron los del Ricardo Franco y, como yo, había en las filas muchos jóvenes, casi niños, de no más de 14 años. Lo de los muertos comenzó en un sitio llamado El Silencio, Corinto, y recuerdo que fue apenas unos días después de que los del M-19 se tomaron el Palacio de Justicia. Javier Delgado dijo que habían infiltrados del B2 (inteligencia de Ejército a nivel de Brigada) y así empezó a torturar y a asesinar”.
Tanto tiempo después (35 años), los recuerdos quebrantan la voz de Gabriel, que relata apartes de su suplicio: “A mí me señaló Delgado de ser un coronel del ejército... imagínese usted, yo no tenía ni cumplidos los 15 años. Me hicieron excavar un hueco para enterrarme vivo de forma vertical, me metieron allí y luego me cubrieron de tierra.
“Era muy difícil escapar en esa posición y más aún lo era respirar. Mas antes me habían golpeado con garrotes y otros objetos para que confesara. Esta tortura duraba tres o cuatro días, lo sacaban a uno y seguían más torturas. Muy pocos pudieron escapar, pero no se me olvida cómo un guerrillero aprovechó un descuido y estando todo mal herido sacó de una de las fosas colectivas a su novia casi muerta y huyeron”.
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“Los del M-19 llegaron al campamento nuestro. Eso me salvó a mí, pero ya había demasiados muertos y la verdad, llegaron muy tarde. Carlos Pizarro y su grupo fueron para capturar a Javier Delgado, pero este ya se había movido hacia otro lugar. Recuerdo que alguna vez, con otro compañero, encontramos accidentalmente en el cambuche (dormitorio) de Delgado un polvo blanco y cuando lo probamos se nos adormeció la lengua; y recuerdo también cuando un día juró que cuando fuera comandante de toda la guerrilla en Colombia (para la época, Coordinadora Nacional Guerrillera-CNG), haría una ‘limpieza’ general”, concluye.
En medio de tanta barbarie e inhumanidad que han estado presentes en nuestra historia de conflicto y violencia, la llamada masacre de Tacueyo, constituye un hecho único, por sus características.
Pese a haber transcurrido ya 35 años de la tragedia, no existe una explicación medianamente lógica y de alguna forma verificable para comprender lo ocurrido.
Las hipótesis son variadas y están en un rango tan amplio como variado. Estas incluyen “posesiones demoníacas” y una especie de paranoia colectiva, pero las más citadas conducen a un posible plan de la inteligencia militar para “autodestruir” esa fuerza guerrillera. Y de dicho plan habría hecho parte el propio Delgado.
Con frecuencia me preguntan por mi propio análisis y sobre esta última hipótesis (teóricamente la más fuerte) debo decir que es débil por una razón casi elemental. ¿Si el líder de esa guerrilla era al mismo tiempo un agente de la inteligencia militar, dada su constante cercanía física a la comandancia del M-19 en las montañas del Cauca no era acaso más estratégico conducir un esfuerzo a destruir ese grupo de líderes de, para ese entonces, una guerrilla muy fortalecida, como lo era el M-19?
Insisto en que se carece aún de una explicación lógica. Quizás se trate de que se haya dado de todo un poco: infiltraciones, paranoia, consumo de sustancias psicoactivas, entre otros factores.

José Fedor Rey, alias Javier Delgado, cabecilla guerrillero del frente Ricardo Franco.
Archivo particular
Y lo que comenzó como una purga interna en pequeña escala terminó convertida en una vorágine de violencia colectiva. Pero de entre la búsqueda de explicaciones hay una que interpela profundamente a la condición humana: ¿qué hace que de entre combatientes armados, nadie se haya rebelado frente a la atrocidad y la injusticia que estaba perpetrándose?
A la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) le asiste el desafío de intentar o proponer una lectura compleja de lo ocurrido; a la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas (UBPD) el de encontrar los cuerpos de 164 combatientes sacrificados y al Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) poder documentar el caso.
Pero el gran reto es también para todos como nación. El olvido y la indiferencia suelen ser un mal antídoto contra la violencia. Y cuando prosperan la banalidad, la justificación y cierto regocijo frente a la muerte del contrario, del oponente, del adversario, llámense estos “infiltrados” o el “enemigo”, es la sociedad, no solo los combatientes, la que ha extraviado su camino.
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Ni aun en la guerra es admisible despojar al “enemigo” de su condición humana. Lo que nos ha hecho humanos no ha sido la guerra ni la violencia, sino la posibilidad de vivir una humanidad común y creer en un destino compartido.
Para cuando tuvo lugar esa formación militar con la que inicia este relato, en el M-19 ya estaba en curso una compleja valoración sobre la “lucha armada” como vía de promover cambios o acceso al poder, lo cual se inició luego de la tragedia de la toma del Palacio de Justicia. Pero si esa tragedia nos introdujo en una reflexión política profunda, los hechos de la “masacre de Tacueyó” agregaron el elemento esencial de “humanidad” necesario para conducir una rectificación más integral sobre los postulados y valores “revolucionarios” de un ser humano y una sociedad nuevos que pretendíamos construir.
Una fuerza militar superior a la del Ricardo Franco, como éramos nosotros en aquella situación, no pudo impedir que se consumara la atrocidad. Este fue el tono de un discurso quebrantado por el dolor, pero lúcido en su postulación, que dirigió en aquella mañana Carlos Pizarro a sus propias tropas y marca una continuidad con las reflexiones que llevaron posteriormente al M-19 a pactar la paz.
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Con los primeros rayos de sol que emergían en el horizonte y ya muy cerca de concluir la parada militar matutina, Carlos Pizarro dijo a sus combatientes: “Levantémonos pronto y erguidos contra cualquier injusticia y dolor que veamos perpetrar contra otro ser humano. Hagámoslo en todo tiempo y lugar en el que la historia nos encuentre. Puede que al hacerlo corramos riesgos, pero al final nuestro espíritu se regocijará en un orgullo, sano, humano y dulce”.
* Título tomado del trabajo ‘Crónica de la Masacre de Tacueyó’, de la ACIN (Casa de Pensamiento) y la Fundación Sol y Tierra. Mayo de 2016.
DIEGO ARIAS** Excombatiente del M-19. Autor del libro ‘Memorias de Abril’. Editorial Planeta. 2010