El próximo 19 de julio, Alejandro Pertús Mestre cumple cuarenta años y todavía no ha hecho cosas que parecen simples: ¿en cuántas mañanas se ha bañado con agua caliente y jabón aromatizado? ¿Ha pasado atardeceres con un postre y un café? ¿Alguna vez ha dormido en un colchón con sábanas limpias? ¿Ha utilizado internet?
–No, nunca. Jamás –responde con normalidad–. Todavía no sé qué es eso.
En los últimos veinte años no ha hablado con su mamá, Carmen Cecilia Mestre.
–¿Por qué?
–Estaba con la guerrilla, peleando.
–¿Por qué?
–Para defender el pueblo –argumenta mientras en la distancia divisa el valle del río Cesar abrasado por un sol de plomo.
Ahora está en la zona transitoria de concentración de la vereda Tierra Grata, corregimiento San José de Oriente, municipio La Paz, departamento de Cesar. Es una cadena de leves montañas por donde la mayor parte del tiempo corre una brisa fresca. En ocasiones, sin embargo, soplan fuertes vientos que se llevan la hojarasca y amenazan con arrastrar las nuevas construcciones del campamento.
Alejandro está en este lugar desde el 7 de diciembre del 2016 junto con los demás integrantes del bloque ‘Martín Caballero’ de las Farc, guerrilla a la que entró en 1997, sin avisarle a su familia. Ni una palabra.
–Pronto dejaremos las armas y ya habrá tiempo para hacer todas esas cosas de las que usted me pregunta.
Sus últimas semanas han sido de vértigo. Se despojó de su camuflado, se puso camiseta y pantalón corrientes, se calzó unos zapatos, dejó a un lado las botas pantaneras, volvió a acostarse sin el temor de morir dormido en un bombardeo y, lo más importante, se encontró con su madre el pasado 8 de febrero. Después de 20 años de ausencia.
–Yo sentí que volaba –recuerda su mamá–. Volaba. Se montó en una moto para hacer los dos kilómetros de camino de polvo seco que unen la carretera asfaltada y el campamento. Carmen Cecilia había salido en la madrugada de ese día, cinco horas atrás, de su casa de bahareque en Maicao, La Guajira.
Viajó con el corazón en la mano mientras veía en el cielo, sobre la serranía del Perijá, el despuntar del sol con brochazos rojos, naranja y amarillos. Un paisaje desconocido para la mayoría de los colombianos que no se atrevían a pasar por aquí. ¿Por qué? Por miedo a las Farc.
La mujer llegó con las fuerzas al límite, exhausta a sus 68 años de edad. Tenía tantas cosas para preguntarle: ¿Dónde estuvo, mijo? ¿Qué fue de su vida? ¿Por qué jamás me llamó? ¿Cómo eran los días en esas montañas?
Cuando lo tuvo ante sus ojos, se recostó en su regazo y lloró. Al principio, Pertús tampoco habló. Eran dos gotas de agua. La misma piel morena, el color de los ojos, el perfil de la nariz, el dibujo de la sonrisa. Pero al mirarse otra vez vieron en sus rostros arrugas, canas y cicatrices desconocidas para el otro. Entonces él dijo que iba a narrarle cómo había sido su vida en el monte.
La última vez que estuvieron juntos fue en su casa campesina de Casacará, corregimiento de Agustín Codazzi, conocida en alguna época como ‘la ciudad blanca de Colombia’ por sus cultivos de algodón. Pero sus tiempos de bonanza no volvieron. Por los campos de Casacará y de buena parte del país pasó un ciclón de violencia, pobreza y machismo que dejó muchas cosas detenidas en el tiempo.

Alejandro Pertús cuando era un niño, junto con su madre, Carmen Cecilia, y dos de sus hermanas, en su casa de Casacará, Cesar.
Juan Manuel Vargas / EL TIEMPO
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–La única novedad en Casacará era ver a los muchachos, las columnas de guerrilleros que iban y bajaban de la serranía del Perijá. Era el frente 41 –recuerda Alejandro.
–Yo sí los veía ir y venir, cerca de la casa, pero no me imaginé que mi muchacho se fuera a ir con ellos –dice su mamá.
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Era una época, en cambio, en la que la guerrilla tenía un halo más romántico: “... Y por eso a Ricardo Palmera lo queremos tanto, él es el mismo ejemplo”, cantaba entonces Diomedes Díaz en un vallenato titulado El mundo, en homenaje a quien se haría llamar Simón Trinidad, el nuevo comandante de Alejandro.
Pero para Carmen Cecilia no eran tiempos de parranda, sino de suplicio. Iba de aquí para allá, de allí para el otro lado, subía a las sierras, se internaba en las selvas, viajaba hasta playas, bajaba a los valles profundos, siempre con la foto de su hijo preguntando si alguien lo había visto.
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Estuvo en La Guajira, Cesar, Bolívar, Atlántico, Magdalena, Sucre, Córdoba, Antioquia y Norte de Santander. Entró a campamentos, habló con comandantes, pero en ninguno le dieron una respuesta positiva.
–Presentía que no me estaban diciendo la verdad –dice ella–. Por eso insistía.
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Alejandro, por su parte, recuerda que cada paso se daba en medio de la ansiedad y con el dedo en el gatillo ante el extraño que de pronto se encontraban de frente, los largos tramos de caminos cubiertos de barro en los que las botas se hundían hasta las rodillas, las cuestas, la espesura de la vegetación y, lo más importante, el silencio. Mantener la boca cerrada era un imperativo. Las comunicaciones en las marchas durante las cinco décadas de guerrilla se transmitían de combatiente a combatiente, acercándose a su oído o con un código de señales con las manos.
¿Usted sabe el placer que es pasar una tarde comiéndose un postre con un café con su novia?
–No. Nunca. No puedo dar opinión de algo que no conozco –responde. Así pasaron semanas, meses, años, décadas
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Así hasta donde pudieran montar un campamento para descansar. Entonces aplanaban bien la tierra, se cortaban varios troncos y se hacía una especie de matera de dos metros por uno. Luego se rellenaban de tierra y se compactaba, se le ponía un plástico encima y esa era la cama.
El techo era una enramada. Por eso, Alejandro no sabe lo que es dormir en un colchón de verdad. “Es posible que lo más difícil en la guerrilla sea habituarse a no dormir profundo”.
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Pero hasta hace solo unas semanas las cosas eran a otro precio. En los tiempos de las hostilidades contra el Estado, se cavaba un canal, a 30 centímetros de la cama, para que en caso de lluvia el agua corriera y no inundara el cuarto. En la mañana, la tropa se levantaba y se iban en grupos de entre 15 y 25 personas hacia los chontos. Eran zanjas largas de un metro en donde todos defecaban y orinaban. Luego tapaban con tierra.
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Si las condiciones lo permitían, la comida. En algunos casos eran vitales las bolsas plásticas de la leche para guardar el arroz y las papas en caso de un combate. Se les hacía un nudo con cabuya, se sepultaban bajo tierra, se peleaba y al regresar, como si fuera el refrigerador, se sacaba el alimento para calentarlo.
–¿Usted sabe el placer que es pasar una tarde comiéndose un postre con un café con su novia?
–No. Nunca. No puedo dar opinión de algo que no conozco –responde. Así pasaron semanas, meses, años, décadas.
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Entre tanto, en la guerrilla, Alejandro conoció el amor. Su novia se llama Mayerlis Sánchez, nacida el 4 de octubre de 1988, en Urabá. Sus historias son similares a pesar de que él le lleva diez años. A ella, cuando era niña, los paramilitares le mataron su familia en una masacre. Huyó espantada hasta encontrar sus nuevos seres queridos, los miembros de las Farc.
Pidieron permiso para tener el noviazgo. Los autorizaron, pero les recordaron que el reglamento de la organización prohíbe a las parejas las peleas y la intimidad. No hay espacios para estar a solas.
–¿Ustedes nunca han estado en una habitación sin testigos?
–Jamás –responden ambos con naturalidad.
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Su madre, ese miércoles de febrero, lo tomó de la mano y caminó con él, frente al campamento. Un sitio amplio, cálido, fresco, distinto a la casita de bahareque donde ella espera que él vuelva con su familia de sangre.
ARMANDO NEIRA
Redacción Política@armandoneira
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